La clámide de Conchita Montes

La clámide de la discordia fue abandonada en algún oscuro y polvoriento baúl romano por la siniestra comisión presidida por Bugnini

Fotograma de «El baile» (1959)

Uno de los descubrimientos cinematográficos que más ilusión me han hecho en toda mi vida fue el discreto filme de Edgar Neville basado en su propia obra de teatro El Baile, que tenía como protagonistas a la simpar Conchita Montes ya los encantadores Alberto Closas y Rafael Alonso. Cuenta la historia de dos amigos entomólogos que comparten dos pasiones: una, perfectamente comunicable, hacia los insectos y hacia sus respectivos insectarios que enriquecen mutuamente con intercambios de lo más pintoresco; otra, que les pone necesaria e inevitablemente en competencia, hacia la bellísima Adela, interpretada por la Montes y que acaba aceptando la petición de matrimonio de Pedro (Closas). La nota, podríamos decir, delirante, de la historia la aporta el hecho de que Julián (Alonso) decide, con permiso de la feliz pareja, quedarse a vivir con ellos en su espacioso dúplex (o tal vez tríplex) en uno de los mejores barrios de la villa y ex corte. Julián no renuncia ni a su amistad ni a su amor (estricta e impecablemente platónico a partir de ese instante) y ocupa el piso inferior de la vivienda que, poco a poco, se va llenando de insectos y de una sola niña, que nunca aparece en la obra.

Hay varias sombras en esta pintoresca historia. Una de las más sugerentes es la que tiene por objeto la clámide que da título a nuestro artículo: en cierta ocasión, Adela y Pedro, junto con su inseparable carabina son invitados a un baile que, como ya habrán adivinado, da a su vez nombre a la obra. Los asistentes deben acudir disfrazados y nuestra protagonista, sacando inteligentemente provecho de su gran estatura y de su figura perfectamente clásica, se presenta ante su atónito marido y su platónico amigo vestida con una flamante clámide griega. A Julián le parece una vestimenta totalmente inadecuada para prodigarse en los salones de la rancia burguesía madrileña y tras un intercambio algo adusto de impresiones, se acaba adoptando de consuno la resolución de no acudir a la fiesta. Y la clámide quedará guardada en algún viejo ropero.

Los años van pasando y las crisis se van sucediendo. Y la intervención providencial de Julián, junto con la aún más providencial intervención de Dios, impiden la fractura del matrimonio. Una grave enfermedad de Adela y una gran sensatez y sensibilidad de sus marido y amigo cierran el segundo acto. En el tercero, Pedro y Julián, «viudos», cada uno a su manera, aguardan la llegada de Adelita, su nieta, una joven estudiante encantadora, guapísima y moderna interpretada, casualmente por la misma Conchita Montes de 2 actos atrás. Por una imprevisible casualidad, a Adelita también la han invitado a un baile y la chica, pese a lo inteligente que es, no ha pensado en traerse un disfraz en su equipaje (vive en el extranjero con sus padres). Sus dos abuelos, entonces, el genético y el que lo es sólo por afinidad, se rompen la cabeza pensando en cómo podrán vestir a su queridísima nieta para el sarao en casa de unos señores de rancio abolengo muy conocidos de la capital madrileña. Estando en estas razones, el bueno de Julián, que es anciano, le gustan los bichos, pero no ha perdido del todo la cabeza, recuerda aquella clámide que, por una serie de ajadas convenciones sociales, miedos y un cierto exceso de pudor años atrás, impidió a Adela lucirla en aquella ya lejana ocasión.

Porque resulta que el bueno de Julián, con todo, la guardó piadosa y celosamente durante muchos años, esperando tal vez el día en el que su admirada Adela pudiera hacer una espectacular entrada en una reunión social de alto copete vestida de matrona ateniense sin miedo al qué dirán de las puntuales cumplidoras del tercer mandamiento de turno. Con esta feliz idea, sale y vuelve desempolvando la magnífica prenda que, evidentemente, le sienta como un guante a la joven Adelita —pues como ya hemos dicho, al menos en la ficción, abuela y nieta son una y la misma actriz—.

El tercer acto y la obra culminan con un alarde de piedad filial bastante encantador, cuando Adelita decide prescindir de sus jóvenes y guapísimos acompañantes para el baile y hacer su entrada acompañada por quienes son en sus propias palabras, «los dos hombres más guapos de Madrid» es decir, sus dos abuelos.

En tiempos muy recientes la cuestión de cómo vestirse, cómo presentarse en sociedad, en particular por la supuesta inconveniencia de hacerlo revistiendo prendas un poco añosas, aunque magníficas y que realzan hermosísimamente las formas de la esposa, han sido también la causa de un gravísimo malentendido si no conyugal, al menos sí de tan gravísimas consecuencias como un divorcio. Pues, efectivamente, hay una esposa, mundialmente conocida que, por una serie de ajadas, rancias y absurdas ideas acerca de lo bueno, lo adecuado y lo socialmente aceptable, hace ya décadas que se ve obligada a presentarse en sociedad con aditamentos y vestiduras sosos, que no realzan nada y que, además, y esto es lo peor, resultan cada vez más indecorosos y más impúdicos.

Dicha esposa, que siempre y durante luengos siglos se ha acicalado con hermosísimas galas para complacer, primero, a su Esposo y, después, para atraer al dulce redil del Esposo a las almas fue, misteriosamente, obligada a desprenderse de su litúrgica clámide, por una especie de temor absurdo a que las buenas gentes de la rancia burguesía de ésta y de todas las villas, cortes y ex cortes del mundo pensasen que se trataba de vestiduras pasadas de moda.

La Esposa, en este caso, es la Iglesia; no es su Esposo quien la ha despojado de su antigua belleza, pero sí quien tiene el lugar del Esposo en la tierra y quien debe velar por ella, en todo y siempre. La clámide eclesial no son (sólo) los bellísimos ornamentos litúrgicos preconciliares: su abandono y su relegamiento a las vitrinas de los museos diocesanos de acá y allá —y eso, en el mejor de los casos— no es sino una consecuencia del verdadero afeamiento de la Santa Madre Iglesia, que consistió en el abandono de la santa Misa de siempre. No vamos a entrar en cuestiones teológicas, porque no es nuestro campo ni es de nuestra competencia. No vamos a decir que el combate por la Misa tradicional sea un combate estético. No lo es. No lo es en exclusiva y no lo es como su motivo más importante; pero es importante.

La clámide de la discordia fue abandonada en algún oscuro y polvoriento baúl romano por la siniestra comisión presidida por Bugnini, que decidió abandonar la Misa de San Gregorio Magno, de San Ignacio de Loyola y de San Antonio María Claret para reemplazarla por una especie de «Cena» protestante que el cura celebrante puede presidir en albornoz y en la que se sustituye el gregoriano por el guitarreo.

Como Adela no podía seguir luciendo lo que fue, para una Andrómaca o una Antígona, vestido corriente, la Santa Iglesia no podía seguir celebrando la misma Misa que se venía celebrando desde los comienzos mismos del Cristianismo. Pues, ¿qué iban a decir las gentes del siglo XX?

A Dios gracias, también hay un Julián en esta historia, aunque bastante peor tratado que el Julián del baile de carnaval, puesto que se ha pretendido que no compartiera casa con su adorada Iglesia; se ha pretendido que, por el simple hecho de guardar consigo la clámide se había hecho acreedor a la expulsión del hogar que con tanto celo había contribuido a guardar y a proteger.

En 1970 Julián, que se llamaba Marcel, se dio cuenta de que la incomprensión, la perplejidad, la ignorancia, en suma, de sus coetáneos no eran un argumento suficiente para despojar a la Iglesia del más hermoso de los ornamentos con que puede presentarse a su Esposo: la Santa Misa de siempre. Por ello la guardó celosamente en el baúl de Ecône. De ahí, al mundo entero, con la esperanza quizá de que la razón recupere algún día carta de naturaleza en el Vaticano y vuelva a permitirse que la Iglesia se revista las galas que exige asistir ad regias Agni dapes.

Misa solemne en Écône

G. García-Vao

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