A vueltas con el tiempo libre (III): El conde Grey y el marqués de Mancera

Mancerina

Confieso que me gusta el té. Me gusta moderadamente, porque reconozco que es fácil caer en un cierto esnobismo teófilo, que cada vez está más de moda (y no por influencias anglosajonas, sino sino-niponas). Me gusta, quizá, por influencia de las películas de la Disney y el rol siempre entrañable que atribuyen a los más variopintos juegos de té: el musical, en el que beben el Sombrerero Loco, la Liebre de Marzo y el Lirón; el antropomorfo que componen la Sra. Potts y su parentela; y, mi predilecto, el simplemente semoviente de Merlín, con su temperamental azucarera. Y conste que también bebo café, que no me parece menos extranjerizante.

Hemos hablado, estas semanas, de pasar el tiempo de manera digna y como Dios manda. Y hemos dejado para el final el que nos parece (ya lo hemos dicho en muchas ocasiones), el mejor y más castizo de los pasatiempos, que no es otro que la tertulia. En favor de la tertulia se pueden decir muchas cosas y mi formación clásica y filológica (en todos los sentidos posibles de la expresión), me obliga, de entrada, a someterme al consabido initium doctrinæ sit consideratio nominis. Según los entendidos –es decir, el DRAE– «tertulia» parecería tener su epónimo en Tertuliano, el Padre de la Iglesia. ¿Que organizaba simposios con sus amigos herejes y católicos en los que bebían hidromiel? No. Quien organizaba, según parece, esas sesudas sesiones de teología, en las que a menudo se discutía a Tertuliano, era su Majestad Católica D. Felipe II, en El Escorial. Y podría detenerme aquí en mi apología, ¿no les parece?

Tertulia en Buenos Aires por Carlos Pellegrini (1831)

Una tertulia es una francachela, pero sin el aire eminentemente festivo; es un simposio, pero sin vino; es una merendola con un tema de conversación elegido y, normalmente, no enteramente estúpido. Es, en fin, el lugar geométrico de donde parten los vectores históricos del s. XIX: los liberales, desde sus Cafés y los carlistas, desde sus Círculos.

Por ejemplo, celebérrima otrora en Madrid la del desaparecido Café del Comercio. El comercio, precisamente, es un elemento importantísimo en toda tertulia: como generalmente tienen lugar a media tarde (el origen popular, es decir, el no filipino, parecen ser las reuniones post-función, justamente en las tertulias de los corrales de comedias), la mesa de la tertulia suele estar servida de comestibles dulces. Mediada la conversación, quizá pueda aportarse algo salado, ligero. Parece que en la Villa y ex corte hace no tantos años el manjar tertuliano por antonomasia eran los emparedados de Martino, este último, dicen los que saben, un conocidísimo pastelero local. He interrogado a decenas de madrileños de entonces y ninguno ha sabido nunca explicarme ni qué llevaban ni a qué sabían, porque eran algo «entre dulce y salado; cremoso… No sabría decirle, D. Gildo, pero eran una delicia». Desaparecidos, pues, pero aún no olvidados, aquellos emparedados cuyas virtudes mi abuela QSGH ponderaba con una gravedad y un destello de fervor en su mirada que no habrían estado fuera de lugar en la Sibila de Cumas, ¿no habrá una valerosa margarita que reinvente, para las tertulias de los carlistas del s. XXI, los emparedados de Martino…?

En fin, si el comercio es importante, no lo es menos el bebercio, pues cuando se habla resulta indispensable poder remojar el gaznate a voluntad. Pero una tertulia, como es evidente tras los argumentos que venimos presentando, es una reunión de una cierta elegancia y de una cierta altura intelectual de la que, consecuentemente, deben ser expulsadas las bebidas vulgares. Cualquier cosa espumosa, para empezar, y eso incluye, me parece, la cerveza. A mí me encantan las cañas, pero las cañas tienen su lugar y su momento: uno no prepara el Desembarco de San Carlos de la Rápita ni comenta Fortunata y Jacinta bebiéndose un tercio, lo siento mucho. Es más quizá los alcoholes, por aquello de preservar la lucidez de los interlocutores, sean bebercio adecuado sólo para las horas más avanzadas de la tertulia. Para aguzar los ingenios y mantenerlos en vela -tanto más cuanto que las tertulias tienen su momento natural en las frías y desagradables tardes del invierno mesetario- nada mejor que una bebida caliente.

Volvemos al té, naturalmente. Yo estoy seguro –no lo he averiguado porque correría el riesgo de desmentir mi ingeniosa teoría– de que el conde Grey inventó su inmortal y exquisita mezcla de té negro y bergamota para aderezar sus tertulias. Soy un ardiente defensor del Earl Grey (sin leche y sin azúcar) y no negaría, bajo tortura, que si no recibiese su nombre de un aristócrata, me gustaría un poco menos. Pero no estamos aquí para comentar mis excentricidades. En otra ocasión hablaré largo y tendido del té. En cuanto al café, lo considero muy útil, pero sobrevalorado. Niego de plano el recurrente lugar común del trabajador español: «Yo, sin mi café de por las mañanas, no soy persona». El hombre no necesita café por las mañanas; el que necesita café por las mañanas es el modo de producción del capitalismo del desastre. La prueba es que desde que hay hombres en la Tierra, hay trabajo y el café es un descubrimiento relativamente reciente.

Es más, según demuestran ciertos estudios históricos cuyas referencias he olvidado –y sobre cuya existencia habrá de bastarles mi palabra, ya que a mí no me alcanza mi memoria– en las Españas de acá el consumo de café sólo comenzó a superar a de la bebida históricamente nacional a partir de la Guerra Civil. Es decir, (¡oh, casualidades de la vida!) cuando entró de lleno en España el modo de producción del capitalismo tardío. Hasta entonces, doquiera, lo que se bebía en España era chocolate. No me voy a tomar la molestia de explicar por qué ni Suiza ni Bélgica son el país del chocolate; no voy a decir que las figuritas cursis de chocolate con leche no son chocolate y que el chocolate, si es algo, es esa bebida amarga y fuerte que bebía el emperador de los aztecas y que los monjes castellanos aderezaron al gusto de los paladares europeos. El chocolate, ante todo, se bebe. Se bebe caliente y se bebe en cualquier momento, porque no rompe el ayuno. Extremo este último confirmado por la Santa Sede ante las repetidas instancias del Cabildo de la Catedral de México en aquellos lejanos días de los virreyes y de las Musas novohispanas.

Si el refinamiento británico ha creado, para su particular Ceremonia del Té todo un elenco de preciosos elementos de vajilla, la Monarquía Católica, mucho antes y mucho mejor ya adornó casas y palacios con el juego de chocolate (que, por no tener, no tiene ni nombre generalmente reconocido), del que es la estrella la mancerina, inventada por un virrey de la Nueva España, Marqués, por demás, de Mancera, y que sirve para sostener la jícara, en el centro y disponer los oportunos picatostes a su alrededor.

Si España no se hubiese embarcado desde hace décadas en la huida hacia delante de su propia identidad y de su propia historia, las chocolaterías –y no los cafés – serían el hábitat natural de las tertulias.

Si, como tanto les gusta ahora a los historiadores, la Historia ha de hacerse, ante todo, a través de las mentalidades y de los elementos de la vida corriente, de suerte que a cada época y a cada cultura le corresponda un cacharro arquetípico, la Monarquía Católica es ese poema de porcelana que son las mancerinas de Manises.

G. García Vao