Menéndez Pelayo y la escuela apologética tradicionalista (II)

Louis Gabriel Ambroise de Bonald (1754-1840)

En segundo lugar, y como corolario de lo anteriormente dicho, no tiene sentido que Menéndez Pelayo excluya a Joseph de Maistre de la categoría de «tradicionalista». De hecho, si hay alguien, entre todos los autores de esa escuela, que se ha destacado por la defensa de una revelación y tradición primitiva, ha sido precisamente este conspicuo masón iluminista. Para confirmar esta filiación tradicionalista, bastaría con acudir de nuevo al historiador pidalista y, en concreto, a los pasajes de su Historia de los Heterodoxos (Tomo III, 1881) referentes al Conde. Aquí ya no le distingue de los otros miembros del movimiento: «En Francia, el menoscabo y ruina de los estudios serios había sido tal, que los mismos apologistas se resintieron de él en gran manera: no sólo Chateubriand, con su catolicismo estético y de buen tono, tan mezclado de liga sentimental y aun sensual, sino el mismo José de Maistre, escritor poderosísimo entre los más elocuentes de este siglo, impugnador vigoroso y contundente del error, pero débil en la exposición de su propia filosofía, como quien tiene tendencias o impulsos, más bien que ideas claras y definidas; admirable cuando destroza a Bacon, a Locke y a Voltaire, y en ellos el espíritu del siglo XVIII; pero no tan admirable ni tan original en sus consideraciones sobre la Revolución francesa o en las teorías de la expiación, calcadas sobre las del teósofo Saint-Martin.

La escuela tradicionalista, que en su tiempo hizo buenos servicios a la Iglesia [?], y cuyo más eximio representante fue Bonald, nació con resabios de sensualismo, y erigió en dogma la impotencia de la razón, y el propagarse mecánico de las ideas por medio de la palabra. La tradición divina o humana fue para Bonald el principio de los conocimientos. El consentimiento común fue para Lamennais el criterio de la verdad». No es baladí la enunciación de esta dependencia o influencia martinista en la forja del pensamiento tradicionalista del Conde, y así lo subraya otra vez Menéndez Pelayo en la misma obra: «No serán peregrinos para quien quiera que haya estudiado con atención el movimiento filosófico de las primeras décadas de este siglo, y la especie de reacción antisensualista que en Francia se produjo, para venir a engendrar de una parte el espiritualismo ecléctico, y de otra el tradicionalismo católico [sic], el nombre y los escritos del teósofo Claudio de Saint-Martin, comúnmente llamado el filósofo desconocido, en cuyos escritos, de nebuloso y aéreo misticismo, se hallan los gérmenes de ciertas ideas sobre la revolución francesa y su ley providencial, sobre la culpa y la expiación, y sobre los sacrificios, que poco después fueron desarrolladas con elocuencia de fuego y difundidas de gente en gente por el regio espíritu de José de Maistre». Y califica poco después a Saint-Martin de «precursor de De Maistre en las Consideraciones filosóficas y religiosas sobre la revolución francesa». No hace falta recordar aquí los textos del Conde acerca de una «religión originaria» –según él, la «religión verdadera»– con la cual estaría enlazada y vinculada la Religión católica.

A este iluminismo «cristiano» de Joseph de Maistre ya le dedicamos unos artículos. Aquí nos interesa sólo destacar de nuevo que el publicista saboyano no difería de sus otros colegas de escuela en la defensa del mito de una «revelación primitiva» que se habría transmitido por tradición oral o de palabra entre los hombres a lo largo de los siglos, consistiendo la Religión católica en una simple recuperación de ese conjunto de «verdades» primitivas que solamente habían podido conservarse de manera imperfecta o deformada en las demás «religiones» o «tradiciones culturales» de la humanidad. Que este mito sea aprovechado, además, para la formulación de teorías epistemológicas como las de Bonald o Lamennais, es algo puramente accidental que no constituye una diferencia de importancia entre estos autores y el Conde de Maistre, como pretendía establecerla el polígrafo montañés. Lo grave de este mito, que conforma y determina a la escuela tradicionalista, se encuentra, como ya apuntábamos, en su potencial tergiversación y falseamiento naturalista de los dogmas de la Revelación y la Tradición de la Iglesia verdadera.

A este respecto, convendrá traer lo que dice la Constitución Dei Filius: «La misma Santa Madre Iglesia sostiene y enseña que Dios […] puede ser conocido con certeza por la luz natural de la razón humana partiendo de las cosas creadas […]; sin embargo, plugo a su sabiduría y bondad revelar al género humano por otro camino, y éste sobrenatural, a Sí mismo y los decretos eternos de su voluntad. […] A esta divina revelación hay ciertamente que atribuir que, aquello que en las cosas divinas no es de suyo inaccesible a la razón humana, pueda ser conocido por todos, aun en la condición presente del género humano, de modo fácil, con firme certeza y sin mezcla de error alguno. Sin embargo, no por ello ha de decirse que la Revelación sea absolutamente necesaria, sino porque Dios, por su infinita bondad, ordenó al hombre a un fin sobrenatural, es decir, a participar bienes divinos que sobrepujan totalmente la inteligencia de la mente humana. […] Ahora bien, esta Revelación sobrenatural, según la Fe de la Iglesia universal declarada por el santo Concilio de Trento, “se contiene en los Libros escritos y en las Tradiciones no escritas, que, recibidas por los Apóstoles de boca de Cristo mismo, o por los mismos Apóstoles bajo la inspiración del Espíritu Santo, transmitidas como de mano en mano, han llegado hasta nosotros”».

(Continuará)

Félix M.ª Martín Antoniano