Menéndez Pelayo y la escuela apologética tradicionalista (III)

Hugues-Félicité Robert de La Mennais (1782-1854). Murió apóstata de la Fe verdadera, tras actualizar o llevar su sistema hasta sus últimas consecuencias, embrionariamente ocultas en su seno

La Revelación divina es necesaria para el fin sobrenatural de la salvación del hombre. Antes de Moisés, el hombre se regía en sus relaciones con Dios por la sola ley natural. La Revelación propiamente dicha, y cuyo depósito se custodia sin tacha, comenzó con Moisés y fue continuada por medio de los demás Profetas en el seno del antiguo Israel, hasta llegar a la nueva y última Revelación dada por el mismísimo Dios en Su 2ª Persona, que abolió (salvo los naturales) todos los preceptos de la Ley antigua (de mero carácter preparatorio), e inauguró la definitiva Ley de la Gracia. Con la muerte del Apóstol S. Juan terminó la Revelación, y la Iglesia Católica (nuevo único Israel) custodia con su Magisterio infalible todas las verdades contenidas en las dos fuentes (próximas) de la Revelación: las Sagradas Escrituras y la Tradición apostólica no escrita. ¿Qué tiene que ver todo esto con la presunta existencia de una «revelación primitiva», supuestamente transmitida a través de los siglos en todas las culturas de la humanidad? Jesucristo y sus Apóstoles no se dedicaron a «revelar sin fallo» unas pretensas antiguas «verdades» que habría transmitido Dios en el origen de los tiempos, surgiendo así una «tradición primitiva» que se «demostraría» por el mero hecho de una generalizada profesión de algunas verdades no inaccesibles de suyo a la razón en todos los pueblos del mundo (¿es que no pudieron llegar a ellas por la simple razón natural, sin imaginar la hipótesis de una tradición oral por la palabra?), aunque mezcladas con otros errores o deformadas por el paso de los siglos. Es posible que ciertos autores de la escuela tradicionalista tuvieran en su origen una subjetiva sincera intención apologética en pro del Altar y el Trono contra los ataques del racionalismo materialista dieciochesco, pero, a diferencia de sus contrincantes, no podían haber ideado un sistema objetivamente más apto para destruir en sus bases, no ya sólo la Monarquía legítima, sino la vera Religión, y así se vio una vez que se actualizaron a medio-largo plazo las consecuencias revolucionarias que en germen albergaban en su fondo, escondidas bajo un aparente manto o velo superficial y externo «contrarrevolucionario».

Menéndez Pelayo no se queda sólo en la denuncia de los presupuestos filosófico-misticistas de esta escuela –a lo cual poco tendríamos que objetar–, sino que pretende trazarle también una paternidad ideológica sobre determinadas figuras o realidades sociopolíticas domésticas –a lo cual sí que habría que contestar algo–. El erudito santanderino sintetiza su pensamiento en el Prólogo a la 3ª edición de los Ensayos de José M.ª Quadrado (Tomo 1, 1893): «Si la cultura de los liberales adolecía de exótica y superficial, la de los partidarios del antiguo régimen [= los carlistas] había llegado a tal extremo de penuria, que en nada y para nada recordaba la gloriosa ciencia española de otras edades, ni podía aspirar por ningún título a ser continuadora suya. Todavía a principios del siglo se conservaban, especialmente en las órdenes religiosas y en el seno de algunas universidades, tradiciones [intelectuales] venerables, aunque por lo común de puro escolasticismo; y en tal escuela se formaron algunos notables apologistas, férreos en el estilo, pero sólidos en la doctrina, superior con mucho en elevación metafísica a la filosofía carnal y plebeya del siglo XVIII, única que ellos tenían enfrente. Así lograron y merecen aplauso y buena memoria el sevillano P. Alvarado [= el Filósofo Rancio], el valenciano P. Vidal, el mallorquín P. Puigserver, y otros que aquí se omiten. Pero su obra resultó estéril en gran parte, así por la sujeción demasiado nimia que mostraron al procedimiento escolástico, sin hacerse cargo de la diferencia de tiempos y lectores, cuanto por la intransigencia de que hicieron alarde respecto de toda otra filosofía, condenando de plano todo género de innovaciones buenas o malas, hasta en la enseñanza de las ciencias físicas. Y como al propio tiempo su estilo, que por lo común era inculto, desaseado y macarrónico, no convidase a tal lección a los hombres de buen gusto, este escolasticismo póstumo no solamente no sirvió para convencer a los liberales, sino que entre los realistas mismos hizo pocos prosélitos; siendo sustituido pronto, y sin ninguna ventaja de la cultura nacional, por traducciones atropelladas de aquellos elocuentes y peligrosos apologistas neocatólicos del tiempo de la Restauración francesa, Chateaubriand, De Maistre, Bonald, Lamennais (en su primera época). Tal fue la más asidua lectura del clero español y de los legos piadosos en los últimos años del reinado de Fernando VII; y por este camino la devoción española vino a saturarse muy pronto de sentimentalismo poético, de tradicionalismo filosófico, de simbolismo teosófico, de absolutismo teocrático, de legitimismo feudal y andantesco [?] y de otra porción de ingredientes de la cocina francesa, que mal podían avenirse con nuestro modo de ser llano y castizo».

La legitimidad infringida y proscrita por la Revolución, determina, sin duda, la lucha jurídica contrarrevolucionaria de todo católico español a quien –por este motivo– bien puede considerársele un «tío legal»; si a esto se le quiere adjetivar de «feudal y andantesco», no se me ocurre otra interpretación que la de pretender calificar a un requeté de «caballero cristiano». Sería suponer mucha cortesía en un anticarlista.

Félix M.ª Martín Antoniano