Las causas de la guerra: ¿Es culpable nuestro sistema financiero?

La guerra militar es una intensificación de la guerra económica

C.H. Douglas

Texto de una locución de C. H. Douglas emitida en la BBC en Noviembre de 1934, y publicada en el órgano de la radioemisora The Listener el 5 de Diciembre de 1934.

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Quizá lo primero necesario, si deseamos llegar a la verdad en esta materia, es tener claro a qué nos referimos con «guerra». La definición técnica de guerra es «cualquier acción tomada para imponer la voluntad de uno sobre la de un enemigo, o impedirle que imponga su voluntad sobre uno». Se reconocerá al instante que esta definición de guerra hace del motivo, más que del método, el asunto importante a considerar. Más energía se dedica hoy día al esfuerzo por modificar los métodos de la guerra que a remover los motivos para la guerra. Si reconocemos esto, estaremos en una mejor posición para darnos cuenta de que no estamos nunca en paz: que solamente cambia la forma de guerra.

Las guerras militares son libradas por las naciones; una declaración que constituye la base de la, algo ingenua y –pienso yo– ciertamente errónea, idea de que uno aboliría la guerra si se abolieran las naciones. Esto es tanto como decir que se aboliría el pago de tasas si se abolieran los Consejos de Distrito Urbanos. Uno no se deshace de un problema ampliando las fronteras del mismo; y, si no estoy equivocado, las semillas de la guerra se encuentran en cada villa.

Podemos obtener un vislumbre de las principales causas de la guerra si consideramos los problemas de los estadistas, de los cuales se espera que guíen los destinos de las naciones. Supongo que la mayoría de los estadistas hoy día estarían de acuerdo en que su principal problema es el de incrementar el empleo, y el de suscitar la prosperidad comercial para sus propios nacionales; y pocos de ellos habrá que no añadan que la vía más corta para conseguir esto sería la de capturar mercados extranjeros. Una vez que esto –la teoría común del comercio internacional– se asume, hemos puesto nuestros pies sobre una vía cuyo único final es la guerra. El uso de la palabra «capturar» indica el deseo de quitarle, a algún otro país, algo de lo que éste –siendo incapaz, también, de prosperar sin empleo generalizado– no desea separarse. Esto es esforzarse por imponer la voluntad de uno sobre la de un adversario, y es guerra económica; y la guerra económica se ha resuelto siempre en guerra militar, y probablemente siempre lo hará.

Las llamadas causas psicológicas de la guerra son la respuesta de la naturaleza humana a irritaciones que pueden remontarse a esta causa, ya sea directa o indirectamente. Decir que todos los hombres lucharán si están lo suficientemente irritados, me parece a mí que es un argumento contra la irritación misma más que contra la naturaleza humana. No es la irritación lo que causa la guerra económica; es la guerra económica lo que causa la irritación. La guerra militar es una intensificación de la guerra económica, y difiere sólo en el método y no en el principio. La industria armamentística, por ejemplo, proporciona empleo y altos salarios en al menos la misma medida en que proporciona beneficios a los empleadores, y no puedo ver ninguna diferencia entre la culpabilidad del empleado y la del empleador. No tengo interés, directo o indirecto, en la industria armamentística, pero estoy bastante familiarizado con las Grandes Empresas, y no creo que el soborno y la corrupción, de los cuales hemos oído tanto en conexión con los armamentos, sea nada peor en ese comercio que en cualquier otro.

En la medida, pues, en que estemos preparados para estar de acuerdo, en primer lugar, en que la eliminación del desempleo industrial constituye el objetivo primario de la política, y, en segundo lugar, que la captura de mercados extranjeros es el camino más corto para la consecución de ese objetivo, tenemos el principal irritante económico para la guerra militar siempre con nosotros, y, más aún, lo tenemos en un acelerado ritmo creciente, porque la producción se está expandiendo a través del uso de maquinaria impulsada por energía y los mercados subdesarrollados están disminuyendo. Cualquier villa que tenga dos tiendas de ultramarinos, cada cual compitiendo por una insuficiente, y decreciente, cantidad de negocio, mientras continuamente están ampliando sus instalaciones, constituye una demostración en funcionamiento de las causas económicas de la guerra: es, de hecho, en sí mismo una guerra por métodos económicos.

No creo que sea sensato aleccionar al público de cualquiera o de todas las naciones acerca de las iniquidades o los horrores de la guerra, o apelar a la buena voluntad, a fin de abolir la guerra militar o el comercio de armamentos, mientras siga siendo verdad que, si uno de los tenderos de la villa captura todo el negocio del otro tendero, el segundo tendero y sus empleados sufrirán. O si sigue siendo verdad que, si una nación captura todo el comercio de otra nación, la población de la segunda nación quedará desempleada, y, estando desempleada, también sufrirá. Es la pobreza y la inseguridad económica lo que somete a la naturaleza humana a la mayor tensión; una declaración que es fácilmente demostrable comparando las estadísticas de suicidio con las estadísticas de bancarrotas y la depresión empresarial. Los suicidios son menores en número durante las guerras, no porque a la gente le guste las guerras, sino porque hay más dinero alrededor. Los suicidios son menores en número durante los booms comerciales por la misma razón. Para saber, por tanto, si la guerra es inevitable, tenemos que saber, en primer lugar, si hay suficiente riqueza real disponible para mantener a toda la población en confort sin que la totalidad de la población esté empleada, y, en segundo lugar, si esto es así, qué es lo que impide que esta riqueza sea distribuida. En relación a la primera cuestión, creo que no puede haber duda alguna en cuanto a la respuesta. Estamos todos empezando a familiarizarnos con la frase «pobreza en medio de la abundancia», y es algo generalmente admitido que la crisis de la pasada década ha sido una crisis de exceso de oferta y no una crisis de escasez. A pesar de lo cual, durante la pasada crisis, la pobreza se extendió ampliamente, porque el desempleo se extendió ampliamente. De modo que tenemos evidencia experimental de que el pleno empleo no es necesario para producir la riqueza que requerimos: sólo es necesario para el fin de poder ser capaces de distribuir salarios, lo cual es un asunto completamente diferente. En relación a la segunda cuestión, por tanto, sabemos que es la falta en manos de los individuos de dinero que les permita comprar la riqueza que está disponible, y no la falta de bienes disponibles, lo que hace pobres a los hombres. Tal y como tenemos dispuestas las cosas hoy día, el dinero se distribuye principalmente a través del empleo, el cual, como el exceso de oferta ha mostrado, en muchos casos no es necesario o incluso deseable. De modo que no es mucho decir que las causas de la guerra, y las causas de la pobreza en medio de la abundancia, son las mismas, y que pueden encontrarse en el sistema monetario y de salarios; y que, hablando en sentido amplio, la cura para la pobreza, y los comienzos de la cura para la guerra, se pueden encontrar en una simple rectificación del sistema financiero. Esta rectificación debe, pienso yo, tomar la forma de un Dividendo Nacional, ya sea en una forma simple o más compleja, de tal manera que, mientras haya riqueza real por distribuir, nadie sufra escasez por falta de dinero con el que poder comprar. Ya se ha mostrado que el dinero es realmente hecho por el sistema bancario, y no por la agricultura o la industria. La «Enciclopedia Británica» declara el asunto claramente en su artículo sobre la banca con estas palabras: «Los bancos prestan el dinero creando los medios de pago a partir de la nada».

Parece difícil dejar claro que la propuesta en favor de un Dividendo Nacional, que permitiría que los productos de nuestro sistema industrial pudieran ser comprados por nuestra propia población, no tiene nada que ver con el Socialismo, tal y como éste es comúnmente entendido. La principal idea del Socialismo parece ser la nacionalización de las empresas productivas y su administración por departamentos gubernamentales. Cualesquiera que sean los méritos que pueda tener esta última propuesta, no tocan la dificultad que estamos considerando.

La provisión de un Dividendo Nacional consiste meramente en colocar en manos de cada uno de la población, en forma de acciones pagaderas de dividendos, una parte de lo que ahora se conoce como Deuda Nacional, sin que, sin embargo, se confisque aquello que ya se encuentra en manos privadas, ya que el Crédito Nacional, es, de hecho, inmensamente mayor que la porción de Deuda Nacional que ahora proporciona ingresos a los individuos.

El efecto práctico de un Dividendo Nacional sería, en primer lugar, el de proporcionar una fuente segura de ingreso a los individuos que, si bien podría ser deseable aumentarla mediante trabajo, una vez obtenida proporcionaría, sin embargo, todo el poder adquisitivo necesario para mantener la dignidad y la salud. Proporcionando una demanda estable sobre nuestro sistema de producción, contribuiría en gran medida a estabilizar las condiciones empresariales, y aseguraría a los productores un constante mercado doméstico para sus bienes. Ya tenemos los comienzos de un sistema como ése en nuestros varios esquemas de pensiones y en el seguro de desempleo; pero el defecto, por el momento, de éstos es que son presentados en conjunción con esquemas de tributación que contribuyen en gran medida a neutralizar su efecto benéfico. Si bien esto es inevitable bajo nuestro actual sistema monetario, está lejos de ser inevitable una vez que la naturaleza esencialmente pública del sistema monetario reciba el reconocimiento que se le debe, pero que todavía no le es admitido por nuestros banqueros.

Se puede preguntar, con razón, por qué la provisión de un Dividendo Nacional, aun si es efectiva para eliminar el principal motivo para la guerra agresiva por parte de Gran Bretaña, afectaría de tal modo los motivos de otras naciones como para impedirles hacer la guerra sobre nosotros. Pienso que la respuesta a esto es doble. En primer lugar, creo que –mientras persista el actual sistema financiero– resulta meramente sentimental suponer que una nación débil, particularmente si ésta es también una nación rica, constituya un factor que contribuya a la paz. Completamente lo contrario. Es tan sensato como decir que a un banco nunca se le robará si tuviera paredes de papel. Los banqueros internacionales son, casi unánimemente, firmes defensores del desarme nacional, pero sus empleados de banca, de manera única entre los empleados civiles en este país, están armados con revólveres, y la fuerza de las instalaciones del banco se compara con la de las fortalezas modernas. La fuerza, no acompañada por un motivo para la agresión, sí es un factor que contribuye a la paz. Una modificación radical del sistema financiero existente hará posible levantar una nación unida y fuerte libre de disensión económica, que ofrecería, por su fuerza, un poderoso disuasorio a la guerra agresiva. Y, en segundo lugar, el espectáculo de una Bretaña contenta y próspera, dispuesta a comerciar, pero no forzada por el desempleo a luchar por el comercio, proporcionaría un irresistible ejemplo práctico de genuino progreso y sería imitado en todas partes.

¿Por qué no se hacen estas modificaciones? Para una respuesta a esta pregunta, debo remitirles al Banco de Inglaterra, que es todopoderoso en estas materias. El Sr. Montagu Norman, el Gobernador del Banco de Inglaterra –que es una compañía privada–, describió las relaciones del Banco de Inglaterra y del Tesoro como las de Tweedledum y Tweedledee.

No se está sugiriendo que los banqueros tengan un deseo por precipitar la guerra. Lejos de ello. A los banqueros les disgusta la guerra únicamente menos de lo que les disgusta cualquier cambio en nuestro sistema financiero, con el cual –casi en solitario de entre todas las otras secciones de la comunidad política– parecen estar completamente satisfechos.

C. H. Douglas

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