El Carlismo y la libertad religiosa

La confesionalidad del Estado y la conservación de la unidad religiosa allá donde exista son, ante todo, una consecuencia del primer Mandamiento

Detalle de la ilustración de Ricardo Balaca, realizada en 1874, donde puede ver a varios voluntarios carlistas en la Primera Guerra Carlista

Hoy concluye el mes en que se conmemora la efeméride de la conversión al catolicismo del rey Recaredo, inicio de la unidad católica; por ello, publicamos este texto escrito por Rafael Gambra, que apareció en el Boletín de la Comunión Católico Monárquica, septiembre de 1985.

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El Carlismo ha defendido siempre la unidad religiosa de España. Más aún: esa unidad es la piedra angular del orden político que el Carlismo propugna. Cuando hace de Dios el primero de sus lemas no significa simplemente que cree en la existencia de Dios en el Cielo o que propone la religiosidad como norma de vida de sus adeptos. El trilema carlista no es un programa de vida personal, sino el ideario de un sistema político. La unidad católica, por lo demás, aunque a veces de forma incongruente con el régimen político, ha estado vigente en España desde tiempos de Recaredo, en el siglo VI, hasta la actual Constitución de 1978, con la sola excepción de los cinco años de la segunda República.

¿Qué es la unidad religiosa? Para mejor entendernos, digamos ante todo, qué no es la unidad religiosa. No es, contra lo que muchos creen, coacción ni intolerancia. La fe no puede imponerse a nadie, ni moral ni siquiera físicamente, puesto que es una virtud infusa que Dios concede y que incide en lo más íntimo de cada alma. Tampoco debe ejercerse coacción alguna sobre el culto privado de otras religiones, ni sobre su práctica en lugares o templos reservados, con tal de que no se exteriorice ni se propague públicamente, ya que en un Estado confesional la difusión de las religiones falsas debe considerarse como más dañina que la propagación de drogas o sustancias nocivas.

Más aún: el sistema tradicional aconseja el prudencialismo político de acuerdo con el cual el gobernante católico en cuyo pueblo estén arraigadas de hecho más de una confesión religiosa, debe basarse en lo que tengan de común esas religiones, y practicar la tolerancia de cultos. No es el caso de España, donde no existe otra religión ni histórica ni ambientalmente establecida más que la católica.

¿Qué significa entonces la unidad religiosa que el Carlismo propugna como primero de sus lemas? Simplemente, que la legislación de un país debe estar inspirada por la fe que se profesa ─la católica en nuestro caso─ y que no puede contradecirla; que las costumbres, en cuanto son influidas por la ley y la política del gobernante, debe procurarse que permanezcan católicas. Que la religión, en fin, debe ser objeto de protección por parte de la autoridad civil. Dicho de otro modo: que no se pueden dictar ni proponer leyes que contradigan a la moral católica ─ante todo el Decálogo─, ni que atenten a los derechos y funciones de la Iglesia. Este fundamento religioso (religión es religación con un orden sobrenatural) es radicalmente opuesto al principio constitucional moderno, según el cual el poder procede del hombre, de su voluntad mayoritaria, y nada tiene que ver con Dios ni con el Decálogo, que sólo concierne a la vida privada de quienes profesan esa religión. Recordemos que en el origen de nuestras guerras civiles ─que siempre tuvieron un trasfondo religioso─ los dos gritos que se oponían entre sí era ¡Viva la Religión! y ¡Viva la Constitución!

La confesionalidad del Estado y la conservación de la unidad religiosa allá donde exista son, ante todo, una consecuencia del primer Mandamiento que nos prescribe amar a Dios sobre todas las cosas, y no sólo en nuestro corazón o privadamente, sino también las colectividades que formemos, familiares o políticas. En segundo término, es una necesidad para conservar el bien inmenso de una religiosidad ambiental o popular, de lo que depende en gran medida la salvación de las almas. En algunos momentos cumbre de la historia el Cristianismo se propagó de un modo súbito, cuasi milagroso: en el Imperio Romano en tiempo de los apóstoles, en la rápida cristianización de los pueblos bárbaros a la caída de Roma, en la difusión fulgurante de nuestra fe en la América española. Pero en lo demás la fe requiere ser mantenida con esfuerzo y evitarle peligros, al igual que debemos hacer con nuestra fe personal, y con la salud y el dinero, y cualquier género de bienes, que requieren ser guardados y preservados. Bajo un Estado laico la fe tiene que perderse, porque ese pueblo no merece la fe que ha recibido, y ello está a la vista en nuestra sociedad.

En segundo lugar, tampoco puede subsistir un gobierno estable que no se asiente en lo que Wilhelmsen ha llamado una «ortodoxia pública». Es decir, un punto de referencia que sirve de fundamento a la autoridad y a la obligatoriedad de las instituciones, las leyes, las sentencias. En rigor, si se establece la libertad religiosa (y el consecuente laicismo de Estado) resulta imposible mandar ni prohibir cosa alguna. ¿En nombre de qué se preservará en una tal sociedad el matrimonio monógamo? ¿Bajo qué título se prohibirá el aborto, la eutanasia y el suicidio? ¿Qué se podrá oponer al nudismo, a la objeción de conciencia, a las drogas o a la promiscuidad de las comunas?

Bastará con que el afectado por el mandato o la prohibición apele a una religión cualquiera ─incluso individual─ que autorice tal práctica o la prohíba. ¿Y qué límite podrá poner el Estado a esa libertad religiosa si se la supone basada en «el derecho de la persona»? Quien desee divorciarse o vivir en poligamia no tendrá más que declararse adepto a múltiples religiones orientales, o al Islam, o a los mormones. Quien quiera practicar la eutanasia o inducir al suicidio, podrá declararse sintoísta. El que desee practicar el desnudismo público alegará su adscripción a la religión de los bantúes, y los objetores al servicio militar buscarán su apoyo en los Testigos de Jehová. En fin, los que vivan en promiscuidad o se droguen, hallarán un recurso en los antiguos cultos dionisíacos o báquicos. La inviabilidad última de cualquier gobierno humano (que recurre simplemente a la fuerza) se hace así patente. La «libertad religiosa» es, por su misma esencia, la muerte de toda autoridad y gobierno.

Se objetará, sin embargo, que la Declaración Conciliar Dignitatis Humanae del Concilio Vaticano II ha propugnado la libertad religiosa y el consiguiente laicismo de Estado.

¿Qué hemos de pensar de esto los carlistas? A mi juicio, lo siguiente:

  1. El Concilio Vaticano II no es un concilio dogmático sino sólo pastoral, por propia declaración: por lo mismo, exento de infalibilidad.
  2. La libertad religiosa en el fuero externo al individuo contradice la enseñanza de todos los papas anteriores (uno de ellos santo) desde la época de la Revolución Francesa, y particularmente a la encíclica «Quanta Cura» de Pío IX que reviste las condiciones de infalibilidad.
  3. La Declaración Conciliar se contradice a sí misma, puesto que afirma al mismo tiempo que deja intacta la doctrina anterior.
  4. Los amargos frutos de esa Declaración son bien patentes en la Iglesia y en la sociedad.
  5. Si esa Declaración hubiera de ser recibida como «palabra de Dios», al Carlismo no le quedaría más que disolverse, porque ha sido el último y más heroico empecinamiento en la defensa del régimen de Cristiandad.
  6. En fin, los errores y locuras pasan, se olvidan o rectifican: sólo la Ley de Dios y la Verdad permanece.

La lucha, nuestra lucha, se da hoy en el terreno religioso, en el interior de la Iglesia. Haga Dios que no se libre también en el interior del Carlismo: que seamos todos ─y siempre─ fieles a la fe recibida, que con tantos sacrificios defendieron nuestros mayores.

Rafael Gambra Ciudad

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