En el día XVII del mes de las flores, ofrecemos al Corazón de la Inmaculada un ramillete con las exóticas y exquisitas azucenas de la inocencia, la pureza y el pudor; de la modestia y de la castidad.
Nuestros primeros padres fueron creados por Dios en santidad y justicia. Con la dote extraordinaria de los dones preternaturales, que venían a perfeccionar su naturaleza humana, sin elevarla al orden sobrenatural, pero sí por encima de aquello que de suyo la naturaleza exige: ciencia infusa, inmortalidad, inmunidad de concupiscencia (dominio de la razón sobre las pasiones), inmunidad de dolores y enfermedades corporales. Y, sobre todo, les concedió la gracia santificante, que es un don absolutamente sobrenatural, gracias al cual eran partícipes de la naturaleza divina.
Pero al desobedecer perdieron todos estos privilegios, y nosotros, el derecho a recibir esta preciosa herencia. Ellos fueron expulsados del Paraíso, y los pobres hijos de Eva fuimos excluidos del Cielo, nos vimos privados de la gracia y amistad de Dios. El pecado original abrió entre Dios y los hombres una brecha abismal que parecía insuperable.
La gravedad del pecado se mide en proporción a la dignidad de la persona ofendida: siendo infinita tal dignidad, infinita es la gravedad del pecado; el cual, para su perdón, exige una reparación infinita para satisfacer a la justicia de Dios.
Las puertas del cielo se cerraron y el hombre sólo podía ofrecer a Dios una reparación imperfecta y limitada por la ofensa cometida. Pero como lo certifican las palabras del Apóstol: Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (Rm 5,20).
Dios Padre, en su infinita bondad, no dejaría al hombre eternamente privado de su amistad. Ya desde el Génesis, Dios muestra su misericordia para con el hombre y nos deja una palabra de esperanza en la que se ve claramente su acción salvífica: “Establezco enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y su linaje, Ella te aplastará la cabeza y tú le acecharás el calcañar”.
Esa palabra de esperanza significa que Dios tenía ya en su mente a la Santísima Virgen María, quien viene a ser para nosotros la nueva Eva en el orden de la gracia; y San Ignacio de Loyola, en sus Ejercicios Espirituales, nos hace contemplar cómo Dios, viendo condenarse a los hombres de todas las razas sobre la faz de la tierra, desde el solio de la Trinidad decidió hacerse hombre, y exclamó su ecce venio: sin dejar de ser Dios, vengo al mundo como hombre para poder pagar la culpa. Así, el sacrificio tendrá un valor infinito por ser el sacrificio del mismo Dios.
Y se realizó la unión hipostática, es decir, la conjunción de las naturalezas humana y divina en la persona de Nuestro Señor Jesucristo, y el Verbo se hizo carne en el seno de la Inmaculada, preservada desde el primer instante de su ser natural del pecado original. Privilegio excepcional y exclusivo de María. Por eso, el Papa Pío IX declara, cuando define el dogma de la Inmaculada Concepción, en la bula Ineffabilis Deus, de 8 de diciembre de 1854, “Definimos, afirmamos y pronunciamos que la Santísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de culpa original desde el primer instante de su concepción”
Potuit, decuit, ergo fecit: “Si quiso y no pudo, no era Dios; si pudo y no quiso, no era Hijo; pudo y quiso, porque era Dios y era Hijo. Y por lo tanto lo hizo”.
Y en toda la Cristiandad se rinde culto y se hacen procesiones en su honor, expresando así la gratitud a María, a su fiat generoso y salvador. Y en honor de Aquella que trajo la luz a un mundo que yacía en las tinieblas, en todos los hogares católicos de Colombia se encienden velitas y flamea en tejados y balcones la bandera de la Inmaculada Concepción.
El 25 de marzo, el Arcángel San Gabriel anuncia a la Santísima Virgen que será la Madre del Verbo Encarnado, llamándola “Llena de Gracia”. Es así como el Señor pide su fiat a María y Ella acepta la Encarnación del Hijo de Dios en su purísimo vientre, sacando con ese gesto a los hombres del atolladero. Y Dios, que se había mostrado poderoso con la magnífica Creación, se mostrará mucho más poderoso y sublime en la Encarnación y Redención. Ante este portento divino, sin nostalgia de la anterior situación, la Iglesia declara: “¡Oh feliz culpa, que nos ha merecido tal Redentor!”.
María Santísima siempre ha sacado a la humanidad de situaciones extremas, esos problemas insolubles en que los hombres nos metemos. Con su fiat, no solo sacó a Dios de un “problema” de difícil solución, tal cual era operar la Redención, que suponía el “sí” de la Encarnación; sino que a todos los hijos de Eva nos dio la oportunidad de salir del “atolladero” y así alcanzar la salvación, tomando el mismo camino que Dios eligió para llegar hasta nosotros, que es sin duda el más seguro para llegar a Él: Por María, Dios a nosotros; por María, nosotros a Dios.
Esa maestra de los hombres que es la Historia nos deja un épico ejemplo, aquello que sucedió en Empel, lugar de Flandes: El 7 de diciembre de 1585, un Tercio Viejo de Zamora con unos cinco mil hombres combatía, al mando de Francisco Arias de Bobadilla, en la isla de Bommel, situada entre los ríos Mosa y Waal, bloqueada por completo por una escuadra del ejército calvinista holandés al mando del almirante Felipe van Hohenlohe. La situación era desesperada para los Tercios españoles, pues, además del estrechamiento del cerco, había que sumarle que estaban todos famélicos y ateridos de frío.
El jefe enemigo propuso una rendición honrosa, pero la réplica católica y española fue clara: «Los infantes prefieren la muerte a la deshonra. Ya hablaremos de capitulación después de muertos». Ante tal respuesta, el almirante holandés utilizó una estrategia mortal: abrir los diques de los ríos para inundar el campamento enemigo, anegando todo y ahogando a los españoles. Pronto no quedó más tierra firme que el montecillo de Empel, donde se refugiaron los soldados del Tercio.
En ese crítico momento, un soldado del Tercio, cavando una trinchera, tropezó con un objeto de madera allí enterrado. Era una tabla flamenca con la imagen de la Virgen María, bajo la advocación de la Inmaculada.
Anunciado el hallazgo, colocaron la imagen en un improvisado altar, y el Maestre Bobadilla, considerando el hecho como señal de la protección divina, instó a sus soldados a luchar encomendándose a la Virgen Inmaculada.
Esa noche, Nuestra Señora escuchó sus ruegos, se desató un viento completamente inusual y un frío intenso de 22 grados bajo cero heló las aguas del río Mosa, haciendo encallar los barcos del almirante holandés, que, como protestante calvinista que era, negaba la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen.
Los españoles, marchando sobre el hielo, atacaron por sorpresa a la escuadra enemiga al amanecer del día 8 de diciembre, y obtuvieron una victoria tan completa que el almirante llegó a decir: «Tal parece que Dios es español al obrar tan grande milagro». Y nosotros podemos agregar que María es Madre fiel, y Reina poderosa de los católicos que ponen su confianza en Ella y que nunca fueron confundidos. A instancias de su consejera Sor Maria Jesús de Agreda, en 1644 el Rey Felipe IV proclamó el 8 de diciembre como fiesta de guardar en todos los dominios del Imperio español, dedicada a la Inmaculada Concepción y coincidiendo con el aniversario del “Milagro de Empel”. En 1708 el Papa Clemente XI declaró extendió esa fiesta a toda la Iglesia Católica.
No está de más agregar que María es la Madre de los católicos, que no nos abandona a nuestra suerte, sino que nos permite salir del atolladero. En nuestra vida, muchas veces atravesamos situaciones en las que nos parece imposible encontrar la salida; en las que, como los soldados de Empel, nos sentimos asediados por todos los frentes y el enemigo nos da por derrotados. Las agitaciones políticas y la tiranía democrática, que niega el derecho de los pueblos a vivir la libertad de los hijos de Dios, se acrecienta día a día, y las múltiples propuestas de solución no serán jamás buenas si no pasan por María.
Como en Empel, nos asedia la revolución en todos los frentes: la ideología de género quiere anegar los campos de azucenas, mancillando inocencias y candores. Nos encontramos ahora atribulados por las pasiones que agitan nuestra alma; pero a sus pies ponemos las puras azucenas, las hermosas flores de los valientes que alcanzan la victoria de vencerse a sí mismos.
Por eso con los héroes y los santos, como a ellos y como siempre, nuestro auxilio está en lo alto, elevemos nuestra oración pidiendo socorro a Quien siempre nos ha sacado de estos barros: “¡Sálvanos, Señora, que perecemos! Y Ella nos responderá: “¿Acaso no estoy yo aquí, que soy tu madre?”. Linaje de la Mujer, avanza con fe y esperanza porque hoy como ayer el amor del Corazón Inmaculado triunfará.
Dignare me laudare te, Virgo sacrata, da mihi virtutem contra hostes tuos.
Ave Cor Mariæ.
Padre José Ramón García Gallardo, Consiliario de las Juventudes Tradicionalistas
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