El historiador Federico Suárez es una de esas personalidades que suscitan sentimientos encontrados cuando uno se acerca a su trayectoria vital. Por un lado, genera admiración toda esa formidable labor investigadora desplegada a lo largo de su rica y dilatada carrera, desempolvando todo tipo de manuscritos olvidados en los Archivos en orden a descorrer el tupido velo de los misterios que rodean los acontecimientos sociopolíticos que marcan, en la Historia española, las cruciales décadas del reinado de Fernando VII. Por otro lado, si tenemos en cuenta que toda esa gigantesca tarea –cuya finalidad principal tendía a sacar a la luz la verdad de los hechos frente a la mitificación o versión desfigurada de la historiografía liberal imperante– congeniaba a la perfección con la condición de javierista (o sea, carlista) que D. Federico ostentaba con orgullo desde los tiempos de su participación como Requeté en la Guerra del 36, resulta a primera vista no menos asombroso ese transbordo suyo a las filas de la Revolución cuando terminó aceptando en 1960 formar parte, en calidad de preceptor, del plantel de profesores designados por el tándem Juan-Franco para el paripé de los estudios superiores de Juan Carlos, ocupación que seguidamente pasará a ser la de capellán a partir de 1963, la cual continuará desempeñando formalmente hasta su fallecimiento a principios de 2005.
Esta decisión transcendental, que divide su vida política en dos partes bien diferenciadas, sin embargo no repercutió sustancialmente en su otra esfera, la académica, que siguió el mismo estimable camino desmitificador antiliberal hasta sus últimas días. ¿Cómo explicar este cambio tan drástico en una persona que hasta esa fecha de 1960 se había caracterizado por una acendrada lealtad al Monarca legítimo? Cuenta D. Miguel Ayuso, en el obituario que dedicó a nuestro hombre, que Manuel de Santa Cruz, cuando preparaba sus Apuntes, fue a visitar a Suárez para que le aclarara ese episodio, pero que éste le emplazó para cuando tuviese lista la edición del tomo correspondiente a dicho año. «El enigma –concluye D. Miguel– quedó sin resolver, o más bien se resolvió en simple dilación, pues, en efecto, llegado el día, Santa Cruz volvió a visitar al presbítero, quien esta vez, sin nuevos retrasos, se limitó a decirle que lamentablemente sus muchos trabajos le impedían darle satisfacción en ese momento. No sé si lo ha escrito Santa Cruz en el tomo correspondiente o se lo [he] oído contar viva voce, desde luego en varias ocasiones» (Anales de la Fundación Elías de Tejada, Año 2006, p. 17).
Lo más seguro es que el Profesor Ayuso se lo hubiera oído a Manuel de Santa Cruz, pues en el epígrafe que le dedicó al luctuoso asunto, en las páginas 89-91 del tomo 22 (I) de sus Apuntes, el historiador vasco no menciona la anécdota relatada. Allí el autor apenas recurre, como únicas fuentes de información sobre el tema, a un par de cartas entre Franco y Juan Battenberg tomadas del libro Un reinado en la sombra (1981), del juanista Pedro Sainz Rodríguez; y a la versión del suceso recogida en el libro El último pretendiente (1976), redactado por Javier Lavardín (pseudónimo de José Antonio Parrilla), uno de aquellos nefastos y demagogos jóvenes secretarios particulares opusinos que rodeaban al Príncipe de Asturias D. Carlos Hugo en los años sesenta.
Ante la negativa de Federico Suárez de querer contestar a este enigma (tal vez por vergüenza), sólo nos cabe formular suposiciones para tratar de buscar una explicación, que no una justificación. Las únicas respuestas que se nos ocurren guardan relación con la otra condición pública que poseía el historiador valenciano junto a la de javierista: la de ser miembro del Opus Dei. En una primera aproximación, probablemente determinase esa sorprendente aceptación del cargo de preceptor la peculiar habilidad que tiene esa organización en doblegar el ánimo de sus víctimas, especialmente si se trata de personas altamente influenciables. En este sentido, es interesante citar el testimonio del arquitecto Miguel Fisac, uno de los socios-numerarios de la primera hora y estrecho colaborador del Fundador hasta su salida de «La Obra» en 1955: «Una de las cosas –refiere Fisac– que el Sr. Escrivá repetía constantemente, como una actitud de lealtad, era que no debíamos confesarnos fuera de allí: “La ropa sucia, en casa se lava”, nos decía. Y yo me sentía desesperado. Bien es verdad que no hice nada de proselitismo. “Si yo quiero marcharme”, pensaba para mis adentros, “¿cómo voy a decirle a nadie que entre?”. Una sola vez lo hice, y me duele. Un día que fuimos a Valencia Álvaro Portillo y yo, me dijeron que les echara una mano con un chico que andaba casi convencido para entrar. Aunque yo no estaba por la labor, le hablé y él dijo que sí. Luego me sentí mal por haberle coaccionado. Se trataba de Federico Suárez, el que es ahora capellán de la Casa Real [sic]. Me gustaría poderle pedir perdón por haberme prestado a aquello» (Escrivá de Balaguer. ¿Mito o Santo?, ed. Libertarias/Prodhufi, 1992, pp. 56-57).
Si hemos de creer la versión de Lavardín, el principal «razonamiento» que le presentaron a Suárez tirios y troyanos para que aceptara el consabido puesto era el de que un Sacerdote no podía negarse a dirigir un alma que podía llegar a ser algún día «Rey de España» y que, por tanto, sería responsabilidad suya si éste terminaba teniendo una deficiente formación religiosa. La respuesta del Catedrático valenciano en este caso, no obstante, habría sido sencillísima: si Juan Carlos de verdad quería ser un católico coherente y no un pecador público, en aras de la salud de su alma debía de inmediato romper con su padre y con Franco y acudir presto a rendir pleito homenaje a su legítimo Señor el Rey Católico de España D. Javier de Borbón, como un simple súbdito más, dejando de esgrimir títulos que no le pertenecían, incluida la pretensa cualidad de miembro de la Casa Real española.
Pero quizás, al margen de su posible carácter influenciable, Federico Suárez pudo tener –y seguimos con las conjeturas– un motivo concreto muy poderoso para no rechazar el «fraternal consejo» de sus superiores opusinos. ¿Tuvo algo que ver en todo este affaire el hecho de que, por esas mismas fechas, a Don Federico se le permitiera crear y llevar adelante la «Colección Histórica» dentro del «Seminario de Historia Moderna» (futura Facultad de Filosofía y Letras en la incipiente «Universidad de Navarra»), Colección que constituirá el principal cauce por el que habrán de ver la luz casi todos los estudios y documentos elaborados y recopilados por él y su escuela relativos a la época de Fernando VII, con todas las consiguientes facilidades económicas de edición otorgadas por la poderosa entidad religiosa a la que pertenecía? Cuando Suárez, en el preámbulo a la tercera edición de su obra fundamental, La crisis del Antiguo Régimen en España (1800-1840), publicada en 1988, un año después de su jubilación académica, hacía balance de los frutos bibliográficos obtenidos durante los 30 años en que había ejercido la dirección de la Colección, mostraba con toda razón una más que merecida alegría y satisfacción. Pero cabría preguntarse si su traición contra la dinastía legítima era el precio que había tenido que pagar para que todo ese valioso tesoro historiográfico hubiera podido divulgarse en letras de molde, en lugar de quedar condenado a permanecer inútilmente escondido como manuscritos inéditos (destino, por cierto, al que se vieron abocadas otras varias monografías que también estaban dispuestas para su impresión, como confesaba el propio Suárez en el susodicho preámbulo).
De ser correcta esta última tentativa nuestra de elucidación de la inexplicable actitud personal de Federico Suárez, cabe preguntarnos todavía finalmente si le merecería la pena a un católico sacrificar el deber moral de defender la verdad y justicia en el tiempo y lugar que le ha tocado siempre que con ello consiguiera triunfar en el trabajo personal de toda una vida en pro del esclarecimiento y difusión de esa misma verdad y justicia en el importante campo de la Historia. Desde luego que no son de por sí incompatibles una cosa y la otra, pero el panorama se complica cuando entra de por medio la cuestión de permanecer en una asociación cuyos mandamases se vanaglorian de respetar la libertad de sus socios a la vez que se dedican a presionarles a actuar contra su recta conciencia cristiana. Ahí radicaría, en definitiva, el dilema con el que hubo de enfrentarse Don Federico en todo este asunto; y es que ciertamente no se puede servir a dos Señores, pues tarde o temprano la balanza deberá inclinarse hacia un lado u otro.
Félix M.ª Martín Antoniano
Deje el primer comentario