De Madrid al cielo

Real Monasterio de la Encarnación. Madrid.

Cuando el Hijo del hombre regrese a la Tierra, ¿hallará aún algo de fe? Y, cuando el Rey de España vuelva a su corte de Madrid, ¿qué hallará? Me he preguntado muchas veces, poco apto como soy para las cuestiones altamente especulativas, qué pasará con el Madrid de nuestros días cuando D. Sixto entre triunfalmente en la Villa y excorte. Porque Madrid –y me tomo estas libertades porque soy madrileño– no tiene el carácter de una gran capital, ni el talento dramático para albergar grandes acontecimientos históricos. Madrid es un pueblo grande que, en un momento dado, se encontró en una posición geográficamente ventajosa (y esto es, por cierto, bastante discutible, también) para ser erigida en capital de un inmenso imperio sin que los aires que hinchaban las velas de las naos aragonesas y de los galeones novohispanos se le subiesen a la cabeza.

Cuando uno visita, por ejemplo, París, si es capaz de sobreponerse al singular talento de los parisinos para hacer de todo atisbo de hospitalidad un crimen de lesa humanidad, se da cuenta de que es una ciudad concebida, en todos sus detalles, para aparentar y para impresionar. París es una ciudad que se sabe y se quiere capital: que quiere mostrar al visitante la Grandeur de Francia, con sus inmensas avenidas, sus plazas monumentales, sus palacios interminables, su río majestuoso, sus edificios absurdos que sólo tienen por objeto despertar emociones fuertes (se la ame o se la odie, la Torre famosa da siempre que hablar). París parece gritar a los cuatro puntos cardinales: «¡Venid y admiradme! Soy la Ciudad de la Ilustración, de la Libertad y de la Civilización. He sido hecha para ser la capital del mundo!». Es, en suma, la capital de los franceses.

Londres, sin embargo, con ser una ciudad monumental, es una ciudad enteramente incómoda. Hecha un poco a pedazos, sin un plan aparente y que siempre me ha transmitido la impresión de estar pensada para vivir en ella, no para ser admirada. Sus calles estrechas, su aire melancólico y su aparente cosmopolitismo (que sólo es una mezcla de cosas, muy heteróclitas, sí, pero pasadas todas por el tamiz británico), parecen, a su vez, decir, en tono bajo pero firme: «Sí, es aquí: la capital del Imperio. Vedla, pero vedla rápido. No os entretengáis demasiado por aquí, para no perturbar la santa paz de estas Islas. Ya iremos nosotros a civilizaros, si experimentamos la necesidad de hacerlo». Es, en suma, la capital de los ingleses.

Los separatistas catalanes, entre todas las tonterías sin fundamento que son capaces de decir, dicen algunas medias verdades: cuando espumarajean de rabia contra el atraso y el conservadurismo de Madrid, contraponiéndolo al carácter moderno, europeo y chic de Barcelona, no están enteramente faltos de razón. Cataluña, siempre que no se ha querido española, se ha pretendido francesa –y quizás sea ése el motivo más fundamental de la tragedia existencial de los catalanes– y Barcelona es, en algunos aspectos, más capitalina, por más cosmopolita, por copia casticista de París, que Madrid.

Porque Madrid, también en ciertos aspectos, no ha dejado nunca de ser el coto de caza de Enrique IV en el que un día la corte vino a asentarse definitivamente, para sorpresa de propios y ajenos. Tan es así que Madrid no tuvo obispo propio hasta bien entrado el siglo XIX y no fue erigida e arquidiócesis hasta, como quien dice, anteayer (y viendo su episcopologio, bien podíamos habernos quedado en simple arciprestazgo toledano). Madrid se vio un día centro del mundo sin por eso haber perdido su color más bien popular. Me parece que la zarzuela y su especialísima relación con el pueblo de Madrid expresa muy bien esta idea. Madrid es una capital que sigue celebrando procesiones populares porque «el pueblo de Madrid encuentra siempre diversión: lo mismo en carnaval que en Viernes de Pasión». Es una capital donde habría sido inconcebible una Comuna y donde, aunque había logias desde época muy temprana, la única revuelta de importancia que tuvo lugar fue para echar a patadas a los liberales, que traían sayal de franceses en 1808. Una ciudad, tan poco burguesa que, aunque fue poco carlista, tampoco fue fervorosamente liberal y la mayoría de las fuentes coinciden en afirmar que, lo que es las gentes, se mostraron bastante desidiosas frente a la idea de ir a combatir a Zumalacárregui y a Don Carlos.

La Casa de la Panadería, en la Plaza Mayor

Madrid no es una gigantesca sala de exposiciones, como París. Es una ciudad relativamente cómoda en la que no se ha dudado en derribar algunos edificios notables, simplemente porque estorbaban. No digo que esto esté bien, pero sí que, al menos, los madrileños no están transidos del mito de la cultura. Madrid es una ciudad bonita, pero a retazos. Por ejemplo, los alrededores del Palacio de Oriente son magníficos, pero Palacio y Catedral («Catedral») siempre me han parecido un pelín fuera de lugar en el marco del Madrid de los Austrias. La arquitectura más típica de la Villa no es esa recia mole de piedra gris y afrancesada: es la vulgar mampostería del vecino convento de la Encarnación y la sobria belleza renacentista de la iglesia de los Jerónimos. Pero la mezcla satisface. Porque, ahora sí, es heteróclita y no pasada por tamiz alguno. Es un testimonio material de la universalidad real (y realista, tanto en el sentido político como en el filosófico de la expresión) del proyecto de la Monarquía Española, según el cual toda contribución honesta y veraz a extender el reinado social de Nuestro Señor sobre la tierra puede aspirar al derecho de ciudadanía bajo la égida del Rey de las Españas. Tan español es el catalán como el tlaxcalteca como el riojano y, naturalmente, tan madrileños son los Jardines de Sabatini como San Antonio de los Alemanes como la Casa de la Panadería.

Sin embargo, los paseos por Madrid, sobre todo por ciertos barrios, pueden ser algo desalentadores para el paseante carlista poco avisado, porque pueden darle la impresión de estar en una ciudad ocupada (lo cual no es enteramente falso, por otra parte). Como toda ciudad que mantiene, mal que bien, los lazos con su pasado, un paseo por Madrid es como una lección de historia en tiempo real: «Saliendo de la plaza de Colón, subí por Goya; a la derecha tomé por Serrano hasta desembocar en la Plaza de la Independencia; la rodeé, dejando a un lado Alfonso XII, subiendo por Alcalá hacia Narváez y Velázquez y dejando atrás Príncipe de Vergara con su monumental estatua». El barrio de Salamanca es un monumento urbanístico, en sí mismo, a todos los liberales del s. XIX. Cuando llegue el Rey de España a su corte de Madrid, ¿enredará con el callejero matritense, cual si de una alcaldesa de la izquierda resentida se tratare? Un pueblo, como es el español, con tan buen humor y buen talante, que no se avergüenza al recordar «en Lepanto la victoria y la muerte en Trafalgar», aceptará, aunque sólo sea por no dar quebraderos de cabeza a los vecinos, quedarse con el retrato de Espartero («- ¿El torero? – ¡Qué torero…! ¡El valiente general! ¡El patriota de Vergara, el constante liberal! – ¿Liberal? ¡Ahora lo hay de ese percal!»).

Si digo, pues, que es una ciudad sin pretensiones y, quizá por eso, más digna que otras de haber sido la cabeza de la Monarquía Universal; que tiene el sentido del humor suficiente como para llamar «glorieta» a la de Bilbao y «plaza» a la de Canalejas; para tener una calle del Gato y otra del Pez (y una de Dulcinea y otra de Rocinante); más alcaldes que obispos y más obispos que acontecimientos reseñables, quizá comprendan mejor aquello del poeta, de Madrid al cielo.

Y esto, que es una tesis sin justificación y sin vergüenza, sirva de invitación y, como habría mucho más y mejor que decir, que lo hagan otros. Pongamos que hablo como madrileño y como poeta yo también y pongamos que hablo de Madrid.

G. García Vao