En el «Plan de Estudios» impuesto por el Estado en 1953 para la carrera de «Derecho» en sus Universidades, se establecía para el 2º año una asignatura de «Economía Política». Hojeamos el libro de texto prescrito para esa materia en la Universidad (devenida estatal) de Granada y perteneciente a un ascendiente nuestro que la cursó el año 1970-71: Introducción a la Economía, de Lloyd G. Reynolds (ed. Tecnos, 1968), en el cual vemos que se afirma lo siguiente (pág. 462): «Al margen del punto de vista ortodoxo ha habido siempre economistas heréticos, como […] el Mayor Douglas, fundador del movimiento del “Crédito Social”. Estos hombres mantenían que existe un defecto congénito en la economía que la impide operar a un nivel estable. Sostienen que la economía produce un flujo, en constante aumento, de bienes, pero no proporciona poder de adquisición suficiente para retirar esos bienes del mercado. […]. En esta forma escueta, este argumento es indudablemente incorrecto». Aunque presentándola de una manera algo distorsionada, al menos en aquella generación de estudiantes aún se podía oír hablar (de pasada) de la doctrina del «hereje» Douglas. Cuando al que esto escribe le tocó cursar en su día la misma disciplina, el nombre de este economista y publicista ya brillaba por su total ausencia.
Mucho ruido causó durante todo el período de entreguerras su denuncia del funcionamiento del «orden» capitalista imperante hasta aquel entonces, apuntando al sistema financiero como la raíz del problema. Conscientes del peligro, los controladores de ese sistema patrocinaron a J. M. Keynes como «cerebro» que ideara un camino que salvara la posición capitalista. El método usado era muy astuto: Keynes reconoció (grosso modo) el diagnóstico de Douglas, mas para a continuación promover una «solución» (opuesta a la del Mayor) que no supusiera un cambio substancial de la estructura capitalista y permitiera a los Financieros mantener su dominio político. Así pues, Keynes, en un primer momento, no tiene inconveniente en criticar las ideas de la escuela capitalista clásica hegemónicas hasta entonces. Afirma en su principal obra Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero (1ª ed. trad. 1943): «Desde los tiempos de Say y Ricardo, los economistas clásicos han enseñado que la oferta crea su propia demanda». Es lo que se conoce comúnmente como «Ley de Say». Aunque en su día (1803) se formuló para un contexto ideal de «economía de trueque», los capitalistas clásicos la han seguido sosteniendo como válida para una economía condicionada por un sistema financiero adjunto: que es, en definitiva, la economía propia de nuestra era contemporánea. En este último contexto, dicha «Ley» no viene a significar sino la suposición de que el propio proceso de producción en una comunidad política distribuye en todo momento a su población suficiente poder adquisitivo (i. e. dinero) como para poder obtener esos bienes y servicios, y, de esta manera, satisfacer sus necesidades. Ya fuera por candidez o por cinismo, lo cierto es que los clásicos mantenían una fe ciega en una especie de «justa y correcta autorregulación de la economía por una mano invisible», hasta el punto de no querer ver la terrible realidad (di)social de las continuas depresiones y del flagrante y creciente pauperismo, desembocando finalmente en la crisis internacional de los años treinta. Keynes describe este panorama intelectual del siguiente modo (op. cit.): «En la economía ricardiana [es decir, del sefardita David Ricardo, conspicuo cofundador de la escuela clásica], que sirve de base a lo que se nos ha enseñado por más de un siglo, es esencial la idea de que podemos desdeñar impunemente la función de demanda global.
Es verdad que Malthus se opuso con vehemencia a la doctrina de Ricardo de que era imposible una insuficiencia de la demanda efectiva [= demanda de la gente respaldada con dinero], pero en vano, porque no pudo explicar claramente […] cómo y por qué la demanda efectiva podría ser deficiente o excesiva; no logró dar una construcción alternativa, y Ricardo conquistó a Inglaterra de una manera tan cabal como la Santa Inquisición a España. Su teoría no sólo fue aceptada por la City, los estadistas y el mundo académico, sino que la controversia se detuvo y el punto de vista contrario desapareció completamente y dejó de ser discutido. El gran enigma de la demanda efectiva, con el que Malthus había luchado, se desvaneció de la literatura económica. Ni una sola vez se verá mencionado en cualquiera de los trabajos de Marshall, Edgeworth y el Profesor Pigou [= marginalistas o neoclásicos], de cuyas manos ha recibido su mayor madurez la teoría clásica. Sólo pudo vivir furtivamente disfrazada, en las regiones del bajo mundo de Carlos Marx, Silvio Gesell y el Mayor Douglas». Keynes, con habilidad, imita a Douglas y finge situarse en la «oposición» al capitalismo (y aun en «crítica» con los Financieros de la City). Pero es todo puro teatro. Su intención es afianzar el nuevo «capitalismo de Estado» o tecnocrático.
(Continuará)
Félix M.ª Martín Antoniano