En Madrid hay una calle y en la calle, un callejón; y en el callejón, una chocolatería. No es un poema, es casi una línea publicitaria. La calle, el pasadizo (o callejón) y la chocolatería –cuya importancia acabamos de recordar en un reciente artículo− se llaman de San Ginés. En Madrid se dice del corto de miras que tiene menos vista que el pasadizo de San Ginés. O quizá sólo lo diga una zarzuela que yo he convertido en lugar común: la frase ha hecho sonreír a menudo a muchos de mis conocidos; quizá por ser madrileñismo o quizá porque la uso a menudo, tan frecuentemente me cruzo con miopes mentales en mi día a día.
En cierta ocasión se me hizo notar –por parte de una persona hispanohablante y declaradamente católica− que «los villancicos españoles no tienen ningún sentido: peces que beben y burras que llevan chocolate al Portal de Belén». Desgraciadamente, como mi escaso ingenio es, además, de efecto retardado, no pude responder entonces lo que ahora habría respondido: «Puede ser, pero me reconocerás que Hacia Belén va un arqueólogo, además de una simpleza, es perfectamente anti-poético».
La verdad es que el comentario no me dejó indiferente. Sigo, hoy, sin comprender cómo alguien que es católico puede tomarse la libertad de considerar que un pez que bebe es algo inverosímil. Vamos a poner las cosas en claro:
En Navidad, o sea, pasado mañana, los católicos celebramos la Encarnación del Hijo de Dios. Dejando a un lado las infinitas chorradas que numerosos eclesiásticos modernistas (que no tienen ya la fe, si es que alguna vez la han tenido), que intentarán explicarles que el Evangelio es un mito, un relato embellecido por los primeros cristianos de su «experiencia común» o de la «aventura que vivieron junto a Jesús», lo que realmente celebramos los católicos en Navidad es que Dios se hace Hombre. O sea, que DIOS, se hace hombre. O sea, que el Ser Omnipotente, Eterno, Eternamente Feliz en la contemplación eterna de Su propia Perfección, no contento con crear de la nada el Cielo y la Tierra, no contento con no aniquilar a la ingratísima raza humana tras el pecado original, no contento con haberle dado Su Ley a Moisés, quiso tomar la forma de un simple hombre, nacer de una mujer, vivir treinta años en el más absoluto silencio y el más miserable de los olvidos para, finalmente, sufrir la más atroz y humillante de las muertes que jamás ha conocido el mundo para salvar a esa misma (siempre igual de ingratísima) estirpe humana. Recapitulo: el Infinito que se hace finito; el Ilimitado y Eterno que se hace pequeño y mortal; el Omnipotente que se hace bebé.
Que la aburridísima coalición de los ateos (tanto más aburrida cuanto que no puede cantar villancicos) me recrimine, si se atreve, que cante sobre unos peces que beben, porque me recrimine también que celebre el natalicio de un Dios-Bebé. Pero que el católico preste el asentimiento de su razón a los dogmas de la doble naturaleza de Cristo y de la Maternidad Divina de la Santísima Virgen y me venga con objeciones etológicas e históricas a la manera en que celebramos un tal trastorno del universo, me parece de muy mala fe.
Por supuesto no pretendo decir con esto que una y otra cosa pertenezcan a la categoría de proposiciones que todo católico debe, para seguir siéndolo, creer firmemente. Por supuesto que no hubo ninguna burra que llevara chocolate a Belén ni hubo peces que bebieran las aguas del Jordán; tampoco Santa Teresa andaba por allí con sus carmelitas y, sin embargo, bien pudo cantar aquello (que cantamos también nosotros, siendo menos antiguos y menos carmelitas que ella) de «Vamos todas juntas a ver al Mesías/ pues vemos cumplidas ya las profecías…». Sólo digo que todas esas cosas podrían haber sido, si Dios lo hubiese querido así (teresiano estoy, teresiano persevero: «Gil, que es Dios Omnipotente»). Y que, en cierto modo, son así: las unas, sin duda, según las apariencias (los peces, a veces, boquean y parece que estén bebiendo, por ejemplo. Y por supuesto que brincan y bailan); las otras, andado el tiempo. Porque aunque Santa Teresa no fuese a Belén de Tierra Santa a ver al Mesías, por supuesto que iba cada Navidad al Portal (exactamente igual que las muñecas de Famosa) a adorar al Niño Jesús, como iremos todos nosotros durante estas Navidades, desde que el Niño Dios haga su aparición en el nacimiento de nuestra parroquia durante la Misa del Gallo. Si no, ¿de dónde aquellos versos de San Juan de la Cruz que, dicen, compuso precisamente una noche de Navidad, cuando tomó al pequeño Jesús en sus brazos para darlo a besar a sus hermanos: «Mi dulce y tierno Jesús/ si amores me han de matar/ ahora tienen lugar»?
Muchos autodenominados católicos son, en realidad, agnósticos practicantes: sólo creen aquello que les parece razonable creer, dentro del elenco de los dogmas que la Iglesia (so pena de herejía), nos propone: «La Encarnación, sí, pero la Redención por la Cruz, ya tal…» (¿Para qué la Encarnación, pues?); «El Cielo, sí, pero el Infierno…» (Si puedo ir al Cielo siendo un capullo integral, o sacrificando cabras a Kali, ¿para qué ser católico, con lo difícil que es?). Pero bueno, estos, por definición, no son católicos.
Otros sí lo son, pues creen firmemente todos los dogmas de la Santa Iglesia. Y ya. Son católicos tristones, generalmente muy faltos de esperanza, que no creen para nada en los milagros, muy poco en la Providencia y poquísimo en la acción cotidiana de la gracia sobre los hombres. Son los que creen que el mundo no tiene arreglo y que las maldades de los hombres son inevitables; los que no son conscientes de que Dios es el Amo de la Historia y que podría, si quisiera, restaurar mañana mismo la Monarquía Católica y poner a su frente a una Isabel la Católica rediviva e inmortal. No lo va a hacer, claro, porque es absurdo, pero podría hacerlo. Podría, también, si quisiera, acabar con la guerra de Ucrania; e, incluso, podría convertir a Pedro Sánchez. Podría, si quisiera, hacer de Pedro Sánchez el mejor y más santo de los católicos. No conviene olvidarlo, porque ello nos hará pensar, a su vez, que si nosotros somos algo menos pecadores es porque Él nos ha dado la gracia para serlo.
Los hay desde los comienzos de la Iglesia, y son los mismos que, cuando Hernán Cortés envió sus primeras Cartas de relación, explicando que en lo que sería la Nueva España existía ya una pujante civilización que, lejos de creer siquiera en un dios único, poseía un variopinto panteón sediento de sangre humana, se dijo que sería absolutamente imposible atraer a la Santa Fe a semejantes salvajes.
Dios, en Su infinita Sabiduría, sabe hacer cosas que, aunque no son de fide catholica revelata, no se pueden negar sin mala fe. Por singular intervención de Su Santísima Madre, que se dignó aparecer en el País del Chocolate (que no es Bélgica, ni Suiza, sino México, por razones obvias), resulta que todo un Nuevo Mundo fue atraído al redil de la Iglesia en un tiempo relativamente corto y con una eficacia cuyo mejor testimonio es el odio encarnizado que le profesan todos los protestantes, ateos y masones de este mundo.
A lo mejor el villancico arriba mencionado estaba pensando en Nuestra Señora de Guadalupe y, a lo mejor, la burra bajaba de Pátzcuaro a Veracruz:
Hacia Belén va Juan Diego, cargado de chocolate…
Quizá el extraño vínculo de Navidad y chocolate sea exactamente ése: recordarnos que nadie nunca hizo lo que las Españas hicieron por la Santa Fe. O, mejor dicho, lo que Dios hizo por la Santa Fe a través de España. El chocolate es riquísimo, pero no es nada comparado con las dulzuras del Cielo. Pero, para aquí abajo, ya está bastante bien; una pequeña recompensa temporal, como si Dios les dijera a los españoles de todos los tiempos: «Hijos míos, el oro y la plata los perderéis (y es bueno que así sea); pero siempre tendréis el chocolate, como un dulce testimonio de que las armas españolas surcaron los océanos, ondeando en los mástiles de sus navíos y que ese sol que no se ponía en el Imperio, brillaba con la luz de la Cruz».
Mañana, los listos criticarán los villancicos inverosímiles. Los tontos, los cantaremos. Los sabios, sin duda, brindarán con chocolate por el Rey y por el Rey de Reyes.
G. García Vao