El Papa y las migas

Reuters

La reciente audiencia que el Papa Francisco concedió al Presidente del Gobierno de España, Sr. Sánchez, y su comitiva diplomática, ha sido recogida ampliamente en toda suerte de medios de comunicación, que casi unánimemente expresan su acuerdo para con las palabras del vicario de Cristo, al tiempo que apuntan dos datos relevantes: la charla del Pontífice fue «improvisada», en el sentido de espontánea, no preparada (dicen los periodistas), quizá brotada de la inspiración del Espíritu Santo (diría un hombre de fe); y se destacó, además, el entendimiento entre ambas autoridades, la secular y la divina.

Me detengo un instante en el segundo aspecto resaltado. No extraña este ménage à trois en el que conviven medios de prensa, los poderes políticos y las jerarquías espirituales. Es la mundialización del mundanismo, a la que nos tienen acostumbrados los colosos terrenales, pero no siempre las autoridades de la Iglesia Católica.

En cuanto a la primera, hay que descartarla por falsa. Las palabras de SS Francisco no son improvisadas por espontáneas, pues por más de tres veces repitió lo central de su mensaje: «hacer progresar el país, consolidar la nación, construir la patria», lo que nos autoriza a pensar que no fue un impensado sino madurado párrafo. Y tampoco se puede creer que fueron inspiradas por el Espíritu Santo porque en ningún momento se refirió al bien de la Iglesia, a la salvación de las almas, al Reino de Cristo, a una política cristiana ni a nada que huela a la santa religión. Una prueba más del entendimiento antes mentado, la coincidencia de los poderosos en la secularización de la vida humana.

Como puede apreciarse, los dichos del Pontífice han dejado muchas migas, pero no manchegas ni castellanas, sino migajas sobre la mesa, como restos de un pan compartido que no se han bien limpiado luego de desmenuzarlo.

El meditado discursito pontificio puede tener dos lecturas. La primera ve en Francisco una autoridad temporal, un señor que pretende tener influencia en las cosas temporales, en los negocios del mundo, especialmente el político. La segunda viene de tomar al Papa como lo que es por oficio: la cabeza visible de la Iglesia, una autoridad espiritual interesada en los negocios de Cristo, que es su Reino celestial que camina en el mundo, que él tiene a cargo.

La lectura política acerca de lo que dicen las migas

Si analizamos las parrafadas del Pontífice en términos de consejos temporales para el manejo de los asuntos políticos, resulta evidente que el voluntarismo ha penetrado en la cátedra de Pedro. Digo voluntarismo porque esa máxima política, que machacó en un tono cadencioso y confesional, no es otra cosa que la fórmula del voluntarismo político: «hacer progresar el país, consolidar la nación, construir la patria».

Nada de fines, sólo afirmación de una arraigada voluntad de hacer. Inútil es preguntarse: progresar ¿hacia dónde?, consolidar ¿en atención a qué?, construir ¿con qué objeto? Se supone que una autoridad que gobierna o rige destinos temporales debe saber hacia dónde dirige la comunidad gobernada. El Papa no mencionó ni una vez «el bien común», que la Iglesia ha definido como la ley fundamental de las comunidades políticas; tampoco se refirió al «bien o interés público», sucedáneo estatista de aquél; no empleó ninguna forma fuera de la mencionada, como si la política fuera una suerte de negocio en el que reina el principio de la utilidad entendido como lo quiere su gobernante.

Carece también de sentido indagar las razones por las cuales SS Francisco distinguió país, nación y patria, que en su vocabulario son cosas no sólo diferentes sino distintas. En algún momento atinó a decir que la patria es lo heredado, el lugar de la sangre de nuestros padres; mas, de inmediato, pasó del respeto a la herencia patria a rechazar toda política basada en la conservación del pasado, todo tradicionalismo. El punto merece una reflexión.

En un giro dialéctico propio de su mente esquiva (que dice aparentemente de una dirección del pensamiento, pero que sorpresivamente gira hacia otro destino), el Papa Francisco dijo que construir la patria no significa apegarse a una tradición política sino todo lo contrario. Porque lo importante en su expresión no es tanto «la patria» como el «construir»: construir la patria es una expresión del voluntarismo constructivista que entiende el pasado heredado, la tradición, como las ruinas de un viejo edificio que deben demolerse para construir uno nuevo.

El lenguaje nos es conocido: hoy todos hablan de construir. Construir la familia, construir las sociedades, construir las identidades, construir el yo y el nosotros, construir la paz, etc. Ahora también, afirma Francisco, acuña ese «construir la patria». Y el empeño, aconsejó al Sr. Sánchez, consiste en sacar fruto de las raíces recibidas, pero nada de «restauracionismo», porque construir significa combatir «la fantasía tradicionalista».

Sería muy fácil subrayar la contradicción de SS Francisco: no nos es permitido el borrón y cuenta nueva, afirmó, ni refugiarnos en el pasado. Pero sería una tontería insistir en este aspecto, porque la mente esquiva del Papa no sabe de contradicciones. Y nosotros sabemos que interesa más el «construir» que la patria misma.

Luego, el mensaje político del Papa ha ido contra el tradicionalismo político, contra la fantasía de una restauración del destino de las patrias. Toda patria, parece decirnos, tiene un pasado, pero ese pasado heredado no es más que eso: pasado, tiempo muerto, no vivo. La vida está en las manos de quien construye según el plan que se voluntad se ha forjado. Y toda tentativa de hacer un proyecto político anclado en el valioso legado de la tradición, que hay que actualizar, es una torpeza que impedirá el progreso del país, la consolidación de la nación y la construcción de la patria.

Me doy cuenta porqué esta migaja no se limpió de la mesa, pues constituye el mensaje clave de las palabras de Francisco: dejar de lado la tradición es esencial a la política voluntarista. No hay que restaurar sino construir. Algún sociólogo podría agregar que la tradición es propia de las sociedades tribales, no de las modernas que se construyen a voluntad. Pero el Papa escogió otro motivo: las sociedades tradicionales son la incubadora del totalitarismo, como algún comunista dijo del nazismo, pues las ideologías «sectarizan y deconstruyen la patria, no construyen».

Es obvio que ese intelectual comunista, el italiano Siegmund Ginzberg, no se mirara el ombligo ruso, pero ¿puede un Papa repetir esas sandeces sin escrutinio ni penitencia?

Y también una lectura católica

No se puede desconocer que SS Francisco es el vicario de Cristo en la tierra, el sucesor de San Pedro; que cuando habla lo hace en ese carácter; y que, aunque no sea teólogo diplomado, la Iglesia le concede el título de «teólogo privado», si bien no todas las intervenciones suyas sean teológicas ni se refieran a materias dogmáticas o de fe, y en ocasiones sean «privadas de teología».

Un católico debe tener siempre presente este dato, sea que el Papa hable ex cátedra, fuere que lo haga como lo hizo Francisco en la conversación con Sánchez. La cuestión es, entonces, que, aunque se pronuncie en forma coloquial, espontánea o concertadamente, no puede el Pontífice desprenderse de su oficio de cabeza visible de la Iglesia que enuncia las verdades de la Iglesia de Cristo.

Pues bien, la dificultad ahora es nítida, pues legítimamente podemos trasladar los dichos de SS Francisco a la Iglesia, si tomamos por «patria» la Iglesia misma, porque la militante peregrina a la patria celestial. El cielo, la bienaventuranza eterna, es dicha «patria» por la tradición de la Iglesia desde tiempos inmemoriales.

Entonces, «construir la patria» es tanto como «construir la Iglesia», hacerla conforme la voluntad de quien la rige, un Papa o un concilio o un conciliábulo. En tal caso, gobernar la Iglesia parece ser para el actual Pontífice algo semejante a manejar un Estado. Y si éstos se administran en sentido voluntarista, la Iglesia también.

A tono con el progresismo eclesiástico y con el modernismo religioso, SS Francisco está diciendo (y no entre líneas) que el gobierno de la Iglesia es tanto como su «construcción». Y sabemos ya cómo se construye: alejando la fantasía de una restauración, dejando de lado la idea de renovar una tradición. Y en esto va más allá de los intérpretes del Vaticano II que pretendieron distinguir una «tradición viva» de otra muerta. Para Francisco toda tradición es vía muerta.

Podemos legítimamente tomar esta idea como fundamento o principio de su pontificado: construir una liturgia que no sea la de siempre, construir una nueva moral que nada tenga que ver con la anteriormente enseñada, construir una administración eclesial que no se ancle en modos antiguos, construir un sacerdocio nuevo a voluntad, construir una imagen identitaria del propio Papado que descarte las formas y los símbolos de los Papas anteriores, etc.

Las migajas de la tradición

A esta altura no me cabe duda alguna que el pontificado de Francisco es fiel a su máxima del voluntarismo constructivista, pero completamente opuesto al principio paulino que San Pío X, entre otros, adoptaron como lema de reinado: instaurarlo todo en Cristo, restaurarlo todo en Cristo, todo cimentarlo en Él. Francisco se asemeja a un benevolente príncipe maquiaveliano que todo lo tiene en un puño, olvidándose que su oficio es delegado y que quien gobierna la Iglesia y reina en el mundo es Cristo mismo.

Será por eso que en la conferencia con el Sr. Sánchez el Pontífice nada dijo de la solidaridad de los Estados y la Iglesia en la salvación de las almas, que nunca mencionó a Nuestro Salvador y omitió toda palabra redentora, que no se refirió al Padre de Nuestro Señor a quien el Hijo entregará el Reino al final de los tiempos, que silenció la necesidad de la gracia que nos allega el Espíritu Santo para regir recta y continuamente los asuntos humanos, que no le encomendó consagrar su «patria» al Inmaculado Corazón de María, que…

¿Será que todas estas cosas son «las migajas de la tradición»? ¿Será que la construcción eclesial y política de las patrias deja esas migas abandonadas en la mesa hasta que un lacayo las limpie? ¿Será así? Un romano diría: se non è vero è ben trovato. Ma è vero.

 

Juan Fernando Segovia, Consejo de Estudios Hispánicos Felipe II