JMJ (II): Jornada Mundial del Jazz (y II)

El moderno arrianismo no se toma la molestia de ser herético: no hace falta negar la divinidad de Jesucristo cuando se está afirmando sin pudor la pura humanidad de la Fe

En cualquier caso, la religión de Francisco pretende haber franqueado y hasta drenado el Rubicón del dogmatismo, y la nueva fe no parece tener nada que ver con la aquiescencia sumisa de la razón a los Misterios que Dios, en Su Infinita Sabiduría y Bondad ha tenido a bien revelarnos. Cual si de alguno de los delirios místicos del último Tolstoi se tratase, la religión de la JMJ nos repite, machaconamente, que «el reino de Dios está en nosotros» y… en ningún sitio más. Es la religión de la inmanencia vital, en la que el creyente moderno ha descubierto, en el fondo de su alma, una inagotable sed de trascendencia, de divinidad y de fraternidad con sus semejantes. Y a esa sed la ha llamado «Dios» y esa sed la ha apagado, siquiera por algunos fabulosos instantes, asistiendo a momentos fuertes de fe en celebraciones comunitarias que nada tienen que ver con sacrificios y propiciaciones. La Misa no es un homenaje que el hombre haga a Dios, sino un regalo de Dios al hombre: una experiencia compartida de la comunidad cristiana (¿no sobra ya lo de cristiana?) en la que, con la ayuda de ciertas fórmulas y ritos, codificados y conservados desde antiguo por su probada eficacia (sin que ello implique, necesariamente, que hayan de ser inmutables), ponemos en común nuestra apertura al mundo y al otro. La religión de la JMJ consiste, fundamentalmente, en que cada uno de nosotros dé testimonio de su particular camino. ¿Hacia dónde? Hacia los demás, hacia el amor. Hacia donde le lleven sus pasos. Porque en el testimonio de los testigos del amor podemos embarcar a nuestros semejantes en un viaje similar, que les permita, también, descubrirse, reconocer su propia dignidad y la del otro y cooperar, de la manera más plena y feliz posible a hacer de este mundo una comunidad verdaderamente humana. Y eso es a lo que llamamos salvación. Todo este párrafo es un delirio absoluto, lo reconozco, y que no quiere decir absolutamente nada. También se parece, sospechosamente, al instrumentum laboris del Sínodo y a las últimas catequesis del Santo Padre.

Resulta, pues, evidente, que a una tal religión no le conviene en absoluto el canto del Dies iræ, ni tampoco del Puer natus est. Ni de nada en latín, en realidad, lengua que tiene la rara cualidad de no ser tan universal como el italiano, en el siglo en el que la Iglesia de Cristo ha querido convertirse en la capellanía castrense, es decir, militante, de las Naciones Unidas.

Resulta que, después de todo, la nueva música litúrgica conviene perfectamente a una religión que no consiste en omnia recapitulare in Christo porque Cristo, si es algo (si el Santo Padre se acuerda, casualmente, de mencionarlo en el minuto 19 de sus 20 de intervención ante los peregrinos lisboetas), es el Primer Testigo de esta nueva verdad que está en el fondo de nuestros corazones. El moderno arrianismo no se toma la molestia de ser herético: no hace falta negar la divinidad de Jesucristo cuando se está afirmando sin pudor la pura humanidad de la Fe.

La nueva religión es la religión del hombre; la que debe conducir al hombre al reconocimiento de su propia, inquebrantable, irrenunciable y divina dignidad. La que, a través de la puesta en común de experiencias vitales fuertes podrá ayudarnos a construir un mundo sin odios, sin discriminaciones y sin malos tratos: ni entre nosotros ni hacia la Casa Común. Cuando Henri de Lubac pasó de ser objeto de las sospechas y de las censuras del Santo Oficio a cardenal de la Santa Iglesia (por obra y gracia de cierto papa polaco que consintió la pública proclamación de una epístola de San Pablo por parte de una mujer en cueros, en su presencia, en una Misa en Papúa-Nueva-Guinea y que, aun así, pretenden santo) pudo afirmar sin titubeos que «el infierno, si existe, está vacío». Los trabajadores de la viña de la primera hora gritarían aterrados ante esta nueva Iglesia que no sabe qué decirnos, con el tono a un tiempo impostadamente confiado y secretamente nervioso del que tiene mala conciencia, cuando le preguntamos por el Más Allá: «el cielo, si existe…».

Nada tiene de sorprendente que la religión de la JMJ tenga como hilo musical un atronador centelleo electrónico que no permite al auditor ni siquiera el deleite sensible que pueden procurar otras músicas con melodías y letras reconocibles. Por supuesto que el pop cristiano no sirve tampoco para rezar, pero sirve, musicalmente, para algo. Pero los primeros años de la primavera posconciliar están muy lejos, y la nueva Iglesia de Francisco ya no pretende fingir, como en los años 80, que la repetición, cual mantra budista, del lema Paz y Amor acabaría en la utópica reconciliación de los dos bloques, de Marx y Tocqueville, de Brezhnev y Juan Pablo II y que la Inmensa, Ilimitada e Irracional Misericordia Divina (de un Dios que, de puro bueno o de puro imbécil, obligará a entrar en Su Gloria incluso a los que no quieren estar allí) nos llevaría a todos, comunistas y católicos, antropófagos de Papúa y monjas carmelitas a la Eterna Beatitud. La nueva Iglesia se ha dado cuenta de algo. Y ha compuesto la música sacra que corresponde a su terrible toma de conciencia. Aún no quieren decirnos de qué se han dado cuenta, pero han puesto música muy fea, muy ruidosa y muy, muy alta para acallar el atronador, ensordecedor, tremendo, reproche de sus conciencias.

Que el Señor nos ilumine. Con mis oraciones,

Justo Herrera de Novella

Deje el primer comentario

Dejar una respuesta