Cuentas de Navidad (I)

Cada Navidad, por otra parte, los grisáceos enemigos de la verdadera felicidad procurarán convencernos de mandar a paseo las convenciones y las tradiciones

Fotograma de la película «Cuento de Navidad», en la versión de los Teleñecos

Cada Navidad, en alguna de esas copiosas y entrañables comidas en familia, llega un momento en el que una palabra, un gesto, un objeto, un plato, incluso, nos despierta un recuerdo, una añoranza que nos conduce, irremediablemente, a echar la cuenta de los ausentes. Y es que en las cenas de Nochebuena y en las comidas de Navidad es cuando se dejan sentir con mayor agudeza las ausencias.

En las familias normalmente constituidas, en las que la generación siguiente es naturalmente más numerosa que la anterior, por el sencillo expediente del matrimonio contraído con honestidad y con decencia (es decir, sin anticonceptivos), la columna de las «ausencias» suele compensarse generosamente con la de las «llegadas». Pero las cenas de Nochebuena y las comidas de Navidad pertenecen, por derecho propio, a esa clase de acontecimientos en los que una silla vacía no puede ser fácilmente ocupada por un recién llegado, sea éste o no de nuestra misma sangre.

Durante el tiempo de Navidad, los seres humanos dotados de una constitución antropológica aún no del todo pervertida —rarissima avis— suelen experimentar de manera aún más notable que durante el resto del año, la natural inclinación del hombre a la conservación de sus hábitos, usos y costumbres o lo que podríamos llamar el principio de Tradición, por el que, año tras año, pese a las cada vez más intensas y odiosas campañas por renovar y poner al día nuestro «espíritu navideño», resulta que acabamos haciendo las mismas cosas: comiendo los mismos manjares en las mismas casas, con la misma gente, hablando de los mismos temas e, incluso, en un alarde de delicadísimo sentido del orden, de la dignidad y de la tradición, sentándonos en los mismos puestos en la mesa.

Yo, por ejemplo, de una manera o de otra (es decir, o literaria o fílmicamente), volveré sin duda esta Navidad a procurarme un tiempo de esparcimiento espiritual y humano gracias a Cuento de Navidad, de Dickens. En mi personal cruzada iconoclasta contra todo lo cursi y lo ñoño (que son los dos peores enemigos de lo Bueno y lo Bello, aún más que la pintura contemporánea y que las iglesias de hormigón armado), siempre he considerado que la versión de los «Teleñecos» (o Muppets) es particularmente afortunada.

Me explico: en primer lugar, no hay que tomarse Cuento de Navidad demasiado en serio. Es, sin duda, una obra maestra literaria y es, sin duda, una obra maestra literaria de tema navideño con una irrenunciable inspiración cristiana. Pero no lo vayan a confundir con un texto devocional o una lectura espiritual. Dickens se cuida mucho de permanecer en el más acá de las categorías éticas socialmente aceptables en la Inglaterra victoriana. Y eso, por mucho que nos disguste a los anglófilos dickensianos y estéticamente deslumbrados por el siglo de la Emperatriz de la India significa, sobre todo y ante todo que, como diría mi admirada condesa viuda de Grantham —en una frase con la que ya indiqué en su día no estar en absoluto de acuerdo— «los principios son como las oraciones: nobles, ciertamente, pero extraños en una fiesta». Cuento de Navidad, como tantas otras cosas nobles y hermosas de este mundo, no es una llegada, sino un punto de partida.

En segundo lugar, la versión de las simpáticas marionetas tiene como principal protagonista a Michael Caine (sí, de veras), que borda un Sr. Scrooge particularmente siniestro —tanto más cuanto que le saca tres o cuatro cabezas a cada uno de sus co-protagonistas—. Además, Waldorf y Statler coronan una magnífica carrera artística con el que quizá sea el mejor de sus roles dramáticos, como los «hermanos» —licencia fílmica— Marley; la rana Gustavo (o René), muy correcta y poco histriónica, por una vez, en su papel de Bob Cratchit; y los siempre entrañables Dr. Bunsen Honeydew y Beeker cumplen de manera muy simpática con su papel de recaudadores de fondos para obras benéficas que se ven, primero, rechazados y, después,  acogidos con inmensa generosidad por el conocido usurero londinense.

Cada Navidad, por otra parte, los grisáceos enemigos de la verdadera felicidad —la que es tan grande y difusiva de sí misma que se comparte con aquellos a quienes queremos y, aún, con aquellos a quienes no queremos— procurarán convencernos de mandar a paseo las convenciones y las tradiciones y de adelantar el viaje de esquí familiar a Baqueira al día 23, que sale más barato. O no hacer el larguísimo viaje desde la capital a Villaburros del Condado —a dos horas y media en coche, sin atascos— para pasar la Nochebuena con la abuela Rigoberta que, además, está totalmente perdida con el Alzheimer y, en su lugar, disfrutar en familia (es decir, los dos cónyuges, en el mejor de los casos, y el gato) de un Fin de año balinés a sólo ocho horas y cuarto de Madrid (sin contar las escalas) en avión. O, incluso, de conservar, en buena medida, las tradiciones de los mayores, pero adaptándolas a los nuevos tiempos: en lugar de becada y faisán o pavo o carne asada, un delicioso pastel de tofu[1] con algas japonesas y salsa de agua de mar desalada; o de no invitar este año al primo Segundino, que siempre bebe unas copas de más y acaba diciendo inconveniencias sobre lo importante que es votar a Feijoo o lo bien que está Isabel Díaz Ayuso, quizás como un triste capítulo más en su huida hacia delante de su mal asumida soltería; o de no insistirle a la tía Obdulia, si la primera vez dice que no viene, porque luego resulta bastante pesada cuando se pone a hablar de sus juanetes y de sus muelas; quizás, también, en una confesión patética y desesperada de lo sola que está. No. La Navidad es un tiempo que Dios nos da a nosotros y no al revés, y se trata de disfrutarlo, de descansar y de estrechar lazos con «los míos», sintagma que no equivale a «aquellos de los que los naturales vínculos de parentesco me obligan a ocuparme aun, a veces, a mi pesar» sino «los que a mí me dé la real gana».

[1] El tofu, como saben, constituye el alimento principal de esa nueva etapa de la evolución de la especie humana que se llama «vegano». Una sustancia fofa, fláccida, insípida pero muy fácil de manipular. Como el tofu, de hecho.

(Continuará)

G. García-Vao

Deje el primer comentario

Dejar una respuesta