Quizás no pueda, después de todo, evitar ser un hijo de mi tiempo y ya ven que los juegos de palabras, para mi vergüenza, me salen a veces en inglés: la nueva Ley para la igualdad efectiva de las personas transgénicas etc. es una basura. Es una basura moral, aunque eso ya lo saben. Es una basura filosófica, aunque eso ya lo saben. Y, además, es una basura jurídica. Y eso, aunque tal vez no sea lo más grave, si nos atenemos a la consideración de la ley en cuanto ley, es decir, como freno y guía de la conducta de los ciudadanos, sí que es lo más grave si consideramos la ley en cuanto ser que, por su propia naturaleza, posee una tendencia innata a mantenerse en la existencia. Dicho con otras palabras: la Ley Trans lleva en su articulado las semillas de su propia muerte. Ninguna ley, de las que nos vomitan las conquistas de cintura para abajo del posmoderno progresismo tiene más posibilidades de morir de éxito.
Por eso no vamos a hablar de hombres y mujeres, de naturaleza humana, de moral ni de teología. No necesitamos el Magisterio de la Iglesia para demostrar que la Ley Trans es un disparate integral.
Para comenzar, aristotélicamente, por las primeras cosas: una ley, toda ley, es, en cuanto a su causa material, un conjunto de palabras a las que se supone una significación concreta, precisa y capaz de vehicular una serie de derechos y obligaciones que se otorgan o que se imponen a los ciudadanos. Toda ley es un texto y todo texto lo es en la medida en que es inteligible. Y todo texto merece tanto mayor respeto cuanto más inteligible es.
Podemos permitirnos, insisto, el lujo de hacer abstracción de la moral. Es más, podemos permitirnos incluso el lujo de no citar autoridades rancio-escolásticas, porque la Ley Trash no es una disposición normativa que haría llorar a Santo Tomás: es un pretexto ideológico de ínfima calidad que pondría del hígado a Kant y a Marx. Pero no voy a citar a ninguno de los tres, porque el Gobierno de Sánchez no se merece, ni siquiera, estar a la altura intelectual del materialismo histórico.
Cuando Oscar Wilde, que era aberrosexualista, pero no imbécil (es decir, que hoy lo seguiría siendo, pero ni contraería «matrimonio» homosexual ni votaría al PSOE) fue llevado a juicio por inmoralidad, se presentó, como prueba de sus reprensibles escarceos con el hijo de un marqués (que era, en realidad, todo y solo el problema), una carta dirigida por aquél al que muy pronto sería el genial autor de la Balada de la cárcel de Reading y De profundis:
«—¿Reconoce Vd. que esta carta posee un contenido inmoral y censurable?
—Peor que eso –respondió con gracia y salero el dramaturgo— está mal escrita».
La estética e incluso la mala sintaxis, insisto, no son un argumento moral. Un cuadro puede ser feo y no ser inmoral y un cuadro puede ser una obra de arte perfectamente inmoral. No soy un esteta, así que no estoy dispuesto a perdonar la inmoralidad en el arte so pretexto de arte. Pero tampoco soy un batracio de aguamanil y tampoco me parece correcto excusar una escultura piadosísima pero horrible. Porque creo que hay más lazos de los que saltan a la vista entre belleza y virtud.
Otra de las genialidades, que a menudo pasa perfectamente desapercibida al lector extranjero del autor de Salomé, son sus insuperables juegos de palabras, como los que constituyen toda la trama y el enredo de La importancia de llamarse Ernesto[1] y El abanico de lady Windermere: esta última se olvida imprudentemente un abanico (fan) en casa de un caballero que la corteja (fan, también). Hay que ser bastante inteligente y tener un gran manejo de la propia lengua para hacer juegos de palabras. Cuando esas cualidades no se dan en el sujeto que emplea expresiones ambiguas y confusas en un texto de su factura, no estamos ante un juego de palabras, recurso, por demás, literario, admisible en piezas dramáticas, si bien no en textos legales, sino ante un simple y vulgar equívoco: ya por la maldad y la deliberada voluntad de confundir y de engañar en el autor (que presupone, a su vez, una cierta inteligencia de los múltiples significados del vocablo equívoco en cuestión), ya por la ignorancia crasa y supina del legislador.
No sé si los responsables de la Ley Trash son malos, imbéciles o ambas cosas, pero sí estoy cierto de dos: Una, la Ley, en sí misma, es un inmenso equívoco, amén de contener uno por cada parágrafo, al menos. Y, dos, no tienen, ni siquiera, el ingenio de Oscar Wilde. Así que no se trata de juegos de palabras fuera de lugar, de eso podemos estar seguros.
La Ley, basta un somero análisis, no es sólo lingüísticamente deplorable, como casi todas las excursiones, ya orales, ya escritas, que salen de las cavernas del Ministerio de Irene Montero. Es, además, una ley perfectamente irrazonable: ¿contraria a la recta razón aristotélico-tomista? ¿Contraria a la razón divinamente iluminada de la teología y de la moral? Sin duda. No es asunto nuestro, no somos teólogos. Ni filósofos.
La Ley Trans es un atentado contra tres razones que, en circunstancias normales, no me apetecería nada defender. Y que no voy a defender, en realidad, más que para mostrar hasta qué punto la Posmodernidad está en contradicción consigo misma. Con esta Ley se inaugura una nueva etapa de sinrazón universal, contra la razón feminista, la razón del Estado y contra la razón jurídica. ¿Por qué? Porque dinamita el primer principio de todo razonamiento, principio per se notum, inmediatamente aprehendido por la inteligencia, tan evidente que no admite demostración, en fin, el viejo y confiable: es imposible que una misma cosa se dé y no se dé al mismo tiempo en el mismo sujeto y en el mismo sentido.
Vamos a ver por qué.
Continuará.
[1] Léase La importancia de llamarse Teresa de Jesús.
G. García-Vao
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