Menéndez Pelayo y la escuela apologética tradicionalista (I)

Marcelino Menéndez y Pelayo (1856-1912). Retrato de José Moreno Carbonero, 1912

Uno de los últimos vestigios clericales, que todavía quedaba en el período fernandino, de aquella antaño corriente ilustrada-jansenista puesta de moda durante los reinados carolinos –y que, por lo demás, nunca pasó realmente de una exigua minoría, por mucho que quisieran abultarla o inflarla posteriormente los neocatólicos isabelinos o los liberal-«católicos» pidalino-alfonsinos en su descerebrada inquina destructiva contra los últimos Reyes del Régimen de Cristiandad prerrevolucionario–, a saber, el Arzobispo de Palmira D. Félix Amat, daba cuenta en su Octava Carta a Irénico (1823) de que «en Francia hay actualmente un formidable partido o coorte de ultramontanos, cuyos principales campeones son los distinguidos sabios Bonald, Lamennais y el Conde de Maistre».

No tendríamos ningún inconveniente en hacer uso de las descripciones y críticas de que se vale este Prelado jansenista-citramontanista (repercutidas también por su sobrino y Obispo de Astorga D. Félix Torres Amat, astilla del mismo palo) contra los postulados filosófico-tradicionalistas subyacentes a dicha naciente escuela, y que resultan de mucho valor y provecho. Sin embargo, nos serviremos del testimonio autorizado de un autor que pasa por poco sospechoso, como es el liberal-«católico» canovista Marcelino Menéndez Pelayo, el cual, en el Tomo VIII de su Historia de las ideas estéticas en España (21908), los presenta del siguiente modo: «A acelerar la ruina y el descrédito de la filosofía [materialista] del siglo XVIII y a restaurar el sentido espiritualista contribuyeron, por su lado, aun no siendo filósofos de profesión, aquellos elocuentes apologistas católicos que solemos confundir bajo el nombre de tradicionalistas, por más que no todos ellos profesaran, a lo menos en términos expresos, el error tradicionalista, que consiste en negar las fuerzas naturales de la razón y suponer derivados todos los conocimientos de una tradición o revelación primitiva, transmitida por Dios juntamente con la palabra. Es evidente que el nombre de tradicionalistas sólo conviene en rigor a Bonald y a Lamennais en su primera época, no a José de Maistre, cuya tendencia en lo puramente filosófico es más idealista y un tanto platónica, y de todas suertes menos resabiada del espíritu sensualista del siglo pasado, al cual, sin quererlo, y por efecto de su educación primera, solían pagar tributo en la esfera ideológica los mismos que con más ardor y convicción le rechazaban en todos los demás órdenes del pensamiento y de la vida».

Es muy sugestiva esta última aseveración del polígrafo santanderino acerca de la inmersión objetiva de los tradicionalistas en el propio pensamiento filosófico racionalista (contra el que subjetivamente pretenderían enfrentarse). Pero nos queremos fijar en sus anteriores aserciones. En primer lugar, cuando caracteriza al tradicionalismo como un sistema negador de las fuerzas naturales de la razón, habría que precisar. Si nos estuviéramos refiriendo a las proposiciones que fueron obligados a suscribir, tanto el Sacerdote Louis Eugene Bautain por orden de su Obispo el 8 de Septiembre de 1840, como el teólogo Augustin Bonnetty por Decreto de la Sagrada Congregación del Índice de 11 de Junio de 1855, ciertamente no sería del todo exacto calificar de tradicionalista filosófico a Bonald, como bien veía L. E. Palacios cuando bautizaba su sistema como «platonismo empírico». La gnoseología bonaldiana se resume bien sirviéndonos de una de sus más luminosas metáforas: del mismo modo que un reactivo químico hace aparecer en una hoja el texto escrito con tinta simpática invisible, así también las ideas generales, morales y sociales innatas o ya existentes en nuestra mente se nos hacen conscientes en el entendimiento por obra de la palabra transmitida o «traditada».

Realmente es una diferencia de matiz, pues en la práctica da igual sostener o bien que, aquellas nociones que la Iglesia afirma que pueden adquirirse por razón natural (existencia de Dios, espiritualidad y libertad del alma racional), sólo pueden obtenerse mediante la Fe transmitida (Bautain, Bonnetty), o bien que la tradición de la palabra, aunque no es causa necesaria de estas concepciones, sí es condición necesaria para su «aparición» mental (Bonald). Esto desde el punto de vista de la teoría del conocimiento, porque si nos vamos a las repercusiones en el campo del dogma, la posición bonaldiana es infinitamente peor, pues supone la deformación de los genuinos conceptos de la Revelación y la Tradición de la Fe verdadera –como advierte Canals Vidal– «en un proceso inexpresado de inmanentización y naturalización de las mismas dimensiones sobrenaturales de la Religión». Se podría, así, distinguir entre un tradicionalismo filosófico stricto sensu, que sólo tiene implicaciones de carácter «fideísta» (que es el que ha merecido las intervenciones concretas del Magisterio), y otro tradicionalismo filosófico lato sensu, de nefastas consecuencias desvirtuadoras de la Religión verdadera, que, aunque no ha sido confrontado por la Iglesia de manera directa y expresa, sí lo ha sido implícitamente con la Constitución dogmática Dei Filius del C. Vaticano I.

Félix M.ª Martín Antoniano