Algún alumbrado dijo una vez algo así como que «los periódicos son los pilares de la democracia». Creo que la frase pretendía ser seria, pero juzguen ustedes mismos.
Yo, por mi parte, prometo solemnemente que nunca me entregaré a semejantes simulacros de onanismo intelectual en los que el periodista –o quien fuere– proclama, enredándose en abstrusas disquisiciones pseudo-filosóficas sobre la naturaleza y fines de su profesión, sus galas y sus glorias, su trascendencia y su carácter cuasi-sacro. Aquella frasecita me terminó de convencer de la fragilidad sistémica del tinglado liberal, de la más que probable intrascendencia práctica del periodismo –y de la democracia misma– así como de que ninguna de las dos cosas ha de ser, necesariamente, un obstáculo al crecimiento desnaturalizado de ciertos egos. La actividad periodística es, sin duda, fundamental en la llamada «sociedad de la información» pero, como esa misma sociedad, ni ha existido siempre ni existirá por siempre.
Siempre habrá quien escriba; siempre habrá cosas que contar, pero quizás un día logremos retornar a un estado de cosas más sereno en el que no tengamos necesidad de estar al corriente de todo cuanto sucede en el mundo.
Estoy a punto de cometer otro imperdonable error, aparte del de ponerme pedante y es el de comentar una expresión de un pensador que ni es tradicionalista ni es católico y que ni siquiera es «clásico». Pero, como todos, yo tengo en mi haber un pasado turbulento que, aunque no me llevó a protestas tipo Mayo del 68 ni a consumir el tipo de sustancias que, a mi juicio, explican muchas de las expresiones utilizadas por el Ministerio de Igualdad, sí que han dejado en mi biblioteca una buena colección de heterodoxos de diversos orígenes.
La pedantería de la semana es el concepto de «desnivel prometeico», expresión acuñada por el filósofo y sociólogo Günther Anders para explicar la enorme desproporción actualmente existente entre la sencillez de las acciones que llevamos a cabo gracias a la técnica y sus consecuencias. Un ejemplo es el hecho de poder matar a cientos de miles de personas únicamente oprimiendo un botón que dispara un misil nuclear; el desnivel se hace patente si consideramos lo trabajoso que sería, por ejemplo, tener que estrangular una a una a las 40.000 personas que, se calcula, fallecieron en el instante mismo de estallar la bomba atómica de Nagasaki. Otro ejemplo bastante recurrente es el del convicto nazi Adolf Eichmann de cuyo proceso en Jerusalén se suelen destacar dos detalles: su absoluto horror cuando se le acusa de haber asesinado con sus propias manos a un muchacho judío, afirmando vehementemente que él no era ningún asesino y su impecable calma cuando se ponen sobre la mesa sus responsabilidades en el entramado de campos de exterminio nazis y él no tiene empacho en enorgullecerse de haber logrado mejorar la eficiencia del sistema para pasar de 20.000 a 25.000 muertos al mes. Un muerto es una tragedia; un asesinato es un trauma; un millón, sólo es estadística.
Esto tiene mucho que ver con el hecho de que es relativamente fácil imaginarse un muerto, pero nos cuesta bastante concebir qué sea un millón de muertos: todos tenemos en la cabeza la idea platónica de «millón», pero ninguna persona en su sano juicio puede representarse correctamente en su imaginación un millón de cosas, de cualquier género que éstas sean. Y menos aún, de muertos.
Algo semejante, me parece, lleva ya un tiempo sucediendo con las noticias así, en general y con las que se refieren al virus de moda, en particular. Somos bombardeados continuamente con una enorme cantidad de datos, cifras de muertos, de contagiados, de vacunados; de negacionistas y otros criminales de guerra nazis; de enfermos asintomáticos y otros seres de fantasía; de vacunados que se contagian (¡como si las vacunas sirvieran para no contagiarse!); en fin, del constante trasvase de población entre las nuevas castas de la Posmodernidad sanitaria. Los diversos medios de comunicación nos lo cuentan todo, porque cuanta más información tengamos, menos conocimiento habremos adquirido, por la imposibilidad de traducir todos esos datos a conceptos manejables. Los medios ya no necesitan callarse los efectos adversos de tal o cual vacuna; o la cantidad de no vacunados que han sufrido más o menos conculcaciones flagrantes de sus derechos aquí y allá: pueden contarnos todo, incluso aquello que podría perjudicar a Gobiernos y Estados. En medio de la plétora potencialmente interminable de informaciones a medias, contradictorias y ambiguas una cosa queda diáfanamente clara: el que no quiera enterarse, no se enterará. El que quiera enterarse, tampoco. Por si esto no fuera poco, se aliñará la ensalada de novedades de cada día con un sabroso aderezo de historias más o menos imbéciles pero lo suficientemente pintorescas para desviar nuestra atención de lo que sí podría ser realmente importante: «¿Te sabes la del conde y la cabra?».
La cita es, una vez más, de El hombre tranquilo: Michaleen Flynn, borracho y casamentero en sus ratos libres, se ha acercado, no sin dificultad y vestido de punta en blanco a la casa de Mary Kate Danaher para arreglar su matrimonio con el forastero Sean Thornton. Puestos ambos de acuerdo en lo interesante del asunto para ambas partes, festejan la ocasión con una botella de buen whisky y cantando, acompañando la srta. Danaher a la espinela. «¿Te sabes la del conde y la cabra?», le pregunta Flynn. Por el gesto airado con que ella acompaña su negativa, podemos inferir que sí que la conoce y que debe de tratarse de una cancioncilla no demasiado adecuada para ser interpretada en reuniones de sociedad. Tanto da. Michaleen tampoco la conoce.
Cada día, sospecho, todos nosotros tenemos conversaciones similares, aunque quizá no mientras tocamos la espinela y, probablemente, no sobre canciones sino, más bien, sobre noticias: «¿Has oído lo que ha dicho el cuñado del primo del Secretario del Gobernador de Sichuan sobre la situación en Afganistán?»; «¿No te has enterado de la reacción de los diputados del Partido Laborista a las últimas medidas concernientes al Brexit?»; «¿Has visto el vídeo del último discurso de Biden en el que pierde el hilo diecisiete veces?»; «¿Has visto cómo iba vestida la famosa actriz Juanita Banana en la Mostra de Venecia?»; «¿Te has enterado de…?»
¡Basta! ¡No lo soporto más! Quizá podríamos reducir la cantidad de noticias que leemos; tomar conciencia de que la inmensa mayoría de las cosas que pasan en la otra punta del mundo (por más globalizado que esté el mundo), probablemente no nos afectarán demasiado. En cualquier caso, no nos afectarán de una manera tal que esté a nuestro alcance reaccionar. Y mientras la prensa nos ablanda las entrañas con terribles (¡qué duda cabe!) historias de refugiados afganos y de víctimas de terremotos en Haití, anulan poco a poco nuestra capacidad de reaccionar frente a las catástrofes que suceden ante nuestros ojos y que sí están a nuestro alcance. Mientras seguimos contando muertos y contagios, etiquetando a los vecinos en covidianos y negacionistas, nos vuelven a subir el precio de la luz y la Ley Trans avanza a pasos agigantados por los escabrosos cauces del proceso legislativo. Y la gente no sale a la calle y el PSOE sigue liderando las encuestas.
«¿Te sabes la del conde y la cabra?». ¡Al cuerno el conde y la cabra! ¿Con qué piensa usted pagar el recibo de la luz de este mes?
G. García-Vao