Contra la ideología

La ideología es también revolucionaria, totalitaria y utópica

Foto: Diario 16

Puede sorprender que el sustantivo «ideología» no vaya acompañado de algún adjetivo para referirnos a una u otra ideología en particular a la que oponernos. Pero no, el objetivo es precisamente la condena de toda ideología. Y por ideología no entendemos una doctrina o ideas políticas cualesquiera, sino un modo de pensar –o más bien, de no pensar– típico de la modernidad y con unos rasgos peculiares que mencionaremos brevemente. En este sentido ha sido analizada y criticada por diversas figuras eminentes de la tradición y la filosofía política, como Danilo Castellano, Miguel Ayuso, Vallet de Goytisolo, Dalmacio Negro y otros muchos.

Puede decirse que la ideología es un sustitutivo, sucedáneo o subversión de la filosofía, una antifilosofía. La filosofía, tal como la cultivaron los clásicos y escolásticos, tiene por objeto el ser o la realidad de las cosas, que es cognoscible y comunicable a través del lenguaje. La finalidad de la filosofía es la verdad, que consiste en la correspondencia entre nuestra inteligencia y la realidad, aunque dicha realidad sea compleja e inagotable, y en último término, misteriosa. Por el contrario, la ideología es autofundante, encerrada en la subjetividad humana, que se erige como principio absoluto y medida de todas las cosas. Su origen es nominalista, protestante y racionalista. Se desentiende de la verdad, siempre más preocupada por convencer que por demostrar, preferentemente por la vía emotiva en vez de racional. Más que a la verdad, aspira a cierta coherencia interna a partir de unas ideas dadas a priori o un esquema previo. Y esas ideas previas suelen ser verdades parciales elevadas a verdades absolutas de un modo reduccionista. De ahí la expresión política de la ideología a través de partidos, con intereses también parciales y que ignoran la parte de la realidad que no les conviene o no encaja en su esquematismo. Es propio de la ideología la falsa representación política, que pretende que uno o varios partidos encarnen en el Estado el espíritu del pueblo o la voluntad general, representando abstractamente las ideas de la nación. Por supuesto, esas ideas han sido previamente inculcadas por los ideólogos y los medios de comunicación de masas que moldean la opinión pública.

Habiendo rechazado el orden natural de las cosas, la ideología ve además la sociedad como algo que hay que construir o diseñar, del mismo modo que quiere rediseñar la realidad en su conjunto. Con la ayuda de los medios de comunicación de masas pretende construir esa nueva realidad –y nuevo hombre– mediante un nuevo lenguaje artificial, puramente emotivo y repetitivo, que se asemeja a lo que Orwell llamó neolengua. Se crean neologismos o nuevos conceptos (proliferación también de slogans, siglas y abreviaturas), mientras otros términos son resignificados y otros censurados y desterrados. En este sentido, la ideología es autorreferencial, sin conexión con la realidad, incomunicante y cerrada. Por lo mismo, es excluyente y absoluta. Convierte la política no en un saber práctico, sino poiético, destinado a la creación continua –y frustrada, por su choque con la realidad–, pero también a la destrucción, para poder implantar los nuevos modelos salidos del laboratorio de los ideólogos, haciendo tabula rasa de lo anterior. La ideología es también revolucionaria, totalitaria y utópica. Pretende que el hombre trascienda la historia e instaure para siempre un paraíso en la tierra, por lo cual no es únicamente un sucedáneo y una subversión de la filosofía, sino también de la religión.

La ideología, especialmente la ideología democrática, se erige así en sustitutivo de la religión con un credo no trascendente, sino inmanente y naturalista. También el materialismo marxista tiene su componente utópico y mesiánico, expresado en la idea de la emancipación humana y de un futuro feliz en la sociedad comunista que pone fin a la dialéctica determinista de las clases sociales a lo largo de la historia. La democracia, por su parte, decía Kelsen que es incompatible con la existencia de ninguna verdad absoluta, lo cual lleva paradójicamente a que se convierta ella misma en fuente absoluta de toda verdad. La voluntad general, como la entiende Rousseau, elige infaliblemente el bien o es ella misma creadora de lo bueno y lo malo. Tesis en la que es esencial la supresión del pecado original, constatada en la idea del hombre bueno por naturaleza. De ese modo, el Estado sustituye a Dios y hace de la pura voluntad humana la única ley, al margen de la razón y del reconocimiento de ningún orden superior. Así se llega a la democracia como fundamento de gobierno o al fundamentalismo democrático. La democracia hace de los derechos humanos racionalistas, como sucedáneos ideológicos y desnaturalizados del verdadero derecho, sus dogmas fundantes. De ellos se ha dicho –haciendo gala, sin tapujos, de un absoluto irracionalismo– que no requieren justificación, sino cumplimiento. Cumplimiento que por otra parte admite cualquier cosa, dado su carácter abstracto, que en el fondo no contiene otra cosa que el culto a la libertad sin norma y al libre desarrollo del individuo. Esta libertad incluye saltar por encima de la propia naturaleza humana, que se pretende destruir o trascender en las nuevas utopías ideológicas del posthumanismo y transhumanismo. Se trata, en definitiva, de la consumación y plenitud del pensamiento ideológico, que lleva en su seno la semilla de la tecnocracia y el cientificismo. Estos no significan una superación de las ideologías, sino que, como se hace patente en nuestros días, resultan ser los aliados perfectos de la democracia liberal convertida en religión laica e ideología irracional, nihilista y totalitaria.

Enrique Cuñado, Círculo Tradicionalista Enrique Gil y Robles de Salamanca