Un signo de madurez política es haber comprendido que cada pequeña elección, cada acto y cada actitud que adoptemos en nuestro día a día (y concretamente en nuestra militancia cotidiana) deben ser congruentes con las verdades que profesamos: de lo contrario nos exponemos al riesgo de torpedear, en la práctica, aquella doctrina que decimos o pretendemos servir.
Naturalmente, el apostolado político es una praxis —aunque arraigue en la contemplación teorética y precise también de un cierto arte—, por lo que debe estar siempre orientado por la prudencia política, virtud que nos ayuda a encontrar, hic et nunc, los medios más conducentes al bien común de la Causa, que es a su vez el bien común de España. En otras palabras: no hay un recetario, un código ideal o un listado inflexible de «decisiones carlistas» y «decisiones anticarlistas». La experiencia, la tradición, la docilidad al consejo de los sabios y prudentes, el buen sentido y una reflexión pausada y atenta a las circunstancias concretas deben guiarnos caso por caso.
Sin embargo, los principios son universales e iluminan todas y cada una de las situaciones en que debamos decidir. Ahora bien: la aplicación recta de los principios excluye siempre los extremos viciosos (contrarios entre sí, pero no contradictorios). En el caso de la militancia política, dos de los extremos más deletéreos son el activismo y la inacción.
Son numerosos los motivos y los condicionantes (no pocos de ellos de índole psicológica y temperamental) que pueden conducir a la inacción o incluso a la parálisis: un perfeccionismo del malo (si es que lo hubiere bueno), una mentalidad escrupulosa, un catastrofismo o derrotismo exasperante… Pero hoy únicamente trataremos del extremo opuesto, el activista, y sólo de uno de sus síntomas: las malas compañías.
Vaya por delante, ante todo, que nada de lo que digamos a continuación debe confundirse con una suerte de «exquisitez» elitista: no hemos de replegarnos sobre nosotros mismos ni de encapsular nuestros Círculos, aislándolos herméticamente. En este sentido, no es bueno excluir a priori nuestro apoyo y colaboración con agrupaciones que —a pesar de que no sean estrictamente carlistas— persigan fines nobles, conducentes a la restauración del entramado comunitario de nuestras respectivas localidades en los diversos ámbitos de la vida social: familiar, vecinal, municipal, escolar, laboral (o económico en general), universitario, e incluso si me apuran —pero con muchísimas precauciones— eclesial. Cada Círculo debe examinar sus posibilidades, su arraigo local, las garantías que esa colaboración le ofrece…
Me refiero, sobre todo, a esas asociaciones cuyo radio de acción es pequeño (una empresa, un barrio o un distrito urbano, v. gr.), pero cuyos fines están muy claros y definidos, y cuya composición ha sido fundamentalmente orgánica: no se han formado artificiosa o ideológicamente, ni desde la distancia, sino para defender el bien común de cuerpos sociales concretos. En este sentido, por poner un solo ejemplo, el Círculo Cultural Juan Vázquez de Mella ha prestado su apoyo, entre otras, a la Unión Rural Asturiana.
Pero todo ello contrasta notablemente, y poco tiene que ver, con el «espíritu anónimo» de las entidades a que nos vamos a referir: esas que aprovechan acontecimientos políticos de importancia —escándalos, polémicas, aprobación de iniquidades estatales o autonómicas— para convocar (o para reconducir hacia su rédito) manifestaciones o rezos en la vía pública.
En la línea de lo que en esta misma tribuna apuntaba Roberto Gómez Bastida hace unas semanas, éstas son algunas de las preguntas que deberíamos hacernos antes de difundir alguno de estos eventos y de asistir a ellos: ¿Qué entidades los convocan? ¿Con qué fines convocan? ¿Conozco o puedo conocer a alguna persona física directamente responsable de estas entidades? ¿Qué tipo de acción va a llevarse a cabo? ¿En qué conceptos o sobre qué planteamientos se fundamenta esa acción?
La respuesta a esta última pregunta es muy importante, pero —tratándose de esta clase de entidades vitandas— a menudo es deliberadamente dificultada por los organizadores, que tratan de adaptarse a los «gustos» del grueso de asistentes previstos, para que se sientan lo más cómodos posible: lo harán en ausencia de un discurso político nítido, mediante consignas contradictorias, frases rimbombantes —en la lastimosa jerga tuitera diríamos «basadas»— pero abstractas, generalidades con las que todos (o, al menos, todo el público al que se dirigen) pueden estar de acuerdo por su inespecificidad…
La clave para responder a esa pregunta, en ocasiones, está precisamente en aquello que no se dice. Por ejemplo: puede señalarse que nos azota el mal del secularismo, del relativismo o del nihilismo, del materialismo o del hedonismo, pero no escucharemos que la democracia moderna y el liberalismo (también el conservador) son causa y epítome de esos mismos males. En otras muchas ocasiones, sencillamente, bastará con fijarse en los términos empleados por los convocantes (incluso en la cartelería misma): libertad de conciencia, libertad religiosa, libertad de enseñanza, objeción de conciencia, derecho a la vida… In claris non fit interpretatio.
Que asociaciones que presumen ufanas, por activa y por pasiva, de defender la libertad religiosa convoquen un Rosario para rezar por la unidad de España, es tan pintoresco como si una comuna promotora del «amor libre» organizase unas jornadas para cantar las bondades de la unidad de la familia. Como nos recuerda Jean Ousset, «Dios se ríe de las oraciones que para apartar las desgracias públicas Le hacen los hombres, si no se oponen a lo que se realiza para provocarlas».
HazteOir, Derecho a Vivir, CitizenGO, Profesionales por la Ética, Observatorio por la libertad religiosa, Abogados Cristianos, Enraizados… Cuando se topen con esos nombres sospechen sin escrúpulos, ya que no caerán en juicios temerarios: por sus frutos los conocemos. El presidente de esta última entidad mencionada, sin ir más lejos, se lamentaba hace poco de que existiese «un intento de acabar con el actual sistema político», obviando que todo buen católico debe anhelar su aniquilación, si bien para restaurar, con suavidad y decisión, el recto orden social.
No ocultaré que resulta especialmente doloroso que algunas personas próximas a nuestras iniciativas políticas, y muy valiosas, arguyan la falta de tiempo o la multitud de ocupaciones para excusar su ausencia recurrente en nuestras actividades formativas, y sin embargo acudan prestos al jugoso reclamo de aquellos que, ¡por una vez!, les permiten «hacer algo». Ya decíamos antes que el activismo y la inacción no son contradictorios… Pero ¿qué explica el éxito aparente de estas concentraciones multitudinarias? ¿Es acaso algo más «épico» que nuestros Círculos? No lo sé. Menos exigente, sin duda. Menos comprometido, también.
Cordialmente, pero con toda firmeza, les animo a no abandonar el buen combate y a ofrecer todo aquello que puedan aportar: a veces no se nos pide más que nuestra perseverancia y nuestra lealtad a la santa Causa. Que no es poca cosa. No desparramemos tiempo, esfuerzos y energías en hacerle el juego al enemigo. Los convocantes turbios de un acto no se tornan aceptables por las intenciones sinceras de quienes a él asisten ingenuamente… No andemos en malas compañías: ni en nuestra vida privada, ni en el apostolado político: no son separables. No olvidemos, además, el riesgo de que se nos identifique como miembros o simpatizantes de tales entidades, que (como es lógico) difundirán sin rebozo imágenes o vídeos en que aparezcan esas personas que «no acudían por los convocantes, sino por el acto en sí». Corriendo así el peligro de comprometer el prestigio de instituciones nobles a que pertenezcamos, y de sembrar grave confusión.
En este dilatado Viernes Santo de la Cristiandad, apuntalemos las iniciativas culturales y políticas de nuestra vieja Comunión. Más modestas y discretas, pero más constantes. Menos chillonas y menos «basadas», pero bien orientadas doctrinal y prácticamente. Más pequeñas, pero de obediencias claras y objetivos cristalinos: unidad católica con todas sus consecuencias (abolición del régimen de libertad de cultos e indiferencia jurídica en materia religiosa); composición orgánica de la sociedad, con arreglo a los buenos usos y costumbres de cada cuerpo social; y Monarquía templada, pero real y tradicional, legítima de origen y de ejercicio. En suma: Dios, Patria, Fueros y Rey. O lo que es lo mismo: el bien común completo, íntegramente servido. La realeza social de Cristo, y no sus sucedáneos.
Julián Oliaga, Círculo Cultural Alberto Ruiz de Galarreta
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