A vueltas con el tiempo libre (II): Patos, serradura y economía circular

Jane Darwell representando a la «Mujer de los Pájaros» en «Mary Poppins»

Creo que nuestra definición del hobby como «aquello en lo que uno se gasta el sueldo durante su tiempo libre para que la economía siga funcionando», a pesar de no dar exquisitamente cuenta de las cuatro causas aristotélicas, se aproxima bastante a la realidad. Un hobby es un entretenimiento reglado, sometido, en última instancia a las exigencias de algún poder más o menos estatal o más o menos fáctico. Y, peor que eso, es un anglicismo: los españoles de bien no tienen hobbies [porque, encima, para formar al plural, hay que seguir las reglas de la lengua inglesa, claro], tienen pasatiempos.

Un pasatiempo no tiene nada que ver con el tiempo libre que se opone al tiempo de trabajo. Porque un pasatiempo es aquello en lo que se ocupa uno cuando ya no tiene absolutamente nada que hacer, sean esos quehaceres (otra palabra genial) trabajo o no.

Por supuesto que mi filípica contra la dictadura del ocio reglado no ha de interpretarse como un ataque frontal y total contra las actividades accidentalmente tomadas como ejemplo en el artículo anterior de esta serie: aunque no me entusiasman ni correr ni el fútbol, ni puedo decir con derecho, que me guste la filatelia (porque aunque me guste, soy un incorregible ignaro, mientras que tengo un padre que es un auténtico experto); sí me gustan mucho los paseos, no obstante odiar el concepto de «senderismo».

Pero siempre me mostraré favorable a toda manera de entretenerse que no exija, de entrada, un dispendio más o menos gravoso. No me objeten que para ejercitarse en una disciplina artística (y, a fortiori, en la práctica de un instrumento musical) es absolutamente necesario adquirir útiles y materiales: si el pianista toca el piano como hobby y si el pintor se dedica a la acuarela por puro pasatiempo, resultará extremadamente difícil que lleguen a adquirir alguna competencia respetable en sus respectivas artes. El músico por hobby es un diletante; el verdadero artista tendrá muy a menudo que hacer de su práctica cotidiana un deber, probablemente desagradable en muchas ocasiones. Y cuando termine su tiempo diario de escalas, estudios, bocetos o borradores, buscará, a su vez, un pasatiempo verdaderamente ocioso que le permita airear la cabeza.

El problema es mucho más fácil cuando se tienen niños a mano. Porque la mayoría de los adultos saben cómo entretenerse solos, aunque sean unos pocos minutos, entre dos actividades. No hablo del teléfono móvil ni de ponerse a ver chorradas en interné ni de hablar de chorradas en redes sociales. Los adultos piadosos a lo mejor recitarán un misterio del Rosario entre dos paradas de Metro; otros dedicarán unos instantes de reflexión a la novela que están leyendo o a las últimas noticias del frente ucraniano esperando su turno en el dentista; o a pensar en qué le van a regalar a su cuñada esta Navidad mientras aguardan que sus hijos salgan del colegio. Los hay con menos disposición a la especulación que quizá se entretengan observando a los pájaros o a los demás pacientes, pasajeros, padres… En cualquier caso, mi impresión es que, de adultos, se nos ocurren muchas maneras de pasar el rato (incluso sí, sin el móvil).

Pero a los niños, en tales circunstancias, hay que saber entretenerles. Cuando yo era niño había dos pasatiempos gratuitos, perfectamente absurdos, improductivos, no electrónicos y, en cierto sentido, anticapitalistas, que hacían mis delicias. Uno de ellos es, además, ecológico.

El primero era ir a ver trenes: no era raro que, en algún rato muerto entre el colegio y una u otra actividad extraescolar [¿quién tuvo la idea de identificar «lo escolar» a «lo de la educación reglada por el Estado»?] mis padres nos llevasen a mi hermano y a mí a la reja de la estación de tren. A menudo había que esperar un buen rato para ver un Sin parada: algún Talgo o, con mucha suerte, uno de esos larguísimos y muy ruidosos trenes de mercancías. El resto eran los aburridos y ordinarios Cercanías que, no obstante, a partir de un jueves de Marzo del año 2004 adquirieron, en mi pueril conciencia, una imagen terrorífica y monstruosa. Pero ésa es otra historia.

Los patos del lago del Retiro, en Madrid

El otro, quizás una de las más entrañables –y hoy más denostadas– actividades «que se hacen con los abuelos» era, claro, echar pan a los patos. Hoy en día no se debe, claro: primero, porque matamos a los patos si les damos pan; y, segundo, porque los niños matan a sus abuelos si van a verles sin mascarilla y sin quinientas diecisiete dosis y media de vacunas (cada niño y cada abuelo). Y yo añadiría, tercero, porque aunque utilizar el pan duro para alimentar a cuatro ocas, dos palomas y tres patos de los que pululan en el Estanque del Retiro (y que son más recios y más madrileños que cualquier concejal ecologista habido y por haber) es una manera de reciclar que no está contemplada en el Libro Rojo de la Agenda 2030. Tenemos que respetar el planeta y reducir nuestros residuos pero a su manera: matando abuelos y niños y dejando de comer pan, no llevando a unos y a otros a echar mendrugos de pan duro a la fauna urbana.

En qué momento echar pan a los patos se convirtió en un acto subversivo, no lo sé. Forma parte de la ya larga lista de cosas que nuestros abuelos hacían con total tranquilidad de conciencia y nuestros padres han dejado de hacer, con más miedo que vergüenza y que nosotros nos vemos en la rara coyuntura de tener que reivindicar, como fumar, ir a Misa y llevar abrigos de pieles. Ya hablaremos, también, de esto.

Se me objetará, quizá, que para echar pan a los patos hay que comprar pan; pero en cualquier hogar normal se compra pan. Vamos, digo yo. Y si no, quizá todavía se pueda encontrar alguna humilde pordiosera, como la que se sentaba en las escaleras de la Catedral de San Pablo cuya existencia parecía conocer, preternaturalmente, Mary Poppins. Una bolsita de migas de pan para las palomas por dos peniques no es un dispendio que pueda hacer caer el pasatiempo en la categoría de hobby. Ni mucho menos. Además, constituiría un acto de caridad y la caridad se opone, casi por naturaleza, al hobby (el que practica un hobby piensa, ante todo, en sí mismo y en la satisfacción de su propia singularidad, mientras que la caridad no busca su propio interés etc.).

No, a los ecólogos profesionales y a los catedráticos de reciclaje no les gusta que utilicemos las cosas viejas como se ha hecho toda la vida: prefieren que compremos cosas nuevas, caras y, seguramente, muy contaminantes, también. La famosa economía circular es, ante todo, una economía que circula.

Pero la verdadera ecología no consiste en dejar de comprar zapatillas de running cosidas por niños esclavos de Bangladesh, para adquirir, en su lugar, unas zapatillas eco de fibra de bambú hechas a mano en Finlandia (con bambú importado de China, donde habrá sido recolectado por niños esclavos de Bangladesh). La verdadera ecología quizá consista en eso que siempre han hecho nuestros antepasados: tirar las menos cosas posibles, porque con ellas se pueden hacer otras cosas. Quizá menos nobles, como limpiar los cristales con periódicos viejos, que es en sí menos noble que leerlos; pero, a veces, quizá mucho más, como utilizar el pan duro para preparar algunos de los más exquisitos manjares de la gastronomía española, como son las migas y la serradura. Y probablemente a nuestras Margaritas se les ocurran muchas más.

Ahórrese el carísimo (e insanísimo) pan de sándwich, que no se pone duro ni se deja desmigar. Sea antimoderno y anticapitalista sin maltratar por ello la Creación: «¡Compre, compre migas de pan!».

G. García Vao