Los dos incompatibles deberes de derecho natural atribuidos a la potestad política respectivamente por los Magisterios pre y postconciliar (II)

El tema de la tolerancia fue desenvuelto principalmente por los Papas León XIII y Pío XII

Papa Pío XII

La alusión a la tolerancia en el mencionado Discurso de Pío XII, nos da pie para desarrollar algo más este factor que complementa la doctrina tradicional de la Iglesia. Hemos observado hasta ahora el principio general de derecho natural para los poderes públicos, y que podríamos resumir de esta forma: el deber de proteger la fe verdadera, esto es, a los fieles que la profesan, en la comunidad política, lo cual conlleva el deber de reprimir las manifestaciones, de palabra o de obra, de los errores sostenidos por los acatólicos. Ahora bien, este deber de derecho natural no es absoluto, sino que ha de ajustarse a los imperativos del bien común, lo cual provocará que en algunos casos pueda, e incluso a veces deba, atemperarse su ejercicio por medio de la tolerancia, de acuerdo con los dictados de la prudencia política.

Pío IX, en su carta de 1 de febrero de 1875 al sociólogo católico belga Charles Périn, en la que elogiaba el libro Las leyes de la sociedad cristiana que éste acababa de publicar, señalaba entre otras cosas lo siguiente: «A pesar de que Nos poco hemos podido leer de los dos volúmenes de tu obra, hemos creído que hay motivo para alabar la rectitud y franqueza con que expones, explicas y defiendes los verdaderos principios en que te apoyas para condenar todo lo que en las leyes civiles se separa de ellos, y enseñar cómo se pueden tolerar, si las circunstancias lo exigen, las excepciones prácticas de la regla, cuando se han introducido con el objeto de evitar mayores males, sin elevarlas nunca a la dignidad de derechos, puesto que no hay derecho contra las eternas leyes de la justicia». (Traducción de Francisco Morera en su edición castellana de Las leyes de la sociedad cristiana, Tomo I, Imprenta del Diario de Barcelona, 1876, p. VII).

El tema de la tolerancia fue desenvuelto principalmente por los Papas León XIII y Pío XII. El primero, en la Encíclica Immortale Dei, escribía que «no hay tampoco razón para que se acuse a la Iglesia o de encerrarse en una blandura y facilidad de proceder excesiva, o de ser enemiga de la libertad buena y legítima. En verdad, aunque la Iglesia juzga no ser lícito el que las diversas clases y formas de culto divino gocen del mismo derecho que compete a la Religión verdadera, no por eso condena a los encargados del gobierno de los Estados que, ya para conseguir algún bien importante, ya para evitar algún grave mal, toleren en la práctica la existencia de dichos cultos en el Estado» (§18). Idea que explana algo más ampliamente el mismo Pontífice en su otra Encíclica Libertas (§23): «la Iglesia –comienza indicando– se hace cargo maternalmente del grave peso de la humana flaqueza y no ignora el curso de los ánimos y de los sucesos por donde va pasando nuestro siglo. Por esta causa, y sin conceder el menor derecho sino sólo a lo verdadero y honesto, no rehúye que la autoridad pública soporte algunas cosas ajenas de verdad y justicia, con motivo de evitar un mal mayor o de adquirir o conservar mayor bien. […] y aun, por lo mismo que la autoridad humana no puede impedir todos los males, debe “conceder y dejar impunes muchas cosas, que han de ser, sin embargo, castigadas por la Divina Providencia, y con justicia” [San Agustín, De libero arbitrio, Libro I, Capítulo 6, §14]. Pero en tales circunstancias, si por causa del bien común, y sólo por ella, puede y aun debe la ley humana tolerar el mal, no puede, sin embargo, ni debe aprobarlo ni quererlo en sí mismo». Y termina advirtiendo a su vez León XIII: «Pero ha de confesarse, para juzgar con acierto, que cuanto es mayor el mal que ha de tolerarse en la sociedad, otro tanto dista del mejor este género de sociedad; y además, como la tolerancia de los males es cosa tocante a la prudencia política, ha de estrecharse absolutamente a los límites que pide la causa de esta tolerancia, esto es, al público bienestar. De modo que, si daña a éste y ocasiona mayores males a la sociedad, es consiguiente que ya no es lícita, por faltar en tales circunstancias la razón de bien. Pero si por las circunstancias particulares de un Estado acaece no reclamar la Iglesia contra alguna de estas libertades modernas, no porque las prefiera en sí mismas, sino porque juzga conveniente que se permitan, mejorados los tiempos haría uso de su libertad, y persuadiendo, exhortando, suplicando, procuraría, como debe, cumplir el encargo que Dios le ha encomendado, que es mirar por la salvación eterna de los hombres. Pero siempre es verdad que libertad semejante, concedida indistintamente a todos y para todo, nunca, como hemos repetido varias veces, se ha de buscar por sí misma, por ser repugnante a la razón que lo verdadero y lo falso tengan igual derecho».

Finalmente, en lo que respecta a Pío XII, su más importante intervención sobre la materia, como él mismo apuntó en la parte copiada de su Alocución de 1955, fue en su disertación dirigida a los juristas católicos italianos en 1953. La sección quinta de la misma es la que en concreto dedica él al asunto, en donde, si bien el contexto global de la plática está consagrado al caso de una Comunidad Internacional de pueblos independientes (teniendo muy seguramente en mente el hecho coetáneo de la naciente «Comunidad Económica Europea»), asienta no obstante principios de carácter general, aplicables a cualquier autoridad política de cualquier respublica. Así, el Papa empieza planteándose la cuestión de «si en una Comunidad de Estados puede, al menos en determinadas circunstancias, establecerse la norma de que el libre ejercicio de una creencia y de una práctica religiosa o moral, que tienen valor en uno de los Estados-miembros, no sea impedido en todo el territorio de la Comunidad mediante leyes o providencias estatales coercitivas. En otros términos, se pregunta si el “no impedir”, o sea, el tolerar, está permitido en tales circunstancias y, por lo mismo, la represión positiva no sea siempre un deber». Y, universalizando poco después el interrogante con este otro: «¿Puede ocurrir que, en determinadas circunstancias, Dios no dé a los hombres mandato alguno, no imponga deber alguno, no dé, por último, derecho alguno de impedir y de reprimir lo que es erróneo y falso?», responde enseguida el Pontífice: «Una mirada a la realidad da una respuesta afirmativa. La realidad enseña que el error y el pecado se encuentran en el mundo en amplia proporción. Dios los reprueba, y, sin embargo, los deja existir. Por consiguiente, la afirmación: el extravío religioso y moral debe ser siempre impedido, cuanto es posible, porque su tolerancia es en sí misma inmoral, no puede valer en su forma absoluta incondicionada. Por otra parte, Dios no ha dado ni siquiera a la autoridad humana un precepto semejante absoluto y universal, ni en el campo de la fe ni en el de la moral. […] El deber de reprimir las desviaciones morales y religiosas no puede ser, por tanto, una última norma de acción. Debe estar subordinado a normas más altas y más generales, las cuales en determinadas circunstancias permiten e incluso hacen a veces aparecer como mejor camino no impedir el error, a fin de promover un bien mayor».

Y concluye, por último, Pío XII sentenciando de este modo: «Con esto quedan aclarados los dos principios de los cuales hay que deducir en los casos concretos la respuesta a la gravísima cuestión de la conducta del jurista, del hombre político y del Estado soberano católico ante una fórmula de tolerancia religiosa y moral del contenido antes indicado […]. Primero: lo que no responde a la verdad y a la norma moral no tiene objetivamente derecho alguno ni a la existencia, ni a la propaganda, ni a la acción. Segundo: el no impedirlo por medio de leyes estatales y de disposiciones coercitivas puede, sin embargo, hallarse justificado por el interés de un bien superior y más universal. Si después esta condición se verifica en el caso concreto –es la “quaestio facti”–, debe juzgarlo, ante todo, el mismo estadista católico». (Ci riesce, §15-18. Tomamos la traducción y numeración de parágrafos de Doctrina Pontificia, Tomo II «Documentos políticos» (1958), editorial B.A.C. Lo subrayado aparece así en la versión original italiana publicada en la página digital de El Vaticano).

Así pues, recapitulando el Magisterio preconciliar sobre la tolerancia, en algunas ocasiones la prudencia política, por imperativos del bien común, no sólo aconseja, sino que incluso prescribe a veces al gobernante suspender provisionalmente su deber moral natural de impedir a los infieles la manifestación de sus errores en la comunidad política: Dios, en estos casos puntuales, no da «derecho alguno de impedir y de reprimir lo que es erróneo y falso», por utilizar las propias palabras de Pío XII. El Magisterio autoriza al gobernante a que este deber moral prudencial de tolerancia pueda aplicarse discrecionalmente, o bien a través de una mera tolerancia fáctica, o bien por medio incluso de una tolerancia legal, generadora en el ordenamiento de un «derecho civil» temporal en favor de los infieles a no ser impedidos –durante su circunstancial vigencia jurídica– de manifestar, por palabra u obra, sus errores en el seno de la cosa pública.

Pasando ahora a examinar el deber de la autoridad política según el Magisterio postconciliar, nos centraremos fundamentalmente en el documento base que lo propugna: la Declaración Dignitatis humanae del Concilio Vaticano II. Este documento consagra el nuevo derecho natural a la libertad religiosa, y remarca al principio que «se propone […] el sagrado Concilio, al tratar de [este derecho], desarrollar la doctrina de los últimos Pontífices sobre los derechos inviolables de la persona humana y sobre el ordenamiento jurídico de la sociedad» (§1). Previamente se había subrayado también que ese derecho «deja íntegra la doctrina tradicional acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo» (§1). ¿Se incluía también en esta última aserción aquel deber moral de los poderes públicos que hemos estado verificando anteriormente? Hubiera sido de desear una mención expresa en este sentido. La segunda y definitiva edición del Catecismo postconciliar, promulgada en 1997, dentro de los números que dedica al derecho a la libertad religiosa, parece más bien circunscribir ese deber moral a un plano puramente social, omitiendo a la propia potestad política: «El deber de rendir a Dios un culto auténtico corresponde al hombre individual y socialmente considerado. Ésa es “la doctrina tradicional católica sobre el deber moral de los hombres y de las sociedades respecto a la religión verdadera y a la única Iglesia de Cristo” (DH §1). Al evangelizar sin cesar a los hombres, la Iglesia trabaja para que puedan “informar con el espíritu cristiano el pensamiento y las costumbres, las leyes y las estructuras de la comunidad en la que cada uno vive” (Decreto Apostolicam Actuositatem, sobre el apostolado de los laicos, §13). Deber social de los cristianos es respetar y suscitar en cada hombre el amor de la verdad y del bien. Les exige dar a conocer el culto de la única verdadera religión, que subsiste en la Iglesia católica y apostólica (cf. DH §1). Los cristianos son llamados a ser la luz del mundo (cf. AA §13). La Iglesia manifiesta así la realeza de Cristo sobre toda la creación y, en particular, sobre las sociedades humanas (cf. León XIII, Carta enc. Immortale Dei; Pío XI, Carta enc. Quas primas)» (§2105). Es decir, se nos habla sólo del deber de la Iglesia y del deber de los seglares a través de su apostolado, pero se pasa un elocuente velo silencioso sobre el deber de la autoridad política. Sin duda las Encíclicas Immortale Dei y Quas primas, alegadas por el Catecismo, hacían constar aquellos deberes de la Iglesia y de los fieles seglares, pero sin omitir al mismo tiempo los deberes que al respecto competen igualmente a los poderes públicos. ¿Esa reducida interpretación de la «realeza de Cristo sobre toda la creación y, en particular, sobre las sociedades humanas», se corresponde realmente con la que defiende en la teoría Quas primas? Más bien se identifica con la que fomentan en la praxis los diversos movimientos democristianos de derechas que se han venido sucediendo en nuestra época revolucionaria contemporánea, impulsados por la pastoral de Roma tanto en el periodo preconciliar como postconciliar.

¿En qué consiste este derecho a la libertad religiosa? «Esta libertad consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción […] por parte de cualquier potestad humana, y esto de tal manera que, en materia religiosa, […] [no] se le impida [a nadie] que actué conforme a [su conciencia] en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos» (DH §2). El Catecismo postconciliar recalca que: «Este derecho se funda en la naturaleza misma de la persona humana» (§2106). Y agrega más adelante esta clarificación: «El derecho a la libertad religiosa no es ni la permisión moral de adherirse al error (cf. León XIII, Carta enc. Libertas praestantissimum), ni un supuesto derecho al error (cf. Pío XII, discurso 6 diciembre 1953), sino un derecho natural de la persona humana a la libertad civil, es decir, a la inmunidad de coacción exterior, en los justos límites, en materia religiosa, por parte del poder político. Este derecho natural debe ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad de manera que constituya un derecho civil (cf. DH 2)» (§2108). Es decir, el Concilio pastoral consagra un derecho natural que conlleva el correlativo deber de la autoridad civil de no reprimir, en la comunidad política, las manifestaciones, de palabra o de obra, de los errores profesados por los acatólicos. (Continuará).

Félix M.ª Martín Antoniano           

Deje el primer comentario

Dejar una respuesta