El otoño es una estación ideal para leer (o releer) El viento en los sauces, la encantadora y muy entretenida novelita de Kenneth Grahame. Sobre todo si tienen algún crío a mano que les sirva de excusa para ejercitarse en ese sutil acto de altísima caridad que es leer en voz alta. El cautivador estilo, ingenuo y a veces pueril de Grahame consigue que nos encariñemos hasta con ese loco encantador que es el Sr. Sapo, de la Mansión del Sapo. Quizá porque en todas las familias hay algún pariente que es más o menos así. Y una de las ventajas (por más que nuestra posmodernidad líquida se empeñe en presentárnoslo como un inconveniente) de las familias es que los lazos de parentesco no pueden romperse por la sola voluntad de las partes, lo que le da a la idea de la familia como «escuela de caridad» toda la amplitud posible de la expresión: caridad de la suave y placentera convivencia cotidiana y de las asperezas que provocan y de la paciencia que se cultiva con los parientes desagradables.
Porque personajes no del todo ejemplares o, simplemente, un poquito insoportables, los hay hasta en las mejores familias. No hablo de parientes criminales o pecadores públicos. Me refiero simplemente a esa tía Blasa, solterona y beata, que siempre anda contando sus problemas de articulaciones o a ese primo Faustino, al que abandonó la mujer, que en las comidas familiares siempre bebe un poquito de más y acaba hablando a voz en grito.
Y me refiero también, claro, a las familias reales, porque la literatura y el cine más modernos nos tienen peligrosamente acostumbrados a familias de fantasía, tanto en un extremo como en otro.
Las familias de verdad son imperfectas, porque son humanas. Son imperfectas en cada uno de sus miembros; en la articulación de los miembros entre sí, que nunca es tan fluida como las relaciones de parentesco podrían hacer pensar; y, muy a menudo, son imperfectas en su conjunto porque hay una nota gravemente discordante en el retrato de familia. En la de Carlos IV de Goya, por ejemplo, hay unas cuantas, aunque dispuestas con la mano del genio aragonés: está el rostro vuelto de perfil de la entonces desconocida prometida del príncipe de Asturias y el rostro hierático, de lápida romana, de la fallecida esposa del infante D. Antonio Pascual. Y el ejemplo no está escogido al azar, ya lo verán, porque las Reales Familias también son familias reales.
Una familia imperfecta es la suya y es la mía. Una en la que todos se esfuerzan, cada uno con sus escasas capacidades y sus cortas miras en conducirse lo más decentemente posible y en convivir armoniosamente con los demás. En la que a muchos les gustaría parecerse más a la abuela Jacoba y desean, a veces, que el tío Godofredo no venga a casa esta Navidad, pero que también reconocen que «la abuela tiene sus cosas» y que «en el fondo, nos reímos mucho con Godofredo».
La ficción más reciente se esfuerza, sin embargo, en presentarnos todo un elenco de familias irreales que pueden clasificarse en dos grandes grupos: las perfectamente perfectas y las perfectamente imperfectas.
Son las primeras las que están enteramente compuestas de gente bellísima, moralmente inatacable y que hacen todo bien; generalmente se trata de familias económicamente bien posicionadas y que, por supuesto, votan a la izquierda. Las desgracias y las dificultades a las que tienen que enfrentarse nunca tienen su origen en una metedura de pata de ninguno de sus componentes, sino que son fruto de alguna remota maldición, concatenación de sucesos adversos o, simplemente, de una mala jugada de alguien que les quiere mal. Son familias que se quieren mucho (y ¿cómo no, siendo perfectas?) y en cuyo seno reina la más perfecta de las armonías, sólo perturbada, como digo, por algún desagradable incidente exterior. Son la familia Robinson de la poco conocida Descubriendo a los Robinson, que contiene la valiosa enseñanza de que si nuestra vida nos parece mediocre, aún hay esperanza porque puede que en el futuro nos hagamos ricos y famosos. Yo, por mi parte, siempre he estado a favor de enseñar a los niños lo más pronto posible que la inmensa mayoría de las vidas son mediocres (en el sentido de que no pasarán a los anales de la Historia) y que la verdadera grandeza no reside tanto en la gloria como en la virtud.
Las segundas son aquellas en las que uno o varios miembros son tan siniestra y rematadamente malvados que la narración acaba justificando la desintegración total de la unidad familiar, una idea bastante perversa pero que es extremadamente corriente hoy en día: si tu madre, tu cuñado o tu tía impiden en algún respecto el pleno desarrollo de tu personalidad, es justo y legítimo que los borres de tu vida: «nadie te obliga a soportar a tu familia». En realidad, sí: el hecho mismo de que son familia. Aristóteles explicaría esto de manera muy brillante, diciendo que los padres son causa respecto de los hijos y que, por lo mismo, merecen en sí más respeto que los propios vástagos. Las familias perfectamente imperfectas son un poderoso argumento, aunque falso, contra los deberes y obligaciones inherentes a ser miembro de una familia. Bernarda Alba y la horripilante matriarca de Agosto nos pueden parecer, en una aproximación superficial, perfectamente merecedoras del abandono y de la soledad. Pero ningún ordenamiento jurídico ha dicho jamás que el matricidio deje de serlo cuando la madre es mala.
Un caso interesantísimo de familia real en ambos sentidos es la de los Borromeo, que sólo han dado un santo (¡pero qué uno!), que festejamos hoy. Estoy seguro de que San Carlos, con sus ayunos, penitencias, oraciones y su aparente falta de sentido del humor no renegaría de sus antepasados y parientes de costumbres relajadas, sin dejar por ello de desempeñar extraordinariamente bien el papel que, respecto de su familia, le asignó la divina Providencia.
Porque si en todas las buenas familias hay algún díscolo, suele haber también quien lleve a su máximo esplendor aquel deber paternal de corregir a los hijos, haciéndolo extensivo, progresivamente, a hermanos, nietos y, eventualmente, cuñadas y primos segundos. La buena salud de una familia no consiste en que nadie haga nada mal, porque tal familia no existe ni puede existir. Y, si no me creen, les recuerdo que San Zacarías, con ser miembro de la Sagrada Familia, también tuvo sus más y sus menos con el Altísimo y tuvo que guardar silencio nueve meses completos. La buena salud de una familia consiste en que, cuando alguien saque los pies del tiesto, haya quien se lo haga notar.
Con la pérdida progresiva y, potencialmente irreparable, del principio de autoridad, asistiremos cada vez con mayor frecuencia a la desintegración de las familias. Por eso hay que recordar que es justo y hasta necesario reprender a nuestros parientes cuando la ocasión lo exige. Lo que idealmente sucede sólo una de cada diez veces que nos reunimos; lo que supone, a su vez, que nueve de cada diez veces también nos reunamos aunque no haya nada que reprender.
La extraordinaria y nunca bastante elogiada condesa viuda de Grantham desempeña en la serie Downton Abbey de manera excelente el papel de «conciencia extrínseca» de su familia, quien parece estar constantemente necesitada de sus regañinas matriarcales. Así, tras alguna de las muchas tonterías de su nieta lady Edith, lady Violet no puede contener un arrebato de literaria cólera, espetándole:
«―¡Eres una lady inglesa, Edith, no el señor Sapo de la Mansión del Sapo!»
Cuando la Princesa de Beira escribió su famosa Carta a los españoles, viéndose obligada por las circunstancias a publicar así la excomunión carlista latæ sententiæ de Juan III, no podemos dudar que esta triste conclusión fue el último acto de una larga sucesión de pacientes y caritativos intentos de corrección familiar. No me cuesta imaginármela diciéndole (con un suave acento portugués):
«―¡Eres el reclamante carlista del trono, Juan, no el señor Sapo de la Mansión del Sapo!»
G. García-Vao