
Loli asistía a la clase de la Srta. Pintor. De la Srta. Pintor no sabemos mucho, pero sí lo esencial: «La Srta. Pintor se llamaba María y celebraba su santo el día 12 de Septiembre». Loli lo explicaba cada vez que hablaba de su profesora, con un cariño y una piedad filial absolutamente ejemplares; con una pizca de sorpresa, quizá, porque la marejada del posconcilio le había pasado un poco por encima. Había cosas que le parecían bien, otras que le parecían mal y otras, la mayoría, que no entendía en absoluto. Que una mujer que llamada María celebrase su onomástica cualquier otro día que no fuese el de la fiesta del Dulcísimo Nombre de María era una de ellas.
El colegio era de niñas, claro. Esto hoy puede parecer una locura y yo, como Loli, me mantendré prudentemente al margen de los debates. El colegio era de niñas, lo cual tiene muchas ventajas, por ejemplo, a la hora de orientar la liturgia y la espiritualidad: por supuesto que todos los cristianos deben amar por igual al Señor y a Su Santísima Madre y a todos Sus Santos. Pero no podemos celebrarlos todos con la misma solemnidad, ni hablar de todos, ni conocerlos a todos igual de bien. Y lo mismo —se me ocurre— las niñas se sentirán naturalmente más identificadas con una Santa Teresa y con una Santa Isabel de Hungría que con un San Luis; y los niños, tal vez, más con un San Fernando y un Padre Damián que con una Santa Ana. Aunque sólo sea porque, naturalmente –y, claro, sobrenaturalmente- las niñas pueden llegar a emular a las santas Reinas, madres y religiosas, pero no a los sacerdotes ni a los soldados de Cristo. Y a los niños les pasa justo al revés: que pueden llegar a ser grandes sacerdotes y grandes padres de familia, pero no monjas carmelitas. Esto último nunca me lo dijo Loli, porque ella pertenecía a una generación, dichosa ella, en la que no hacía falta recordar cada tanto las cosas que son evidentes.
Sin embargo, a veces sí que me hacía algunas confidencias políticamente incorrectas que eran también, en cierto modo, perogrulladas y que confesaba en el declinar de largas conversaciones de perezosas tardes estivales, como si temiese que de inmediato un inspector de la Policía fuese a llamar a la puerta: «Esto ahora no se puede decir, pero qué quieres que te diga: antes, con un policía en cada esquina, yo podía dejar a mis hijas bajar a jugar a la calle, e incluso al Retiro. Después, con la libertad y la democracia, ya no: había que elegir: o los drogadictos y los atentados de ETA o jugar en casa».
Una vez, Loli nunca se acordaba ni del año ni de la estación (¿y acaso tales detalles tienen importancia cuando se cuentan historias?), toda la escuela y toda la ciudad se vieron perturbadas por un acontecimiento extraordinario, que traía a la Villa y ex corte aires del Lejano Oriente: una delegación del Reino de Marruecos, con el Gran Visir a la cabeza, venía a presentar sus respetos a la máxima autoridad del Estado. Eran los años de esa extraña amistad de circunstancias hispano-marroquí; de la Guardia Mora y de la admiración que despertaba aún, entre quienes le recordaban al otro lado del Estrecho, un antiguo general africanista, de quien todos decían por allá que tenía Baraka…

La visita no era puramente diplomática: el Gran Visir y los demás dignatarios habían traído a sus familias consigo y mientras los mayores visitaban Ministerios, intercambiaban cartas credenciales y se cumplimentaban conforme a los añosos protocolos de El Pardo y de Rabat, la gente pequeña fue repartida en algunos de los más selectos colegios de Madrid para intercambios mucho menos alambicados y, quizá por eso, de los que dejan una impronta más marcada.
La jornada terminó, sin eventos académico-protocolarios reseñables. La crónica (es decir, Loli) me obliga a precisar en este punto que ella «nunca fue guapa, como su hermana mayor» y que era más bien tímida. Que pasaba generalmente desapercibida. Tanto mayor fue, pues, su sorpresa, con lo sucedido a continuación.
Como cada día, Loli se encaminó a la parada de Metro, repasando, esta vez, en lugar de las lecciones, los exóticos eventos de la jornada. Estando en estas razones, vio que por las escaleras bajaba, solo, en esta ocasión, sin la camarilla que le rodeaba en todo momento durante la visita al colegio, el más destacado de los visitantes que había recibido el colegio: nada menos que el hijo del Gran Visir. Loli (es decir, la crónica) calla el nombre de tan distinguido hijo de tan distinguido dignatario, pero deja entender que en su porte, en sus maneras y en su gallardía tenía algo de aquellos caudillos bereberes de antaño. El hijo del Gran Visir también gozaba de buena vista y enseguida se apercibió que en medio de la anónima masa de usuarios del transporte público madrileño se encontraba una cara conocida. No nos constan diálogos memorables, ni siquiera, sencillamente, diálogos: nos consta que el hijo del Gran Visir se acercó a Loli y con una muy respetuosa inclinación se ofreció a acompañarla durante el viaje. No contento con ello, decidió también saltarse su parada para acompañarla hasta la puerta de su casa, donde volvió a inclinarse, caballerosamente, a modo de despedida.
La historia se acababa aquí, con un epílogo poco prometedor: «Al día siguiente les tocaba visitar otro colegio, así que ya no tuve acompañante al volver a casa».
El día siguiente no fue memorable y, en consecuencia, no fue rememorado. Pero setenta años después, aquel viaje en Metro con el hijo del Gran Visir seguía siendo uno de los relatos que Loli contaba con más emoción.
Y es que resulta que la inmensa mayoría de las vidas no tienen, en sí, nada de extraordinario; tan sólo, a veces, algunos granos de sal, algunos acontecimientos inesperados que se nos quedan grabados durante décadas, mientras que parece que los acontecimientos verdaderamente extraordinarios –la perseverancia, el amor fiel a la rutina y a las pequeñas cosas— pasan generalmente desapercibidos. Nos corresponde a nosotros, a quienes vivimos y contamos esas vidas, transmitir su recuerdo uniendo, tal vez, piadosamente a cada historia una oración. Pues, como dice George Eliot, «y que ahora las cosas no nos vayan tan mal como podrían irnos, se debe en gran parte a los muchos que vivieron fielmente una vida discreta y que descansan en tumbas que nadie visita».
Guadalupe Cordero, Margaritas Hispánicas