Nació en Tarso, una pequeña población de Antioquia, por allá en 1914 como el menor de una familia de 14 hijos. Desde siempre destacó por su profunda vida interior, su sensibilidad religiosa y su apego, aún desde la distancia, por su tierra natal, tal y cómo lo dejaron por escrito quienes trataron con él en sus años de estudio, primero en Bogotá y después en Zipaquirá, siempre bajo los claretianos.
En 1935 fue notificado de que sería enviado a España para completar sus estudios preparatorios para el sacerdocio, lo cual lo motivó, una vez allí, a enfrascarse en la lectura de los grandes místicos españoles y de las obras del Siglo de Oro. Estudios que, por supuesto, complementaba con una intensa lucha interior, la cual fue documentada por él mismo en un cuaderno de notas que, por fortuna, se conservó.
Sus problemas de salud lo obligaron a trasladarse con cierta frecuencia: pasó por Segovia, más adelante por Zafra y finalmente acabó en Ciudad Real.
El pequeño grupo claretiano, improvisado como era, carecía de muchos de los elementos más básicos para una comunidad de este tipo tales como la huerta o el baño. El mártir cuenta cómo durante los pocos meses que pasaron allí subsistieron gracias a la caridad de los vecinos que simpatizaban con la pequeña comunidad que rara vez salía por miedo al ambiente que comenzaba a sentirse agitado y pesado. Con todo, jamás se relajaron ni en sus estudios ni en su vida espiritual, de lo que se ocuparon con la mayor diligencia según cuentan los escritos del mártir antioqueño.
Pasados tres meses, su superior, preocupado por las condiciones deplorables en las que vivían los sacerdotes, hermanos y seminaristas, consiguió un transporte para sacarlos de ahí y llevarlos a Madrid para finalizar sus estudios. Sin embargo, cuando estaban por tomar el transporte, unos milicianos se percataron de su presencia y los retuvieron.
Los testigos cuentan que uno de los milicianos notó el acento extranjero del seminarista antioqueño y le preguntó por su país de origen. Una vez respondió, el miliciano le preguntó con furia si vino desde tan lejos sólo para hacerse sacerdote. Con la firmeza y la convicción que caracteriza a los grandes mártires de la historia de la Iglesia el joven Jesús Gómez lo confirmó con un entusiasta «¡Sí señor. Y a mucha honra!».
Él, con apenas 22 años y sin haberse ordenado sacerdote, junto a sus catorce compañeros fue fusilado al grito de «¡Viva Cristo Rey!», «¡Viva España!» y «¡Viva el Corazón de María!», cuentan los testigos.
Jesús Aníbal Gómez Gómez es muy particular por su origen y las circunstancias en las que fue martirizado: se trata de un joven seminarista antioqueño que murió junto a compañeros españoles. El pequeño pueblo de Tarso dio un gran mártir para la Iglesia y la Hispanidad.
E. Jiménez, Círculo Tradicionalista Gaspar de Rodas
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