
San Jerónimo se hizo eco de esta paternidad origenista del arrianismo. Así, en una misiva, fechada en 399, que envió a sus amigos San Panmaquio (Senador de Roma) y Océano, poniendo en evidencia las malevolentes sofisterías de los origenistas escribía el Santo de Estridón lo siguiente: «lo que más cuidan ellos es que sus propios escritos no se vuelvan contra su autor querido. No tienen inconveniente en afirmar bajo juramento lo que a continuación van a desmentir con perjurio. Si se les propone firmar, tergiversan y buscan escapatorias. Dice uno: “No puedo condenar lo que nadie ha condenado”. Otro: “Sobre esto los Padres no han establecido nada”. De esta forma se apela a la autoridad del mundo entero, con tal de dar largas al requerimiento de firmar. Otros, con más terquedad, dirían: “¿Cómo vamos a condenar a quienes el Concilio de Nicea ni siquiera tocó? Lo mismo que éste condenó a Arrio, también habría condenado a Orígenes, de haber considerado reprobables sus doctrinas”. Así pues, con una medicina única deberían haber curado todas las enfermedades. Según eso, habrá que negar la divinidad del Espíritu Santo, puesto que en aquel Concilio nada se dijo acerca de su naturaleza. Pero en aquella ocasión se trataba de Arrio, no de Orígenes; del Hijo, no del Espíritu Santo. Confesaron lo que era objeto de negación; callaron sobre lo que nadie discutía. Si bien, implícitamente, también hirieron a Orígenes, la fuente de Arrio; pues, al condenar a quienes niegan que el Hijo sea de la sustancia del Padre, le condenaron a él al mismo tiempo que condenaron a Arrio. De lo contrario, usando su mismo argumento, ni Valentín, ni Marción [fundador de una herejía próxima al gnosticismo], ni los catafrigas [= el montanismo], ni Manes [fundador del maniqueísmo] deberían ser condenados, pues no los nombra el Concilio de Nicea; y que fueron anteriores al mismo no cabe ninguna duda. Ahora bien: si se les aprieta y se les pone en la alternativa de firmar o salir de la Iglesia, hay que ver los rodeos que buscan. Miden sus palabras, complican la sintaxis, acumulan tal cantidad de ambigüedades, que parecen salvar nuestro credo y al mismo tiempo el de los contrarios, de tal suerte que una cosa entiende el hereje, y otra el católico. ¿No es éste el mismo espíritu con el que Apolo Délfico y Apolo Loxias comunicaron sus oráculos a Creso y Pirro? ¡Los tiempos eran distintos, pero la ambigüedad burlona, la misma!» (Carta 84 del Epistolario de San Jerónimo, §4, ult. op. cit.).
En fin, esta ligazón del arrianismo con el origenismo pasó a su vez a la tradición Escolástica, y así perduró hasta que, desde mediados del siglo pasado, diversos patrólogos volvieron a empezar a poner en duda ese vínculo. Como ejemplo de aquella tradición, podemos citar este pasaje de la Suma Teológica de Santo Tomás: «Los arrianos, cuya fuente se encuentra en Orígenes, sostuvieron que el Hijo era distinto sustancialmente del Padre» (Parte I, c. 34, a. 1, ad 1. Traducción ed. B.A.C.).
Nos resta decir algunas palabras sobre la posteridad de la herejía antitrinitaria en general, que desde el Concilio de Nicea quedó convencionalmente asociada al nombre de Arrio. En la serie de artículos «La precisión terminológica en la definición del dogma trinitario», ya intentamos resumir las vicisitudes sufridas durante el siglo IV hasta conseguir vencer a la hidra arriana en cualquiera de sus múltiples cabezas o manifestaciones, fijándose firmemente en el Concilio de Constantinopla (381) la fórmula inequívoca de la Santísima Trinidad definidora del Dios único y verdadero: «uno en natura, trino en personas», tal como lo expresaba San Pío X en su Encíclica E supremi apostolatus (1903).
Habrá que esperar hasta la irrupción del Renacimiento para volver a presenciar el lamentable resurgir de esta heterodoxia, que irá expandiéndose progresivamente en las naciones de la antigua Cristiandad hasta nuestros días. Le cabe el dudoso «honor» de haber reiniciado esta antigua blasfemia al teólogo, filósofo y médico aragonés Miguel Servet, con la publicación en 1531 de un tratado con título bien elocuente: De Trinitatis Erroribus. Menéndez Pelayo dedica a este personaje, con todo derecho, un lugar destacado en su Historia de los Heterodoxos, reservándole casi todo el Capítulo VI, del Libro IV, en donde comenta sus doctrinas y reseña sus novelescas peripecias vitales que le condujeron por diversas partes del continente europeo hasta terminar sus días quemado, en 1553, en el Cantón suizo de Ginebra, en virtud de los rastreros manejos de su sempiterno archienemigo, Juan Calvino, el fundador del puritanismo. Recalca el polígrafo montañés que «todos sus biógrafos y críticos han reconocido que Servet se fija exclusivamente en el Cristo histórico, lo cual quiere decir, en términos más llanos, que se propuso atacar la divinidad de Cristo, siendo su obra la primera, entre las de teólogos modernos, que descaradamente llevara este objeto» (Tomo I, ed. B.A.C., 62006, pp. 877-878. El subrayado es suyo).
En la última sección del mencionado capítulo, destinada a las «consideraciones finales», Menéndez Pelayo, en relación a los orígenes geográficos del antitrinitarismo moderno, subraya lo siguiente: «Más de una vez se ha notado que los italianos que abrazaron la Reforma [Protestante] fueron, en general, más lógicos y radicales que sus maestros, y lo que se dice de los italianos, puede aplicarse, punto por punto, a los españoles. Unos y otros resucitaron en el siglo XVI las herejías antitrinitarias, muertas y olvidadas muchos siglos hacía, y con ellas inauguraron el racionalismo moderno. Así Juan de Valdés y su discípulo Ochino, así Servet y Alfonso Lingurio, y en pos de ellos, Valentino Gentilis, Juan Pablo Alciato, Mateo Gribaldi de Padua, Jorge Biandrata, Nicolás Paruta, la célebre Academia de Vicenza, establecida por los años de 1546, y los dos socinianos de Siena Lelio y Fausto, que difundieron la secta en Polonia y le dieron su nombre, secta de los socinianos o unitarios, aunque pronto, por la desastrosa fecundidad que el error tiene, se subdividió en más de treinta escuelas menores, conformes sólo en la negación de la divinidad de Cristo, que es la más grande herejía de los tiempos modernos» (p. 924. El subrayado es suyo). Mención especial merece el antitrinitario napolitano Giordano Bruno, al que en cierto modo se le podría conceptuar como un alter ego de Servet, y que por su pertinaz impenitencia acabó justísimamente ejecutado por sentencia de la Santa Inquisición de Roma en 1600.
Esta tentativa de destrucción de la divinidad de Cristo en las mentes cristianas alcanzará su paroxismo con la herejía modernista (sumidero de todas las herejías), uno de cuyos axiomas es la capciosa distinción entre el «Cristo histórico» y el «Cristo de la Fe», negando al primero los atributos que guarda solamente para el segundo, en cuanto que considerado como un ente imaginario nacido de la subjetividad del creyente y ajeno por completo a la realidad. Estas elucubraciones más adelantadas aún no se habían expandido en los tiempos en que Menéndez Pelayo componía su Historia; no obstante, el erudito liberal-pidalista no dejaba de lamentar la propagación del mal que iba cundiendo entre sus colegas académicos, aludiendo seguramente a los krausistas, ávidos siempre de importar la última moda excogitada en Europa por muy insensata que fuera: «¡Y todavía hay doctores españoles –exclamaba D. Marcelino en las postreras líneas de la mentada sección– que ponen en las nubes los delirios de Schleiermacher, que tantos siglos ha teníamos enterrados nosotros con Servet, de quien, por supuesto, no se acuerdan, y prefieren esas logomaquias y nebulosidades, peores cien veces que las brutales negaciones de los positivistas, a la fórmula admirable de los Padres de Nicea! ¡Y esto en la patria de Osio [de Córdoba]! Concibo que un español, si tiene la horrible desdicha de perder la fe de sus mayores, se haga ateo, panteísta o escéptico; pero ¡místico a la alemana, protestante liberal, arriano, teósofo e iluminado! Esto pasa los límites de lo heterodoxo y entra en lo grotesco» (p. 927. El subrayado es suyo).
Félix M.ª Martín Antoniano
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