Pilar (o los pájaros de metal)

Polikarpov R-5. Modelo de avión soviético utilizado por los rojos en sus bombardeos

Uno de los motivos que hicieron de la Guerra del 36 al 39 un conflicto con tantísimas víctimas en un país tecnológicamente atrasado con respecto a los enormes progresos en técnicas de muerte de sus vecinos europeos es el hecho bien conocido de que las grandes potencias que, apenas meses después de aquel sonado Primero de Abril de 1939, correrían furiosas a aniquilarse en una Europa convertida en el peor campo de batalla de que se tiene memoria (y no sólo en Europa), quisieron antes probar la eficacia de sus nuevos juguetes en suelo hispano.

Qué impresión, imagino, la de tantos y tan distinguidos, cultos, inteligentes y progresistas señores y señoras de la Unión Soviética, Alemania, Francia, Italia, Gran Bretaña y los Estados Unidos venir a batirse en los yermos castellanos y aragoneses con sus flamantes uniformes, sus brillantes cazas y bombarderos y sus repugnantes filosofías políticas, codo con codo con un ejército que aún estaba aún aprendiendo a manejar las ametralladoras con que se resarcieron en 1921 de la vergüenza de Annual y con reclutas de uno y otro bando que se apresuraban a defender sus causas con trabucos y navajas. Qué impresión, también, la de nuestros antepasados, al ver cómo toda esa gente tan distinguida y tan ilustre venía a explicarles los motivos de su lucha. Qué impresión, también, la nuestra hoy, si reflexionásemos un instante sobre cómo hemos terminado por aceptar su relato, admirados como estamos aún por los aires ilustres de los intelectuales extranjeros.

Pero, sobre todo, qué impresión para los que vivían en los márgenes de la política, alejados de Madrid, Barcelona, Bilbao, Valencia, etc. tener que tomar partido, un día, por unos o por otros. Tendemos, unos y otros, a olvidar que hubo rojos «católicos» y que hubo nacionales de izquierdas. Y que, sobre todo, hubo gente que sin haber querido meterse nunca en política se vio envuelta en una contienda que, en muchos casos, no llegó a entender del todo hasta que se la presentaron envuelta en el brillante celofán de alguna ideología extranjera prête-à-penser. Porque, tal vez, fue la Guerra lo que hizo fascistas a los nacionales y comunistas a  los republicanos.

Pilar hablaba muy poco de la guerra. Y eso que, a diferencia de otros muchos, ella había vivido durante toda su duración en el campo turolense, relativamente lejos de los enfrentamientos más duros. Alguna vez mencionó a los maquis que se escondían en los montes cercanos a su natal Monreal del Campo; cerca también de Novella, el pueblo de su madre, que no sé si directamente a causa de la guerra o no, acabó siendo completamente abandonado; y, años después,  adquirido, tal vez para un nostálgico porvenir vacacional, por un notable prócer de la empresa española, hijo también de aquellos pagos. Pilar era, como buena española y aragonesa, católica y persona de bien. Votaba a la derecha y, probablemente, nunca se planteó si ser antifranquista o no. Pero tampoco habló nunca mal de los maquis. Siempre sospeché que alguno de aquellos enriscados resistentes a la dictadura debía de tener con Pilar lazos de familia. Lo cual no tiene nada de sorprendente: la pureza de sangre, ideológica, racial, religiosa, regional, es a la vez la más persistente y la más absurda de las fantasías de los españoles.

Pilar, como tantos otros, murió en la guerra. Una mañana, uno de los pájaros de metal, no se sabe ya si de los unos o de los otros, en su deletérea migración, desde Burgos o desde Madrid, erró por algunos kilómetros el curso de su vuelo de muerte y le confirió a su piloto el dudoso honor, no de haber destruido un nido de ametralladoras de los voluntarios italianos, ni el campanario de la iglesia de Belchite, ni una columna de rojos, ni un carro blindado de los nacionales, sino una humilde casucha de labriegos aragoneses. Una casucha, además, que debía haber estado vacía en aquellas tempranas horas de la jornada, pues era la estación del azafrán y los heraldos apocalípticos de los Azañas y los Francos de aquellos días no habían logrado aún aniquilar completamente la vida rural, otrora pacífica de los habitantes de aquella comarca. Y, como sabe todo aquel que sea culto (porque todo aquel que sea culto escucha zarzuela), la rosa del azafrán es una flor arrogante, que nace al salir el Sol y muere al caer la tarde. Pilar me habló muchas veces de la delicadísima tarea de los azafraneros. Mucho más que de la guerra. Tal vez porque la púrpura de aquellos sabrosos estambres despertara recuerdos menos dolorosos que esas otras flores escarlata que brotaban en los pechos de los soldados.

La casucha no estaba vacía, como debía de haberlo estado en aquella alba laboriosa de los azafraneros turolenses. Y la bomba perdida segó la vida de una niña que no era ni fascista, ni comunista, ni roja, ni azul. Que era católica, como seguramente lo fuera (al menos, de bautismo) toda la España de entonces, luchara en el bando en que luchase. Así que su alma, sin duda, voló rauda y dichosa de abandonar un suelo tan agreste a los brazos del Padre, en vuelo más discreto y más glorioso que el de aquella ave metálica.

Pilar murió en la guerra, como ella misma me contaba muchos, muchos años después. En la confusión de la humareda y de los escombros, los primeros que acudieron no acertaron a atinar a qué casa pertenecía el diminuto cadáver y la familia de Pilar pasó unas cuantas horas de imborrable angustia, hasta que ella regresó del campo con sus amigas, ignorante de lo ocurrido. Y, entonces, fue de otros el turno de llorar. O quizá no, porque la familia de Pilar se avendría, seguramente, a llorar también con sus lágrimas a esa hija muerta, que no era suya pero que lo había sido un tiempo.

Pilar hablaba poco, muy poco, de la guerra. Cuando lo hacía, contaba esta historia y podría haberla concluido haciendo suyas las palabras del protagonista de El ocaso de los dioses de la estepa: «había alguien en el mundo para quien yo estaba muerta y, por tanto, objetivamente, algo de mí había muerto en realidad».

Guadalupe Cordero, Margaritas Hispánicas