Me congratula dedicar unas líneas a raíz del año cumplido del apostolado de comunicación realizado por La Esperanza, coordinada bajo la Comunión Tradicionalista, abanderada por S. A. R. Don Sixto Enrique de Borbón. La reflexión sobre el fundamento del apostolado me ha llevado a querer compartir algunas notas sobre la militancia como deber.
En unos tiempos en los que el mundo católico sufre los embates de la confusión doctrinal modernista, los estados de vida tienden a entremezclarse, siendo tristemente frecuentes los casos de seglares clericalizados o clérigos secularizados. En esta tesitura, el deber de militancia aparece desdibujado, implicando trágicas consecuencias. Como ya recordó Pío XII, el origen del papel de los seglares en el mundo se remonta al Concilio de Trento. Glosando estas palabras del Pontífice, la ruptura del orden de Cristiandad operado por la Reforma empujaría a los católicos a un deber de militancia por restaurar el viejo orden que empezaba a resquebrajarse.
Como toda acción moral, la militancia debe ser coordinada por la virtud de la prudencia. Ésta, siendo virtud teórica y práctica a la vez, nos permite conocer los principios y aplicarlos en las diversas situaciones en las que nos encontramos. La perversión de la militancia como deber da lugar, en muchas ocasiones, al activismo. Esta ideología que hace de la acción la vía salvífica del obrar, es contraria al recto orden de las cosas dado que prescinde de la prudencia. Así, los activistas se llenan la boca de exigir acción, siendo la acción deseada una especie de entelequia que, sin tener en cuenta las trágicas circunstancias actuales, acaba convirtiéndose en la coartada del activismo; éste, paradójicamente, exigiendo una acción continua, acaba en la frustración y, al final, en la inactividad.
La prudencia nos permite dilucidar cuáles son las circunstancias actuales y, sobre ellas, desarrollar la acción. En un momento de secularización salvaje, plantear tácticas de hace siglos o propias de novelas de aventuras no respondería al deber moral de militancia, sino a la imprudencia. ¡Cuántos son los que se lamentan de una supuesta inactividad católica fundada en que no ven multitudinarias marchas o empresas grandilocuentes! Exigir esto en un contexto anticristiano como el actual nos llevaría a pensar que en las manifestaciones encontramos la solución, siendo la triste realidad que, de convocarse, contarían con un puñado de personas que más que devoción, caerían en el ridículo.
La prudencia nos fuerza a estudiar la situación y, sobre ella, actuar. En este contexto encontramos el apostolado de La Esperanza. En un mundo cuyo distanciamiento, doctrinal y temporal, del viejo orden es tan abrumador, es preciso recordar qué es el catolicismo, y cómo es la forma mentis del mismo. La Esperanza ha traído al mundo en que vivimos, un recuerdo de la visión católica tradicional hispánica de los problemas del momento, ha tratado de aglutinar los esfuerzos de la Comunión Tradicionalista, por medio de los Círculos de la misma, para unir fuerzas en un proyecto común, real y palmario.
Hoy, día de la Inmaculada Concepción, agradecemos la perseverancia con la que la Capitana de nuestra Cruzada nos ha bendecido. Deseo que esos esfuerzos heroicos de nuestros correligionarios se mantengan, para que por medio de la continuidad acaben dando frutos. Puede que esos frutos sean palmarios y tengamos la dicha de encontrarlos en esta vida. Quizás, debamos esperar para ver el fruto de los mismos hasta décadas insospechadas. Pero sabemos que ante Dios no existen los héroes anónimos, y que es por la perseverancia de los que nos han precedido, por la que hoy estamos nosotros aquí, tratando de cumplir, con nuestros errores y aciertos, nuestro deber de militancia. La Esperanza es ejemplo de ello y es por eso que, desde la modestia con la que escribo en esta gozosa efeméride, os animo a la perseverancia en el combate.
Miguel Quesada