El segundo «fin del trabajo»

La economía debe servir para la vida buena de los hombres, al menos de aquellos que estén dispuestos a cumplir el mandato de San Pablo (2ª Tes, 3, 10-12), y no solamente de la de los más capacitados.

EFE

Hace algo menos de treinta años se publicó una obra del profesor estadounidense Jeremy Rifkin, titulada «El fin del trabajo», que tuvo gran repercusión en el mundo económico de su tiempo. Un mundo ya lastrado parcialmente por la revolución tecnológica incipiente (Internet se abrió al mundo en ese mismo año), y el cambio de modelo económico forzado por las sucesivas crisis energéticas y el definitivo agotamiento de la «bonanza planificada» que siguió a la Segunda Guerra Mundial, y que sirvió de preservativo anti-revolucionario para el llamado «mundo libre».

En dicha obra, se advertía de que la nueva revolución económica por venir iba a llevarse por delante gran parte del empleo creado en las décadas precedentes. Las razones son varias, pero se pueden reducir, esencialmente, a dos: 1) el fin del modelo económico global del crecimiento mediante el aumento de la oferta y demanda en espiral, y su sustitución por un crecimiento a base de optimización de costes (incluidos los de personal); y 2) al nuevo paradigma tecnológico que acabaría por implantar un sistema de elevada automatización de los procesos, que disminuiría radicalmente la demanda global de mano de obra.

Es altamente probable que Rifkin no pudiera ni imaginar la existencia de nada parecido a lo que hoy viene a denominarse «inteligencia artificial». Pero tuvo el mérito de profetizar que, fuese como fuese, la tecnología acabaría sustituyendo al hombre en gran cantidad de puestos de trabajo.

Hoy, el mundo se enfrenta al reto (que es esencialmente moral antes que económico, si como procede, damos prioridad al espíritu frente a la materia), del desarrollo de la inteligencia artificial, y de su impacto en el empleo global. Recientemente escuchamos a un denominado «gurú» empresarial, Naval Ravikant, afirmar que «en cincuenta años, los jefes se extinguirán; cada uno trabajará por su cuenta»[1]. Desde luego, esto no significa que vayan a desaparecer las jerarquías empresariales, poco dadas a la democracia que paradójicamente promueven a nivel político, y menos aún al anarquismo. Significa, más bien, que el modo de entender el trabajo, para quien lo conserve, será totalmente diferente al actual, presentando probablemente los siguientes rasgos:

  • El trabajo se demandará de manera esporádica, a golpe de necesidad momentánea, por horas, por días, por proyectos.
  • Por tanto, el contrato laboral fijo será una utopía. Incluso el temporal escaseará. Los costes laborales no serán económicamente eficientes, de manera que la opción será que cada palo aguante su vela.
  • Puesto que el contrato laboral pasará a mejor vida, se pondrá fin a las cotizaciones empresariales a los sistemas de previsión social estatales, y a cambio, se pactará una retribución neta por horas, proyectos, o cualquier otro módulo equivalente.
  • Así, la previsión social irá a cargo de cada cual, con sistemas de capitalización estricta y pequeñas «cuotas de solidaridad» para las empresas, que sirvan para financiar la cantidad de ocio subvencionado que necesite el excedente de la llamada «fuerza laboral». Los ingresos por cotizaciones sociales estatales se desplomarán y se necesitarán mecanismos alternativos para financiar a los desempleados.
  • Eso sí, al tratarse de contratos mercantiles y no laborales, no habrá cortapisa alguna a la negociación de esos honorarios por quien posea mayor potencia económica, ni necesidad de compensar de modo alguno al profesional, de cuyos servicios se podrá prescindir de un día para otro. Desde el reino de Mammon le llaman «flexibilidad» y dicen que, sin eso, no hay manera de mantener las previsiones de beneficios que desean los accionistas.

Siempre se ha dicho que los empleos que mas peligran son los de baja cualificación, instando a los jóvenes a cursar estudios universitarios para, supuestamente, salvar ese vacío y subirse en el barco del mercado laboral. En cambio, hoy vemos cómo muchos empleos cualificados (abogados, arquitectos, traductores, diseñadores y hasta artistas) se van a ver también reducidos en su demanda por el efecto sustitución que operará la inteligencia artificial. El gran problema de todo eso es que los trabajos que en su día servían para el aprendizaje de ciertas profesiones (pasantes, becarios, aprendices de trabajos manuales y no manuales, etc.), en pocos años no serán necesarios. De manera que quien pretenda entrar en el mercado laboral progresando «desde abajo», se encontrará la puerta cerrada.

Ante esto, la solución a la dificultad de promocionar profesionalmente puede venir dada por que una minoría, hiper-cualificada a través de una formación académica excelente y de coste astronómico, acceda directamente a los puestos de responsabilidad, habiendo adquirido sus habilidades fuera del sistema laboral. También cabe la posibilidad de la vuelta al modelo de «pago por aprendizaje», es decir, que el ejercicio de ciertos empleos sea posible pagando al empleador, y no a la inversa, como compensación a la empresa por la pérdida de productividad que supone emplear a un aprendiz respecto a una máquina. Sea como sea, la paradoja consiste en que, para poder ganar dinero a través de un empleo, será necesario disponer antes del propio dinero.

Aunque ese, en el fondo, no es el gran problema. Las mismas universidades y empresas pueden diseñar proyectos de mecenazgo o préstamos para los casos en que la aptitud no vaya acompañada de los recursos económicos. Sin embargo, la cuestión moral es que la economía debe servir para la vida buena de los hombres, al menos de aquellos que estén dispuestos a cumplir el mandato de San Pablo (2ª Tes, 3, 10-12), y no solamente de la de los más capacitados.

Y hace demasiado tiempo que el capitalismo no está en condiciones de garantizar eso. La «elite del capital», que hoy ya ha dejado de ser el maná que supuestamente derramaba riqueza a la sociedad por entre sus poros, acabará por completar su proyecto de club estanco y totalmente autorreferencial. Con ello por fin evidenciará, en la praxis, que no beneficiaba al hombre sino per accidens, y que en última instancia sirve exclusivamente a las cuentas de resultados empresariales. El crecimiento económico general dejará de ser el anestésico de conciencia de muchos, y se retirarán muchas caretas.

Gonzalo J. Cabrera, Círculo Cultural Alberto Ruiz de Galarreta (Valencia).

[1] https://www.eleconomista.es/economia/noticias/12959608/08/24/la-prediccion-de-uno-de-los-primeros-inversores-en-uber-y-twitter-en-50-anos-los-jefes-se-extinguiran-cada-uno-trabajara-por-su-cuenta.html

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