Habiendo abordado las partes de la justicia, nuestro análisis desemboca en la justicia particular conmutativa como objeto pendiente de análisis. La justicia conmutativa se predica de las partes entre sí, siendo reglada por la semejanza. La consideración del orden justo precisa, pues, la consideración de los deberes nacidos al calor de la justicia particular conmutativa.
El primer deber que debemos apuntar en nuestro marco es la condición legitimista de la batalla. Permítaseme explicar lo dicho, que a muchos puede parecer inopinado. La afirmación del orden frente a la negación revolucionaria, fundamento de toda reacción recta, no puede moverse en el plano meramente especulativo, de las esencias que podríamos decir en la línea de Francisco Canals. Ello implicaría una ideologización difícilmente evitable, cuando no un folclore operativo al marasmo ideológico. El legitimismo sella la militancia tradicionalista, concretándola en una figura determinada que representa una familia cuyos derechos han sido arrebatados, esto es, precisa de un acto justo de reparación. Además, la dimensión existencial que el legitimismo aporta es una garantía respecto de la tradición que se profesa, como afirma Álvaro d´Ors, auténtica prueba del algodón en un contexto en el que la palabra «contrarrevolucionario» tiene tintes más próximos a la autodeterminación identitaria —compatible con cualquier cosa— que a la afirmación del orden. Ignorar el sello legitimista de la política católica hispánica no sólo se funda en la asunción de una injusticia sangrante e infame, sino que rompe los diques que distinguen un pantano fértil de una inundación catastrófica.
Por otro lado, la afirmación legitimista nos conecta con el último de los deberes considerados en torno a la restauración del orden justo: el deber de obediencia. La fuerza con la que se escucha la importancia de la autoridad en las filas tradicionalistas suele ir acompañada, tristemente, de actitudes autónomas ansiosas de protagonismos, obsesionadas con sus «derechos» y olvidadizas de sus «deberes». El caos revolucionario político y eclesiástico favorece, en ocasiones, un nocivo criticismo ante toda orden, lo que imposibilita cualquier tipo de acción. La jerarquía es condición irrenunciable de toda empresa política que se precie; ello no quiere decir que se incurra en una disciplina ciega que sustituya la verdad por la autoridad. Pero no nos engañemos, el vicio que aflora con más frecuencia en nuestras filas no se refiere a las indicaciones mínimas que todo orden exige, sino a la autonomía —en el sentido moderno— de las partes, con la esterilidad política que ello conlleva.
Estas reflexiones hilvanadas por el orden justo que han emborronado las páginas del periódico no tienen una pretensión alta, sino que responden a un deseo de contribuir a la recta fundamentación de nuestra acción por parte del autor. Fundamento que, si atendemos unos instantes, no se encuentra lejano a nuestros principios, sellados por las especies y partes de la justicia: la religión como culto debido a Dios, la piedad como servicio debido a la patria, la justicia referida de las partes al todo indisoluble de la sociedad de sociedades, y la justicia particular de lo que corresponde a cada uno, especialmente a la dinastía cuyos derechos han sido usurpados y no restaurados; en resumen, Dios, Patria, Fueros y Rey.
Miguel Quesada, Círculo Hispalense
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