La mentira como arma geopolítica a propósito de una obra de arte religioso

Una cosa es caer víctima de una engañifa bien urdida; otra es tragarse una bobería del tamaño de un galeón

Detalle de «La Santísima Trinidad», por Andrei Rublev

Desde antiguo es sabido que durante los conflictos armados una de las primeras víctimas es la verdad; los gobiernos naturalmente usan la desinformación y el engaño para respaldar la lucha por sus objetivos o bien para consolidar los ya logrados. Pueblos y políticos vacilantes fueron convencidos de ir a la guerra al son de la explosión del acorazado Maine (supuestamente a manos de una mina española) o del incidente del Golfo de Tonkín (supuestamente a manos de torpederas norvietnamitas), casus belli que en ambos casos resultó ser un montaje.

Pero a diferencia de los casos nombrados, en que la verdad sólo se pudo conocer años más tarde (en el caso del Maine, casi un siglo después) debido a la abismal asimetría entre el acceso a la información por parte del hombre común y el control de la misma por parte de gobiernos y corporaciones, hoy cualquiera cuenta con acceso fluido e instantáneo a mucha información; no sólo a la que nos quieren mostrar nuestros propios gobiernos, sino también a la opinión de disidentes e incluso a lo que nos quiere decir «el enemigo», por no mencionar a los ejércitos de autonombrados fact checkers (aunque hoy muchos de éstos son meros censores al servicio de los propagadores de mentiras). Por lo tanto, no pueden dejar de sorprendernos ciertas publicaciones de prensa cuya afrenta a la verdad es tan descarada que raya con lo grotesco.

Vamos a detenernos hoy en las dos estrellas de la prensa sistémica (para usar el mote que con acierto le da un autor muy querido en estas páginas), el diario proge de izquierdas El País (otrora defensor de la clase trabajadora, hoy de la oligarquía financiera) y el diario progre de derechas ABC (otrora defensor de la hispanidad, hoy de la oligarquía financiera); cada uno con su respectivo especialista en Rusia; por El País, la periodista Pilar Bonet (representante también del think tank mundialista Centro de Relaciones Internacionales y Cooperación Internacional con sede en Barcelona) y, por ABC, Rafael Moreno Mañueco, corresponsal en Moscú.

Ambos medios han publicado el 18 de mayo recién pasado sendos artículos (escritos por sus ya nombrados especialistas), criticando el anuncio del gobierno de Moscú de transferir a la Iglesia Ortodoxa Rusa una obra de arte religioso; un icono de la Santísima Trinidad pintado el siglo XV por Andrei Rublev.

En el artículo de ABC (Polémica ante la decisión de Putin de transferir a la Iglesia Ortodoxa la obra artística más importante de la antigüedad rusa) leemos que la entrega del icono es en realidad una «operación de imagen», mediante la cual Putin agradecería al Patriarca Kyrill y a la cúpula eclesiástica por su apoyo a la por su apoyo a la invasión a Ucrania.

Pero El País (Arte religioso ruso al servicio de la geopolítica) va más lejos: la entrega de la obra a la iglesia sería ilegal; se trataría de la entrega de un «bien cultural perteneciente al pueblo ruso», realizada con el propósito de «instrumentalizar los sentimientos religiosos de los fieles» y que responde a una «concepción oscurantista de la religión» (ya nos parecía raro que esta palabra talismán se tardara tanto en aparecer en la prensa occidental para descalificar a la Iglesia Ortodoxa Rusa), todo con el fin de apoyar los esfuerzos bélicos de Putin. Acercándose a lo inverosímil en su afán de denigrarla, afirma también el artículo que ésta «ha prometido la salvación a los soldados que perezcan en el campo de batalla». ¿Qué se habrá fumado la articulista? ¿No les habrán prometido también que en el cielo podrían gozar del eterno éxtasis en compañía de 72 vírgenes cada uno? ¿O quizás los llamaron a lanzarse al asalto de Bakhmut a gritos de Alla Ukhbar?

No vale la pena hacernos cargo de las imputaciones más demenciales que leemos.

Pero en lo inmediato nos sorprende el curioso desdén por parte de ambos articulistas del hecho esencial: el referido icono pertenecía original y legítimamente a la Iglesia Ortodoxa Rusa; fue pintado por Rublev, él mismo un monje, para su propio monasterio, el de la Trinidad de San Sergio en Sergiev Posad, a unos 70 Km al norte de Moscú. La obra permaneció allí durante 450 años, hasta que en 1920 el monasterio fue confiscado por los bolcheviques y convertido en un museo, seguido por el traslado del icono en 1929 a la Galería Tretyakov en Moscú, lugar en el que permanece hasta hoy. Por lo tanto, en rigor estaríamos hablando de la mera devolución del icono a su legítimo dueño, no menos justificada que la del sinnúmero de artefactos «ancestrales» que hoy muchos países están exigiendo a los museos europeos con abierto apoyo de la prensa progre.

En un desconcertante intento de justificación, la articulista de El País afirma que Rusia es un estado laico y que la entrega del icono a la iglesia se haría «sacrificando su valor artístico a favor de su valor religioso, pues la Iglesia Ortodoxa ve estas obras sobre todo como un producto sacro, con independencia de su valor artístico» (sic). ¿Y cómo debería verlas acaso, si son suyas y fueron creadas con ese explícito propósito? Me pregunto si EL PAIS sería capaz de publicar un artículo justificando la confiscación de las filigranas de las mezquitas de Barcelona, porque «su valor artístico tiene preeminencia sobre su valor religioso».

Pero además de esta contradicción (insólita en los «especialistas en Rusia» de El País y ABC), nos sorprende aún más poderosamente que se denuncie tan enorme y grave intención política; tanto afán de instrumentalización de la iglesia y manipulación de los sentimientos del pueblo, en la mera donación de un cuadro; de un icono de un metro cuadrado (que por lo demás fue pintado justamente para estar en una iglesia), pero que por otro lado la misma prensa sistémica no haya abierto el pico ante el reciente expolio, por parte del gobierno de Kiev, de numerosos bienes de la Iglesia Ortodoxa Ucraniana; o por la expulsión de los monjes de sus más antiguos y sagrados monasterios (sin duda el más emblemático el Pechersk Lavra de Kiev); o por del allanamiento a los mismos y la incautación y quema de libros de horas, misales y devocionarios por el mero hecho de estar escritos en ruso; y hasta por el encarcelamiento de monjes y sacerdotes bajo acusación de «colaboración con el enemigo» por la simple razón de seguir empleando en su liturgia himnos y oraciones que se han cantado en Ucrania durante siglos (en ucraniano, ruso o eslavónico), y que hacen referencia a la hermandad de la Rus’ como pueblo cristiano.

Una cosa es caer víctima de una engañifa bien urdida; otra es tragarse una bobería del tamaño de un galeón, a pleno día, y no decir ni mu.

Para terminar, conviene que consideremos y no preguntarnos por las causas de lo que adelantamos arriba: la paradoja de que organizaciones y personajes que antaño bregaban, los unos, por la defensa de las clases desposeídas ante los abusos de los poderosos y, los otros, por la conservación del cierto orden social y económico de la patria ante la amenaza levantisca, se encuentren hoy, ya sin disimulo alguno, al servicio de esos mismos poderes que antes combatían. La respuesta a esta pregunta excede al alcance de estas líneas, pero anticipamos que estriba en la verdadera naturaleza de quienes detentan el poder y en la falsa oposición entre izquierdas y derechas, que no son sino dos cabezas de la misma revolución liberal, que es globalista y anticristiana, en las Españas o en Rusia.

Gonzalo Vásquez Villanueva, Círculo Cultural Antonio de Quintanilla y Santiago

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