Este año se cumple el cincuenta aniversario del estreno de la película El exorcista, dirigida por William Friedkin (que acaba de fallecer el pasado agosto). Está basada en la novela del escritor William Peter Blatty († 2017), quien impulsó su producción cinematográfica. Además elaboró el guion adaptado, cuyo decisivo influjo no deja de notarse en el tempo de la trama, que está conducido y ejecutado con maestría: una madre separada, laica, de vida corriente y acomodada en Washington D.C., despierta un día de finales de octubre de su letargo burgués al irrumpir de repente en su casa el inimaginable mundo de lo preternatural, que atrapa y aprisiona a su querida y única hija en forma de fenómenos imposibles, impensables, que no deberían producirse en una ciudad del mundo civilizado occidental. Ante la impotencia de la ciencia para descubrir qué le pasa a la niña, la mujer, desesperada, acude a un Sacerdote jesuita que le han recomendado, un erudito en psiquiatría que ha estudiado en «Harvard, Bellevue, Johns Hopkins», pero que está pasando por una crisis de fe y de identidad (auténtico espejo de muchos pobres Sacerdotes del recién iniciado postconcilio) que le sume en un estado general de escepticismo y abatimiento moral. Una vez obtenido el consentimiento del Arzobispado, es enviado a la casa un Sacerdote veterano para practicar el exorcismo, asistiéndole el jesuita en el ritual. Aunque en el transcurso del mismo fallecen por distintas particularidades los dos Sacerdotes, la niña finalmente queda salvada de su posesión demoníaca.
No obstante el carácter agnóstico del director, y liberal-«católico» del guionista –que se manifiestan en detalles argumentales y licencias estilísticas tocantes a la Iglesia, la posesión y el exorcismo–, pensamos que el resultado final logra el objetivo (si es que ésa era su finalidad intencionada) de al menos hacer reflexionar al espectador acerca de la existencia, no ya del mal en abstracto, sino de un ser maligno real y concreto –de ese mismo ser al que nos referimos al final del Padrenuestro cuando impetramos a Dios que «no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del malo», y que, en la época de la producción del filme, había caído bastante en el olvido–, así como del poder y gracia sobrenaturales que residen exclusivamente en la Iglesia para derrotarle y salvar a sus víctimas (es de destacar la escena, al final de la película, cuando la madre está hablando con un Sacerdote amigo, en que la niña liberada acude a abrazarle en signo de agradecimiento). Por lo demás, no hay mejor prueba del antedicho logro que el hecho de que aún hoy día los críticos de propensión anticatólica sigan denigrándola como una simple «película de terror» mientras sueltan una carcajada nerviosa. No son tontos; saben que, si el diablo existe, entonces no sería muy difícil reconocer también la existencia tanto de un Dios remunerador (Heb 11, 6) del que nadie se burla (Gal 6, 7), como del Infierno.
Un tema que sólo es tocado de manera periférica en la cinta –y que aparece encarnado, como dijimos, en la figura del Padre jesuita– es el de la crisis eclesial del postconcilio. Más explícito resulta en este asunto el poeta carlista peruano José Pancorvo († 2016) en su novela Demonios del Pacífico Sur (2013), en donde se relata la incapacidad de los Sacerdotes del Novus Ordo de poder liberar con el nuevo ritual de exorcismos a otra niña poseída, hasta que al fin lo consigue un Sacerdote chileno católico tradicional que se sirve del viejo rito. Es verdad que ciertos demonios no pueden ser expulsados sino con oración y ayuno, como advertía N. S. Jesucristo (Mt 17, 21); pero ciertamente no ayuda mucho la supresión postconciliar de las tradicionales órdenes menores, de la cual la tercera, en orden ascendente, era la del Exorcista, encargado de administrar el bendito sacramental del exorcismo en la antigua gradación ministerial de la Iglesia.
Sin minusvalorar las posibilidades religioso-pedagógicas de una obra artística centrada en el contexto argumental de una posesión diabólica, pensamos que sería más interesante el tratamiento de la figura del demonio si nos remontáramos a sus orígenes. Que nosotros sepamos, sólo la Venerable María de Jesús de Ágreda ha dedicado unas páginas, en su Mística Ciudad de Dios, a describir con ortodoxo rigor y precisión (a diferencia de la herejía literaria, con frívola empatía inclusive, contenida en el poema El Paraíso perdido del puritano John Milton) el drama del origen y transformación de Lucifer en Satanás, y que son altamente instructivas para todo católico regenerado por el sacramento del bautismo (en cuyo rito tradicional se incluían, por cierto, tres exorcismos) como lección preventiva que contribuye, con la gracia de Dios, a cultivar la humildad y resguardarse de caer eventualmente en una emulación análoga a la del protopecador.
Félix M.ª Martín Antoniano
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