La primera y la segunda parte de este artículo se pueden leer aquí y aquí.
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En esas mismas líneas recordaba y, de un modo diplomático, criticaba a sus familiares que tal vez ellos le reprocharían el haberse cambiado de denominación protestante, e incluso le acusarían de abjurar de la fe de sus padres a lo que entonces él se limitaría a rebatir —tal vez demasiado diplomáticamente— comentando «un protestante que se hace católico no muda, propiamente hablando, de religión; no hace más que volver a entrar en el seno de la Iglesia, es una oveja perdida que busca a su pastor, un hijo pródigo que vuelve a la casa del padre, un soldado extraviado dispuesto a defender a la misma causa y a obedecer a su jefe. Lo que los protestantes creen o afirman creer, los católicos lo afirmamos con firmeza. (…) No hay escritor protestante, incluso de los reformadores, que no se lamente esa separación fatal de tres siglos donde tiene divididos a hermanos nacidos para amarse y sostenerse mutuamente». Dejando de lado el tono diplomático al encarar la cuestión, cabe destacar que hace hincapié en que el reconocimiento del Papa es el verdadero retorno a la verdadera fe cristiana, y en como los protestantes lamentaban la ruptura del mundo cristiano incluso, pero, de forma contradictoria, no reconocieran el fallo de sus tesis.
En esa misma recta final les recordaría que la Iglesia lucha por recordar que no hay salvación fuera de ella y esto lo predica no por odio a los hombres, sino por caridad a los mismos, aunque pocos lo comprendan. Así sucede cuando se reza por la conversión de los herejes ya que condena el error, pero quiere la salvación de las personas. Esta es una actitud que tantos católicos actuales olvidan, tal vez por el mundo en conflicto que nos toca vivir.
Terminaría von Haller su epístola recordando a sus hermanos el pedir por él ya que a de todo lo era y les dice que incluso cuando sufra abandono por su parte, los continuaría considerando su familia y rogando por ellos.
La reacción de esta misiva, que en principio era privada, no se hizo de esperar. El cantón de Berna la recibió como si se tratara de un escándalo, y decidió quitarle su cargo de gobierno bajo la acusación de apoyar «consignas jesuitas» —en ese entonces la reconstituida compañía daba una verdadera batalla por la contrarrevolución—. Como grito de guerra se tratase, Karl Ludwig la publicó y la convirtió una lectura famosa, y ha terminado siendo más difundida que el resto de su obra política —de cual, Dios mediante, se tratará en este periódico—. Se ha traducido, además de nuestra lengua, al francés, italiano, inglés de Londres y de Washington, flamenco, polaco y húngaro. Por ella, von Haller fue más conocido en el campo apologético que político.
A pesar de ese episodio agrio y su temporal exilio las gracias que recibiría fueron dulces, como el hecho de tener el apoyo incondicional de Joseph De Maistre y Louis de Bonald en defensa de las actitudes de Berna y su protesta o su exilio en París que le ayudó a conocer más del catolicismo y filtrar su teoría de reacción política, y finalmente tal vez el más importante, ganar la Orden de San Silvestre investida por el Papa Gregorio XVI en su retorno a Suiza —ahora en un cantón católico, el de Soleura— por sus servicios a la fe.
Este artículo permite concluir que la lectura de la epístola en cuestión, además de encapsular con sorprendente cercanía nuestros principios—asunto que incluso muchos de nuestros hermanos en la fe verdadera olvidan— demuestra que la actitud de un católico consiste en ser amable con el pecador más no con el error. Así se puede acercar una barca a las almas, además de demostrar algo incluso más importante: que el Reinado Social de Cristo es un principio que más que empalagar, debe atraer de lo cual se debe hablar incluso más en tiempos donde parece que los principios revolucionarios son la regla y hay que hacer justicia tanto en propagar sus principios como restaurarlos.
Maximiliano Jacobo de la Cruz, Círculo Blas de Ostolaza
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