Amadeo de Saboya y la Bendición Apostólica (I)

el Papa sólo tuvo a bien complacer la petición de «santas oraciones» solicitada por Amadeo

Amadeo de Saboya (1845-1890)

Tras el golpe de «La Gloriosa» en septiembre de 1868, la atmósfera de anarquía e inseguridad generada por la canalla desatada en las calles de Madrid durante los primeros meses de la situación advenida, así como la percepción de la ineficacia de su gestión ante los poderes entrantes, determinaron al Nuncio Alessandro Franchi a retornar a Roma en junio de 1869. Desde entonces quedaría al frente de los asuntos de la Nunciatura su auditor Elia Bianchi como una especie de Encargado de Negocios semioficial, hasta el nombramiento del nuevo Nuncio Giovanni Simeoni en marzo de 1875, poco después de la irrupción en la Península de Alfonso, evento que se conceptúa como liquidador del Sexenio Democrático.

En todo el tiempo en que Amadeo de Saboya asumió la presidencia honorífica del estrenado Estado constitucionalista, fueron infructuosos todos los intentos por conseguir su reconocimiento oficial por la Santa Sede, así como la reanudación y normalización de las relaciones diplomáticas. Aún se quejaba de lo segundo en el que sería su postrer Discurso de apertura de las «Cortes», pronunciado el 15 de septiembre de 1872: «Quisiera poder anunciaros –se lamentaba– el restablecimiento de las antiguas relaciones con la Santa Sede; mas con sincero dolor os digo que en este punto no se han logrado mis deseos, resultando vanos […] los esfuerzos empleados con este objeto por mi Gobierno [sic]. No por eso desconfío –termina diciendo– de ver remediada una situación que me aflige, porque espero que la sabiduría y la prudencia del Sumo Pontífice podrán llegar a persuadirle de que es tan sincero mi sentimiento de veneración a su persona y de respeto a su poder espiritual, como es firme mi decisión de vivir con los hechos y las ideas de mi tiempo y de mantener los decretos con pleno derecho establecidos por la soberana voluntad de la Nación española». (Diario de las Sesiones de Cortes. Congreso de los Diputados. Legislatura de 1872 a 1873. Tomo I, 1873, p. 2).

El Sacerdote e historiador Vicente Cárcel Ortí, recopilando anteriores trabajos suyos, destinó principalmente el Capítulo III de su obra Iglesia y Revolución en España (1868-1874), editada en 1979, a describir la permanente oposición que el Papa Pío IX manifestó ante Amadeo a lo largo de este periodo, y que aparece bien sintetizada en su firme negativa a concederle la Bendición Apostólica, tan asiduamente solicitada por el Duque de Aosta.

El 16 de noviembre de 1870 las pseudo-Cortes eligieron como «Rey» al Príncipe de Saboya, candidatura oficial auspiciada por el «Regente» General Serrano y el Presidente del «Gobierno» General Prim. Amadeo salió de Turín el 22 de diciembre para dirigirse a tierras españolas. Unos días antes había dirigido al Papa una misiva en la que le ponía al corriente de la reciente tarea encomendada, para cuyo cumplimiento «confío que Vuestra Santidad –concluía el Príncipe piamontés– no me negará sus auxilios espirituales, antes me ayudará con sus santas oraciones, y me concederá la Bendición Apostólica, que filialmente le pido» (op. cit., p. 236).

La carta no está datada, pero debió redactarse hacia el 11 de diciembre, fecha con la que su esposa María Victoria del Pozzo della Cisterna dirigió otra al Papa rogándole «compartir su Santa Bendición Apostólica sobre mi consorte, sobre mí y sobre nuestros queridos hijos» (p. 238, n. 16). Pío IX, el 22 de diciembre, contestó a Amadeo de esta manera: «Alteza Real. La carta que V. A. ha tenido la bondad de escribirme me anuncia haber sido llamado por el voto de las Cortes [sic] a subir al Trono [sic] de España e invoca el subsidio de mis oraciones para desempeñar los deberes de su nuevo destino. Si este hecho está ya decidido en el orden de la Divina Providencia, en ese caso mis pobres oraciones le acompañarán en el viaje, y en el lugar de su morada, y aumentarán en proporción de los esfuerzos que haga por restituir a aquella noble y católica Nación la libertad de la Iglesia que los deplorables acontecimientos políticos han quitado a España, a Italia y en otras partes. ¡Fueran igualmente eficaces estas oraciones humilladas a los pies del Trono del Rey de Reyes para hacer inmune a Vuestra Alteza de los peligros que podrían circundarle! Sean igualmente beneficiosas estas mis súplicas para obtenerle del Padre de las luces aquellas especialmente que le muestren todos los medios para ser un Príncipe eminentemente católico que, prefiere la gloria de Dios, la salud espiritual de los súbditos, el interés y el triunfo de la Religión y de la Iglesia, a las bajas miras de los fachendones [faccendieri] modernos que prefieren la materia al espíritu, y, para obtener el triunfo de aquélla, buscan envilecer la Religión, oprimir a sus ministros y fomentar especialmente en la juventud las pasiones más abominables para adormecer y aun erradicar en esos jóvenes corazones el más precioso de los dones y el más necesario: la Fe que viene de Dios. V. A., lo espero, tendrá un camino totalmente diverso, y sabrá rodearse de sabios consejeros que no se avergüencen de ser católicos y profesen con la frente en alto las máximas y los principios de nuestra Sma. Religión. Por lo demás, yo le ruego reflexionar que estuve siempre en buenas relaciones con la Reina [sic] Isabel, y que fui Padrino del Príncipe de Asturias [sic, en referencia a Alfonso]. Dios le conceda sus bendiciones celestiales» (p. 237, n. 15).

Cárcel Ortí, al comentar esta carta, asevera que el Papa «por supuesto, le concedía la Bendición» a Amadeo de Saboya. Sin embargo, a nuestro humilde entender, del texto del escrito se desprende que el Papa sólo tuvo a bien complacer la petición de «santas oraciones» solicitada por Amadeo. La última frase de Pío IX expresa meramente el deseo de que Dios oiga, agraciándole con saludables bendiciones, esas oraciones que gustosamente el Papa está dispuesto a elevar por él. Pero el Sumo Pontífice pasa en silencio la Bendición Apostólica formalmente dicha. Esto se ve con mayor claridad si se contrasta con la misiva, de 23 de diciembre, que el Santo Padre envió en respuesta a la carta de la esposa, y que reza así: «Alteza Real. He leído con placer la carta que Vuestra Alteza me ha dirigido, y el buen deseo de ver confortado a su consorte el Príncipe con las bendiciones de Dios en su nueva y difícil situación. He respondido ya al mismo, o, mejor dicho, respondo simultáneamente. Plazca al Señor que esta determinación tan extraordinaria pueda tener buen éxito; pero el encargo es arduo. En la dicha respuesta he explicado mis sentimientos. Entretanto, le bendigo a usted de todo corazón y a sus hijos» (p. 238, n. 18. El subrayado es nuestro). Es más, en otra carta posterior de 24 de febrero de 1871, María Victoria le rogaba al Papa que le renovara la Bendición Apostólica que le había concedido, contestándole el Secretario de Estado Cardenal Giacomo Antonelli, en otra del día 26, que el Santo Padre «la bendice de corazón».

Amadeo llegó a Madrid el 2 de enero de 1871 (3 días después de la muerte por asesinato del General Prim, su principal valedor), y juró ese mismo día la Constitución de 1869. Con fecha de 5 de enero, volvió a redactar una segunda carta al Papa insistiendo una vez más en que «Vuestra Santidad se sirva concedernos su Santa Bendición Apostólica, como prenda de acierto para poder cumplir dignamente con nuestros nuevos y elevados deberes» (p. 241, n. 24). No obstante, no será hasta el 29 de enero cuando su Encargado de Negocios en Roma, José Fernández Giménez, pida al Cardenal Antonelli una audiencia privada con Pío IX para hacerle entrega de la carta. Para entonces, su contenido ya había aparecido en la Prensa española el día 21, y reproducido seguidamente por la extranjera. El Secretario de Estado respondió a Giménez el 2 de febrero haciéndole entrega de un Memorial de agravios cometidos contra la Religión y la Iglesia desde los comienzos de «La Septembrina». Dos días más tarde, fue repetida de nuevo la solicitud de audiencia papal por el agente diplomático, «a quien se comunicó –anota Cárcel Ortí– que el Papa no recibiría la carta del Rey [sic] hasta que el gobierno respondiese satisfactoriamente a los dieciséis agravios que la Santa Sede estimaba debían repararse completamente» (p. 244).

El historiador valenciano reproduce el texto de esos dieciséis agravios, seguido tanto de las Respuestas una a una que dio el Gabinete de Amadeo (y que no serían entregadas a Roma hasta marzo de 1872), como de las Observaciones que realizó la Secretaría de Estado a dichas Respuestas. Nosotros simplemente nos limitaremos a indicar el asunto relativo a cada agravio, tal como los compendia el propio Cárcel Ortí: 1. Libertad religiosa. 2. Libertad de enseñanza. 3. Matrimonio civil. 4. Reducción de conventos. 5. Supresión de las Congregaciones de San Vicente de Paúl y San Felipe Neri. 6. Supresión de las Conferencias de San Vicente de Paúl. 7. Supresión del Tribunal de las Órdenes Militares. 8. Supresión del Pro-Capellán Mayor. 9. Violación de la jurisdicción del Vicario General Castrense. 10. Supresión de la dotación económica de los Seminarios. 11. Retrasos en el pago de los haberes del Clero. 12. Incautación de los Archivos, Bibliotecas y objetos de arte y estudio eclesiásticos. 13. Supresión de los jesuitas. 14. Expulsión del Obispo de La Habana y cisma de dicha Diócesis. 15. Procesamiento del Arzobispo de Santiago de Compostela y de los Obispos de Osma y Urgel. 16. Supresión del fuero eclesiástico.

La postura de la República amadeísta la condensó perfectamente Alejandro Groizard, Ministro sedicente de Justicia, en la Sesión del Congreso habida el 28 de mayo de 1872: «El Ministro de Gracia y Justicia –afirmaba el político– desea ardientemente […] obtener la concordia de la Iglesia y el Estado; pero para ello se impone asimismo dos condiciones a que no ha de faltar: ha de ser a costa de conservar íntegros, completamente íntegros, todos los principios consignados en el Código fundamental; ha de ser también a costa de conservar, hermanándolos, fusionándolos con esa ley [sic] fundamental, todos los principios seculares que amparaban nuestras antiguas leyes y que constituían el patronato de la Corona de España». (Diario de las Sesiones de Cortes. Congreso de los Diputados. Segunda Legislatura de 1872, 1872, p. 502).

Pío IX, por su parte, mantuvo su digna posición intransigente, como lo testimonia la Alocución que pronunció en el Consistorio de 23 de diciembre de 1872, pocos días después de que las anti-Cortes sacaran una «Ley» en que se fijaba «el Presupuesto de Obligaciones Eclesiásticas y las relaciones económicas entre el Clero y el Estado». En el fragmento de la Alocución dedicado a los asuntos españoles, aseveraba el Santo Padre: «No menos profundos son los padecimientos de la Iglesia en la católica España, causados por los golpes del poder civil, pues sabemos que recientemente ha sido propuesta y aprobada por la Asamblea legislativa una ley [sic] para la dotación del Clero; ley [sic] con la cual, no sólo quedan rotos los tratados ajustados, sino que se pisotean las reglas del derecho y de la justicia. Proponiéndose esta ley [sic] aumentar la pobreza y la servidumbre del Clero, y acrecentar los males que hace algún tiempo afligen a aquella ilustre nación, males producidos por una lamentable serie de actos del gobierno [sic], perjudiciales a la Fe y a la disciplina eclesiástica, de la misma manera que ha excitado las justísimas quejas de nuestros Venerables Hermanos los Obispos de España, dignas de su firmeza, así también exige hoy de Nos las más solemnes reclamaciones». (Traducción tomada de La Cruz. Revista religiosa de España y demás países católicos, Tomo I del año 1873, p. 5).

Félix M.ª Martín Antoniano  

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