¡Yo soy la Tradición!

Benedicto XVI. Getty Images. AFP/V. Pinto.

Pertenezco a esa categoría de personas que ha vivido los tiempos oscuros del más rancio Ultracatolicismo, bajo el férreo yugo de Benedicto XVI. Porque les aseguro que, en el imaginario colectivo, Ratzinger va a pasar a la Historia de la Iglesia como el Pilar Inconmovible del Tomismo; como las Murallas Teodosianas de la Tradición; como la Guardia Pretoriana del Concilio de Calcedonia. No por nada fue apodado, en sus días como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe el «cardenal panzer». Claro que, a lo mejor ahí está la clave del asunto: a lo mejor Benedicto XVI es tan tradi para la Historia de la Iglesia como lo pueda ser un carro de combate de 1940 para la Historia de las Armas…

Como pertenezco a la categoría de personas arriba referida, cada vez que se critica o que se elogia en mi presencia el «tradicionalismo» del ex papa, me da así como un aire a lo Bianca Castafiore: Ah! Je ris…

Sí, me río. Y no es para menos, porque el hecho de que Benedicto XVI fuese, en ciertas cosas, más conservador que algunos de sus predecesores, no le convierte por eso mismo en tradicionalista. El pontificado de Benedicto XVI sí que fue, no obstante, «conservador», justo es reconocerlo, en el sentido propio, primero y auténtico de la expresión: los partidos autodenominados conservadores del s. XIX no pretendían, en modo alguno, la salvaguarda de las instituciones, usos y costumbres del llamado Antiguo Régimen, sino que pretendían conservar, precisamente, las conquistas de la(s) Revolución(es) liberal(es), avanzando todo lo despacio que fuese necesario para no enervar los espíritus de las gentes de bien. La dinámica conservadurismo-progresismo no ha cambiado, en su esencia, en lo más mínimo desde 1789: también hoy el PSOE aprueba toda una serie de leyes inicuas (aborto, gaymonio, más aborto, desviejamiento, etc.) y el PP (o VOX) hacen como que se enfadan durante unos cuantos años, para al final hacer como que se resignan, aunque desde el primer momento estaban ambos (o todos tres) a partir un piñón. Lo que demuestra el hecho de que la mayoría absoluta del conservador recalcitrante, tradicionalista impenitente, ultracatólico fervoroso Partido Popular en 2012 dio al traste con la redonda cifra de 0 de las inicuas leyes arriba mencionadas. El sistema político liberal sólo funciona, como explicaba muy bien Chesterton, cuando parece que hay dos partidos, que en realidad son uno solo.

Desde el 14 de Julio de la Iglesia Católica, sucede lo mismo: la tímida (por no decir inexistente) condena del comunismo por el Concilio Vaticano II fue denunciada, a su manera, por el infatigable luchador de la libertad que fue Wojtyla quien, una vez convertido en Juan Pablo II debió de pensar que los 90 ya no eran el momento adecuado para soflamas antimarxistas. Las aberraciones litúrgicas que plagaron y siguen plagando iglesias de todo el orbe católico son sistemáticamente denunciadas como supuestos abusos del Novus Ordo Missae desde Pablo VI hasta Francisco, sin que ninguno de ellos haya creído nunca oportuno atajar el asunto de la única manera sensata que puede atajarse, a saber: reconociendo que todos esos supuestos abusos forman parte de la plétora tendencialmente ilimitada de variaciones litúrgicas a gusto del consumidor admitidas por ese mismo Novus Ordo. El circo multirreligioso de Asís (por no llamarlo el aberrante sacrilegio de Asís) del citado pontífice polaco, seguro que también hizo alzarse muchas voces de protesta en el seno de la Iglesia; voces que callaron, o que quizá entonaron las letanías, cuando la pública y cardenalicia veneración de la Pachamama Vaticana.

Pues sí, a Benedicto XVI parece que le tocó hacer el papel del PP (mutatis mutandis) en los enfangados acuíferos eclesiásticos. Y, como el PP, concitó iras, a mi parecer bastante injustas, por parte de las Izquierdas que le acusaban, como al PP, de poner siempre palos en las ruedas del Progreso. ¡No, almas cándidas! El PP y sus émulos (eclesiales o no), hacen avanzar la rueda del Progreso quizá con mayor lentitud pero, ciertamente, con mucha más seguridad, al persuadir a toda una muchedumbre de gentes de bien, enemigos declarados del Progreso, de que ellos van a detener la decadencia moral y espiritual de nuestra sociedad. Un votante del PP más no es un enemigo del PSOE más: es un demócrata más que no concibe ni por pienso que se puedan emplear otras armas contra los abortorios y las mezquitas que las urnas electorales. Un católico de orden, un conservador de Benedicto XVI, no es un enemigo del franciscanismo rampante más; es un contemporizador que no concibe ni por pienso que contra la debacle litúrgica reinante y el abandono total del ideal del Reinado Social de Nuestro Señor puedan emplearse armas como la Santa Misa de siempre, el rosario y el tomismo. Porque el católico de orden piensa que la Tradición comienza con Juan XXIII, con la misa de Pablo VI de 1969 y con los Principios no negociables de Benedicto. De la misma manera que el conservador cree que el orden social cristiano es el Régimen del 36…

Y no, con unos y otros liberales no le plantamos cara al liberalismo, seamos serios.

Emperador Palpatine

El PP ha cargado en España con el sambenito de hijo abortivo del tardofranquismo. Benedicto XVI, con el de parecerse, en lo físico y en los modos y maneras al Emperador Palpatine de La Guerra de las Galaxias. La comparación fue obsesiva para una parte de la izquierda durante algunos años y, sin embargo, yo no termino de sacarle el parecido (sobre todo en los modos y maneras) con el simpático villano de la conocida saga.

La historia es muy larga de resumir, así que me centro en el capítulo fundamental de su asalto (estrictamente democrático) al poder: Palpatine es elegido democráticamente Canciller Supremo de la República Galáctica (una Babilonia de proporciones siderales) en los albores de una guerra organizada en la sombra por él mismo que amenaza con desgarrar el frágil orden constitucional. Gracias a la inoperancia constitutiva del parlamento, el Canciller ha ido concentrando en su persona, por vía de poderes de emergencia, prácticamente todo el poder ejecutivo y legislativo, al punto que el Senado Galáctico (que Palpatine maneja a su antojo con una retórica dulce, reposada e inspiradora de total confianza), teórico depositario de la soberanía cada vez se parece más a una caterva de cortesanos paniaguados. Ésa es más o menos la situación al comienzo del filme La venganza de los sith. En un momento de esta película, la Orden Jedi (que viene a ser una mezcla de templarios cósmicos, por las trazas; de la Internacional Socialdemócrata, por los principios; y de los Cascos Azules de la ONU por su total desorganización interna) descubre –por fin- lo que el «malvado» Canciller se prepara a hacer, a saber: cambiar el nombre de su cargo de «Canciller» a «Emperador», por lo que deciden preparar un auténtico, verdadero, innegable y nunca formalmente reconocido golpe de Estado, consistente en arrestarle y someterle a una suerte de juicio de residencia en sede parlamentaria. Llegados a su despacho, se produce un interesante intercambio de fórmulas de cortesía que acaba con los golpistas amenazando al Canciller con  el citado impeachment ante el Senado:

«― ¡Yo soy el Senado!», responde con aplomo y no poca satisfacción Palpatine. El breve pero intenso final del tira y afloja verbal da paso a una épica lucha con espadas láser, cuyo desenlace es bien conocido.

Cardenales Burke y Sarah

A mí, ese momento y esa frase del Canciller-Emperador, a quien me recuerdan no es a Benedicto XVI, es al Guardián de la Tradición; a su sucesor, Francisco:

«―¡Santo Padre!– vociferarán quizás un día, irrumpiendo en la Casa Santa Marta los Jedi de la Orden Vaticanosegundista y Ratzingeriana, los Burke, Sarah y Schneider de este planeta― ¡Venimos a arrestarle por modernista, por progresista y por sus abusos litúrgicos! ¡Habrá de rendir cuentas ante la Tradición!».

«―¡Yo soy la Tradición!– responde el Santo Padre, acompañando las palabras con el gesto de sacar del escritorio el original de Traditionis custodes–».

La única pega es que el siguiente paso de la imaginaria escena vaticana no sería, como quizá cabría esperar, un digno combate con los respectivos báculos a guisa de espadas. Y es que la Santa Madre Iglesia ha perdido, también, el sentido de la épica…

G. García-Vao