El magisterio de la Iglesia y el naturalismo económico (IV)

la razón carente de inteligencia puede llevarnos a conclusiones absurdas

Un supermercado del grupo Transgourmet Ibérica. Foto: EP

Continuamos con la tarea de desenmascarar el engaño que subyace en considerar, bajo un íter aparentemente racional, que los postulados de la economía moderna en su fase inicial (sea liberal o pre-liberal, o como otros dicen «paleo-libertaria») son, no sólo compatibles con la doctrina católica tradicional, sino incluso auspiciados por ella.

A nuestro humilde parecer, uno de los elementos esenciales de este engaño con apariencia de racionalidad, se concreta en la desviación producida sobre la idea de ley natural. Desviación que, por otro lado, no es aislada, sino que se enmarca en el tránsito del pensamiento escolástico clásico al pensamiento moderno, y que han puesto de manifiesto lumbreras intelectuales como los profesores Villey o Alvear, entre otros, de quienes aprovechamos la ocasión para recomendar encarecidamente su lectura, para una más profunda comprensión del trasfondo iusfilosófico de la modernidad.

Trasladando este aspecto al paradigma económico, hay una figura en la que vale la pena detenerse. Se trata del economista francés François Quesnay, padre de la llamada «fisiocracia»; y según ciertas corrientes, incluso de mayor importancia, en la génesis del pensamiento económico moderno, que Adam Smith.

Su obra Le droit natural constituye el perfecto ejemplo de la metamorfosis conceptual que sufre la doctrina del orden natural en razón del tránsito filosófico hacia la Modernidad. El punto de inflexión, a nuestro juicio, es considerar la ley moral natural en términos de «utilidad» o «ventaja». Veamos cómo plantea los conceptos el autor francés en dicha obra:

  • Derecho natural: «puede ser vagamente [sic] definido como el derecho que tiene el hombre para todas las cosas apropiadas para su satisfacción».
  • Ley moral: «regla de toda acción humana de orden moral, conforme con el orden físico, el más ventajoso evidentemente para el género humano».
  • Leyes positivas: «leyes de manutención referentes al orden natural, el más ventajoso, evidentemente, para el género humano».
  • Orden social: «el orden de las obligaciones y los derechos recíprocos cuyo establecimiento es esencialmente necesario para la mayor multiplicación posible de las producciones».

Nótense cómo se derivan, de las anteriores definiciones, principios que ya hemos introducido, y que iremos desarrollando en posteriores capítulos:

  • El derecho ya no gira alrededor del bien común, como objeto de la justicia, sino alrededor de los «derechos básicos» personales propios de la «modernidad fuerte» (vida, libertad y propiedad), que se plantean como derechos absolutos e incuestionables, chocando frontalmente con la tradición escolástica, que postulaba el sometimiento de estos principios al bien común, cuando éste lo requiriese.
  • El orden social (ya no natural, sino convencional, partiendo del «estado de naturaleza»), se erige como garantía de esos derechos individuales, y no más para el logro del fin último del hombre.
  • Incluso la moral se vuelve utilitarista, y sustituye el bien común por la ventaja colectiva, siempre mesurable en términos empíricos o económicos.
  • La autoridad política sólo se justifica como garante de esos derechos básicos. La regla escolástica del bien posible se sustituye por un anticipo de lo que Rawls denominaría «regla del maximín», que no es otra cosa que ponderar las alternativas en función de su peor resultado posible. Este principio práctico contradice el aforismo clásico de que «el abuso no deroga el uso», de modo que, si de la intervención estatal en la economía pueden derivarse abusos mayores que los que derivan de la ausencia de intervención, debe escogerse esta última opción[1].

De lo dicho hasta ahora, podrá inferirse fácilmente que ese giro copernicano del que hablamos tiene que ver, en última instancia y como denominador común, con la mutación de la idea de bien por la de «utilidad».

Y asimismo podrá verse cuán se desvía esta filosofía económica de la auténtica teología moral cristiana, y cómo el uso de términos homónimos encierra abismos conceptuales que acabarán alumbrando consecuencias diametralmente opuestas a las que se extraen de la recta intelección de la doctrina católica.

No se trata, pues, de un problema de razón, sino de inteligencia. No de la sesuda disquisición, sino de la incorrecta intelección de la naturaleza de las cosas. Dicho con otras palabras, la razón carente de inteligencia puede llevarnos a conclusiones absurdas como las que tratan de introducir con calzador, a golpe de citas descontextualizadas e ideas nominalizadas, los «tradicionalistas libertarios».

[1] Ni que decir tiene que, con esta premisa, jamás los clásicos se hubieran inclinado por la Monarquía como forma óptima de gobierno, pues eran conscientes de que su corrupción era la peor de las formas.

(Continuará)

Gonzalo J. CabreraCírculo Cultural Alberto Ruiz de Galarreta (Valencia)

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