A lo largo de la Historia de la Iglesia estuvo muy generalizada entre los Santos Padres, escolásticos y teólogos la opinión filosófica de la animación retardada –exceptuándose los casos especialísimos de N. S. Jesucristo y la Santísima Virgen– del fruto originado por la fecundación. Habría que esperar hasta aproximadamente mediados del siglo XX para que empezara a producirse un progresivo cambio en favor de la opinión de la animación en el mismo momento de la concepción. El teólogo Victorino Rodríguez O. P., en su obra Estudios de antropología teológica (1991), resumía aquella posición recordando que Santo Tomás sostenía «la hipótesis de que en los primeros días el embrión carecía de organización específicamente humana para ser informado por el alma racional»; que «admitió la hipótesis de que el embrión no adquiría organización humana hasta los […] cuarenta días»; y que «su tesis era que el cuerpo humano recibía alma humana, creada por Dios, y se constituía en persona en el momento en que presentase organización humana». También se pueden traer como compendio de esta doctrina corriente, las palabras de M.ª de Jesús de Ágreda en su Mística Ciudad de Dios: «para la formación y aumento de los […] cuerpos, son necesarios, por orden natural y común, muchos días para que se organicen y reciban la última disposición para infundirse en ellos el alma racional, y dicen que para los varones se requieren cuarenta y para las mujeres ochenta, poco más o menos, conforme al calor natural y disposición de las madres». Hay que subrayar a su vez que, en el Derecho Civil del régimen de Cristiandad –e incluso también, durante un buen tiempo, en el inválido antiderecho del sistema de Revolución que ha venido suplantándole hasta hoy–, el aborto, desde luego, siempre se ha considerado como un delito gravísimo. Así se manifiesta en el Corpus Iuris Civilis de la Monarquía Hispánica, donde encontramos las siete Leyes del Título 3 («De los que tollen a las muieres que non hayan parto»), del Libro 6, del Fuero Juzgo; y la Ley 8 («Como la muger preñada, que come o beue yeruas a sabiendas para echar la criatura, deue auer pena de omicida»), del Título 8, de la 7ª Partida.
En estos preceptos se prevé distinta pena según que el aborto tenga lugar antes o después de la animación. Santo Tomás, en sus Comentarios a las Sentencias de Pedro Lombardo (Lib. IV, d. 31, q. 2, a. 3, expos.), tras señalar que el uso de anticonceptivos es pecado menos grave que el de homicidio, añade que «tampoco se ha de juzgar [a la persona convicta] como irregular [irregularis], a menos que procure el aborto de un feto ya formado». La pena canónica de irregularidad inhabilita al culpable para recibir o ejercer las Sagradas Órdenes. Esta doctrina, que discrimina las penas según se atente contra el feto ya formado o aún no formado, es la que prevalecerá también en el Corpus Iuris Canonici así como en la legislación pontificia, si se exceptúan los 3 años en que estuvo en vigor la Constitución Effraenatam (28/10/1588) de Sixto V que igualaba penalmente el aborto al homicidio, volviendo su sucesor Gregorio XIV a la tipificación jurídica habitual con la Constitución Sedes Apostolica de 31/05/1591.
El Papa Pío IX, en su Bula Apostolicae Sedis moderationi de 12/10/1869, estableció el castigo de excomunión latae sententiae para toda clase de aborto, aunque no se pronunció sobre la pena de irregularidad. Finalmente, el Código de 1917, en su canon 2350, eliminó toda distinción penal: «Los que procuran el aborto, sin exceptuar a la madre, incurren, si el aborto se verifica, en excomunión latae sententiae reservada al Ordinario; y si son clérigos, deben además ser depuestos». Creemos que la razón que subyace a esta definitiva indiferenciación a efectos morales, y por ende también punitivos, la condensó perfectamente el afamado teólogo moral Antonio Royo Marín O. P. en su Teología moral para seglares (T. 1, 71996): «Sea cual fuere el momento en que se produzca la animación del feto humano, es un hecho indiscutible que se trata de una persona humana en acto o en potencia próxima, y, por consiguiente, con todos los derechos naturales inherentes a la misma, entre los que ocupa el primer lugar el derecho a la vida, o sea, el derecho a nacer».
Juicio bioético compartido por la Declaración sobre el aborto procurado emitida por la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe el 18/11/1974: «Esta declaración deja expresamente a un lado la cuestión del momento de la infusión del alma espiritual. No hay sobre este tema una tradición unánime, y los autores están todavía divididos. Si unos afirman que esto se hace en el primer instante vital, a otros place se haga no antes de la anidación. No le compete a la ciencia dirimir estas cuestiones, pues la existencia de un alma inmortal no pertenece a su campo. Es una cuestión propia de la Filosofía, de la que en modo alguno depende nuestra afirmación moral [contra todo aborto] por estas dos razones: 1) porque, aun suponiendo que la infusión del alma sobreviniere más tarde, ya hay en el feto una vida humana incipiente (como constata la ciencia biológica), que prepara y exige el alma por la cual se perfecciona la naturaleza recibida de los padres; 2) porque, con sólo que se juzgase probable esa infusión del alma [en la concepción] de que hablamos (y jamás se probará lo contrario), quitarle la vida sería lo mismo que comprometerse en el peligro de matar a un hombre, no sólo en expectativa, sino ya provisto enteramente de alma».
Félix M.ª Martín Antoniano
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