Tras otro par de críticas destructivas, la que se convirtió en su frase más célebre: «Los jóvenes a la obra, ¡Los viejos a la tumba!», muestra clara de su positivismo doctrinal más intransigente y coherente con su trayectoria intelectual.
La declamación del discurso dejó al público anonadado, llegando a propagarse la leyenda de que el presidente Cáceres supuestamente le dijo que «no sabía si apresarlo o abrazarlo»; lo cierto es que, tal vez por sus conexiones familiares, el gobierno de Cáceres y luego del general Bermúdez prefirieron marginarlo en vez de darle un castigo más duro.
Durante el gobierno de Bermúdez nuestro personaje decidió convertir el Círculo Literario en un partido político llamado «Unión Nacional», el cual originalmente se consideraba en la vertiente política del radicalismo liberal. Apostaba por un de modelo unitario de Estado, por la reforma agraria y la liberación de los indígenas. En esa misma época viajó por siete años a Europa, con su esposa la francesa Adriana Verneuil. Ese viaje no estuvo exento de críticas de sus partidarios que consideraban un desacierto que su líder pasara largo tiempo ausente.
Pasó ese largo tiempo principalmente en Francia, donde además de conocer el positivismo más «metafísico» de Ernest Renan, se reforzó su visión anticlerical con las tendencias panteístas y arrianas que cada vez eran más notables en sus poemas. Se piensa que durante estos años leyó también al anarquista Proudhon y tuvo conocimiento de primera mano sobre la fracasada Comuna de París y sus masacres anticlericales que comentará a futuro.
Además, durante esa estancia, como demostración de rebeldía adopta el proyecto reformista de Andrés Bello y publica por primera vez en 1894, una antología de diferentes ensayos llamada «Páginas Libres», en la cual queda patente su anticlericalismo mientras analiza coyunturas tanto peruanas como extranjeras.
Comencemos viendo su corrosividad positivista en «Propaganda y Ataque»:
«Carecemos de buenos estilistas, porque no contamos con buenos pensadores, porque el estilo no es más que sangre de las ideas: organismo raquítico, sangre anémica. Y ¿cómo pensaremos bien si todavía respiramos en atmósfera de la Edad Media si en nuestra educación giramos alrededor de los estériles dogmas católicos, si no logramos expeler el virus teológico, heredado de los españoles?».
Entre esas críticas despiadadas subraya la hipocresía del llamado catolicismo liberal, cual ya era un problema grave en Perú de aquellos años:
«Predomina el catolicismo liberal o liberalismo católico. Periodistas y literatos arrojan a un solo molde el “Syllabus” y “la Declaración de los derechos del hombre”. Adoran en dos altares, como ciertas mujeres consagran al rezo la mitad del día y al amor libre la otra mitad. Olvidan que el liberalismo católico representa en el orden moral el mismo papel que en el orden físico representaron los lagartos voladores de la época secundaria: organismos con alas de pájaro y cuerpo de reptil, seres que hoy vuelan y mañana rastrean». En el plano político comenta lo que le parece más incoherente de esos sectores es como, a pesar de mantener una crítica a los aparentes mitos de la secesión, lo hacen desde una perspectiva que no «es suficiente»:
«Sacudimos la tutela de los Virreyes y vegetamos bajo la tiranía de los militares, de modo que nuestra verdadera forma de gobierno es el “Caporalismo”. Emancipamos al esclavo negro para sustituirlo con el esclavo amarillo, el chino. El substrátum nacional o el indio permanece como en tiempo de la dominación española: envuelto en la misma ignorancia y abatido por la misma servidumbre, pues si no siente la vara del corregidor, gime bajo la férula de la autoridad o del hacendado; si no paga tributo en oro, da contribución en carne; si no muere en la mina, sucumbe en los campos de batalla. Hasta vamos haciendo el milagro de matar en él lo que rara vez muere en el hombre: la esperanza. La historia nacional se resume en pocas líneas: muchas reformas políticas en cierne, adelantos sociales casi ninguno, es decir, estancamiento; porque la civilización de una sociedad no se mide por la riqueza de unos pocos y la ilustración de nos cuantos, sino por el bienestar común y el nivel intelectual de las masas».
Yendo a otro de los títulos interesantes de la antología nos encontramos con «Castelar». Una pieza interesante, en la cual ciertamente tiene una crítica clara al presidente de la efímera I República:
«Él causó mayores daños a España con su liberalismo expectante y emoliente, que Bonaparte con su invasión sangrienta, que Isabel II con su reinado gangrenoso, que los Prim y los Martínez Campos con sus pronunciamientos y conspiraciones. Como el «Nerón» de Soumet asfixió a sus convidados con una lluvia de rosas, así Castelar ha concluido por ahogar la democracia española de flores oratorias. El más que nadie merece el título de “ilustre calamidad”». El notorio anticlericalismo de González Prada no le impide admitir que ese nefasto régimen ayudó a florecer el carlismo; se lo nota poco entendedor de la cuestión dinástica a pesar de la notoria muestra de la tercera guerra:
«Tal es el hombre que lleva sobre sí tres enormes pecados: haber convertido el idioma castellano en orquesta forana y churrigueresca donde predominan el tantán chinesco y la esquila del convento; haber hecho de la Historia, ya una leyenda inverosímil como las novelas de Dumas, ya una mascarada trágica como los Girondinos de Lamartine; y haber representado el papel de colaborador inconsciente del carlismo, contribuyendo a que España sea lo que es hoy: el clericalismo conduciendo a la monarquía, el ciego cargando al paralítico».
Su obra fue muy leída entre círculos intelectuales, pero muchos se escandalizaron de lo que decía, lo cual le valió ser finalmente excomulgado por la Iglesia y ser su efigie quemada simbólicamente además de la censura de su obra.
En esos años también se imbuye de las conferencias y lecturas de los otros anarquistas como Kropotkin y Bakunin, con los que simpatizaba tal vez debido a su común pasado aristocrático.
A su retorno al Perú en 1898, además de ver un entorno cambiado tras el derrocamiento de Cáceres por las fuerzas del liberal Piérola decide volver a sus actividades agitadoras. Es reveladora su visión de la situación en su conferencia conocida como «Los Partidos y la Unión Nacional» dada en agosto del mismo año. En ella plasma la visión de lo que debe ser su agrupación política:
«Nosotros no clasificamos a los individuos en republicanos o monárquicos, radicales o conservadores, anarquistas o autoritarios, sino en electores de un aspirante a la Presidencia. Al agruparnos formamos partidos que degeneran en clubs eleccionarios, o, mejor dicho, establecemos clubs eleccionarios que se arrogan el nombre de partidos. Verdad, las ideas encarnan en los hombres; pero es verdad también que, desde hace muchos años, ninguno de nuestros hombres públicos representó ni siquiera la falsificación de una idea. Veamos hoy mismo. ¿Qué grupos se denominan partidos? ¿Quiénes se levantan con ínfulas de jefes?».
Curiosamente a pesar de su crítica furibunda a los dos caudillos principales — el entonces presidente Piérola y el defenestrado Cáceres— y a pesar de acusar a Cáceres de títere de intereses industriales foráneos no deja de sentir cierta nostalgia de él y de los tiempos en que ambos combatían bajo la misma bandera. Irónicamente, acusa a Piérola de clerical:
«En la vida de Cáceres brilla una época gloriosa: cuando luchaba con Chile y se había convertido en el Grau de tierra; en la existencia de Piérola se destaca siempre la figura borrosa del conspirador y signatario de contratos. Rodeado por algunos hombres honrados y de sanas intenciones, Cáceres pudo ser un buen mandatario (…) En Cáceres, los defectos se compensan con cierta caballerosidad militar y cierta arrogancia varonil: sus adversarios se hallan frente a un hombre que aborrecen y respetan; en Piérola, todas las acciones, por naturales que parezcan, descubren algo hechizo y juglaresco: sus enemigos se ven ante un cómico de la legua o payaso que les infunde risa. A Cáceres se le pega un tiro, a Piérola se le lanza un silbido».
También continúa dando muestras de comparar la coyuntura internacional y enlazarla con la crítica al pactismo político de su tiempo y con caciquismo político, que es un mal contemporáneo:
«En el orden político, lo mismo que en el zoológico, el ayuntamiento de especies diferentes no produce más que híbridos o seres infecundos. En España, se concibe la fusión transitoria de los partidos republicanos para destronar a la monarquía y detener al carlismo; en Francia, se concibe también para contrarrestar la influencia de clericales y orleanistas; pero aquí no se comprende las alianzas, porque persiguen el único fin de encumbrar o derrocar a un presidente. ¿Cuál ha sido el resultado de la Coalición de 1894? (Quitar a un hombre, poner a otro y seguir en el mismo régimen). ¿Qué pasa hoy mismo? Los civilistas buscan a los demócratas para embonar a Candamo, mientras los demócratas se hacen los esquivos porque sueñan con imponer a no sabemos qué personalidades indecisas y borrosas.»
A pesar de esa agresividad ideológica notoria en sus ideas de izquierda su partido se alejó de él desde el primer momento. En 1902 su agrupación política decidió aliarse con los liberales pierolistas —esclareciéndose así que desde el comienzo muchos, aunque considerados radicales, realmente no comulgaban con la doctrina anarquista de González Prada, por lo que el aristócrata renegado presentó su renuncia a la jefatura del partido. Con esto su disputa volvió a las trincheras periodísticas, en las cuales denunció al partido que él mismo fundó como ocupado por clericales y oportunistas, señalando de ese modo a sus antiguas amistades.
Los siguientes años se dedicó a viajar y continuar su lucha personal en los periódicos. siendo el pionero del anarcosindicalismo periodístico. Llegó a ser invitado por la masonería italiana en 1904 para dictar discursos sobre el anticatolicismo. El primero se tituló «Las esclavas de la Iglesia» donde simpatiza con las nefastas persecuciones masónicas contra la Iglesia:
«Sin pertenecer a la masonería, creo sentirme animado por el espíritu que inflamó a los antiguos masones en sus luchas seculares con el altar y el trono; sin haber nacido en la clásica tierra de Machiavelli y Dante, me considero compatriota de los buenos italianos reunidos aquí para celebrar un triunfo de la Razón y la Libertad. (…) Aunque no pertenezcamos a ninguna secta religiosa, tengamos la buena fe de reconocer que el protestantismo eleva a los individuos y engrandece a las naciones». Terminaba con unas duras diatribas contra los sacerdotes.
Su segundo discurso, titulado «Italia y el Papado» fue dictado el siguiente año, para la misma logia, donde como no es de esperar arremetió contra el papado pero también contra el simulacro de monarquía saboyano, demostrando la contradicción interna de sus quimeras políticas:
«Lombroso afirma que “Italia es una, pero no está unificada, (que) mientras algunas secciones de la península avanzaron con la unidad política, muchas han permanecido estacionarias o retroceden”. Con la monarquía de 1870 vino la excesiva centralización, el desarrollo de un miembro a expensas de los demás: por un lado, la congestión, por otro el desangramiento. Poco ganaron las multitudes, que no valen mucho las transformaciones políticas sin venir acompañadas de un mejoramiento social. La soberanía del pueblo es una sangrienta irrisión cuando se sufre la tiranía del vientre: al llevar el voto en una mano, hay que tener el pan en la otra. Quienes se beneficiaron con la unidad política de Italia fueron los reyes de Cerdeña, los cortesanos, los hombres públicos y los financieros. Los humildes y los pequeños sacaron lo de siempre: como las abejas labran panales para que otros saboreen la miel, así los humildes siembran para que los soberbios cosechen, así los pequeños combaten y mueren para que los grandes obtengan poder y glorificación. (…) Quien se declara hijo de la Iglesia tiene que reconocer como padre al Sumo Pontífice. Víctor Manuel se diseña como hijo y revolucionario sui generis: desnuda a su padre, y enseguida le demanda la bendición; encarna un movimiento impío, y muere clamando por los auxilios de la Religión. Humberto sigue más o menos, las huellas paternales, aunque una muerte violenta le impide acabar como Víctor Manuel. El actual monarca, hijo de una madre piadosísima, da visos de tanta fidelidad a las enseñanzas maternales que no se casa sin exigir de su novia el ingreso a la comunión católica. Lamentemos, pues, que los italianos no hayan poseído un Enrique VIII sin vicios. Lamentemos, más aún, que el asalto a Roma en 1870 no hubiera sido la obra de una revolución netamente republicana y popular como la de 1848. Garibaldi habría dado al problema una solución radical y definitiva»
Y finaliza rematando las clásicas acusaciones contra los católicos, especialmente haciendo mella en pontífices como León XIII, que se esforzó mucho en una pretendida —y fallida— reconciliación con poderes seculares.
En su retorno a Lima continuó aprovechando la agitación social para cosechar fama y celebridad entre los sindicalistas. Se consagró como el principal ideólogo anarquista en el país. Defendía la violencia revolucionaria como respuesta a la desigualdad social, especialmente en los atentados o en esta curiosa nota del año 1909 titulada «La Comuna de París» donde su mayor queja es el aburguesamiento de algunos mandos y que la violencia revolucionaria haya sido relativamente tardía:
«Examinando las cosas a la luz de la experiencia y con la perspectiva de la distancia, se ve, actualmente, de qué provino el fracaso y en dónde se hallan las raíces del mal. La Comuna incurrió en la gravísima falta de haber sido un movimiento político, más bien que una revolución social; y si no hubiera muerto ahogada en sangre, habría desaparecido tal vez en un golpe de Estado, como sucedió a la República del 48. Sus hombres, por más temibles y destructores que parecieran a los vecinos honrados, sentían hacia las instituciones sociales y hacia la propiedad un respeto verdaderamente burgués. No atreviéndose a provocar una crisis financiera de amplitudes colosales, se convirtieron en guardianes de la riqueza amontonada en los bancos, defendieron a ese Capital ―inhumano y egoísta― que azuzaba y lanzaba contra ellos a la feroz soldadesca de Versalles.
En cuanto a los crímenes y horrores de la Comuna, ¿cuáles fueron, exceptuando el fusilamiento del arzobispo Darboy, del clérigo Deguerry y de unos cuantos frailes dominicos? El acto, no por muy censurable que sea, merece disculpa al tener presente que vino como represalia y fue ejecutado en las últimas horas de la lucha, cuando el despecho de la derrota inevitable y cercana enfurecía los corazones y les ahogaba todo sentimiento de humanidad. ¿Por qué horrorizarse con una decena de ejecuciones hechas por los comunistas y no con los millares de asesinatos cometidos por el ejército del orden? Será, probablemente, por la categoría de las víctimas, pensando que la vida de un obispo vale por la vida de diez mil proletarios. Nosotros no pensamos así; no sabemos por qué la sangre de un clérigo ha de ser más sagrada que la de un albañil. Vida por vida, nos parece más útil la del obrero que la del vendedor de misas y mascullador de latines.
Aunque muchos juzguen una exageración el repetirlo, afirmamos que, si en algo pecó la Comuna, fue, seguramente, en la lenidad de sus medidas: amenazó mucho, agredió muy poco».
Pero el culto, intransigente y anticatólico fanático González Prada llegó a recibir el cargo de dirigir la Biblioteca Nacional un 1912 al fin del primer mandato de Leguía. Además de enfrentarse a una polémica con Ricardo Palma por la administración la mencionada Biblioteca, ensanchó su fama al renunciar durante la breve primera junta del presidente Óscar Benavides. También al ser visitado por futuros miembros de grupos sindicales o marxistas como Haya de la Torre, Mariátegui y César Vallejo, que bebieron de su doctrina.
En 1918, rendía cuentas a Dios un personaje con notorias contradicciones, en lo referente a la aplicación práctica del anarquismo que procedía de un estrato social alto de Perú. Propuso una comunidad de naciones, proclamando de forma constante una férrea hispanofobia aderezada con sentimientos de revanchismo mal digeridos. Y otra contradicción también importante: abogaba por el anticatolicismo teniendo él mismo fijaciones panteístas y sin atreverse a cuestionar a Jesús como maestro.
Se ven en González Prada: la síntesis del positivismo y el utopismo anárquico; las «ideas» de modernidad del siglo XIX asimiladas sin dejar de plantearse desde la perspectiva de un aristócrata paternal y creyente, —como sus referentes Bakunin y Kropotkin —, y desde una perspectiva rebelde, en la que las soluciones propuestas contra lo liberal, como reacción, surgían irónicamente del mismo liberalismo, siendo por ello tan utópicas como tendientes al baño de sangre.
Se puede concluir, casi parafraseando al magistrado brasileño Ricardo Dip, que al pretender dar vuelta al panorama aburguesado de la aristocracia, Prada mantuvo internamente vivos los valores carcomidos del mismo… En nuestro tiempo es importante no perder de vista este eslabón se mantiene ahora en modalidades políticas y sociales de Perú que ya conocemos.
Maximiliano Jacobo de la Cruz, Círculo Blas de Ostolaza.
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