La cristiandad y su cosmovisión, entendida como el conjunto de los pueblos que se proponen vivir formalmente de acuerdo con las leyes del Evangelio de que es depositaria la Iglesia y como sociedad impregnada en todos sus órdenes por la doctrina y realeza de Cristo, ha sufrido, en los últimos siglos, una serie de fracturas que la han llevado casi a su extinción.
La Cristiandad muere, según la brillante exposición de D. Francisco Elías de Tejada, en el ámbito de lo que geográficamente es Europa, para dar lugar al concepto moderno, cultural, de Europa, entre 1517 y 1648, a través de cinco rupturas. Las cuatro primeras están simbolizadas en los nombres de Lutero, pues el mundo moderno es de progenie protestante; Maquiavelo, que separa la política de la ética; Bodino, que con la soberanía suprime la autonomía de la multiplicidad de cuerpos sociales; Hobbes, que vacía de sustancia comunitaria la vida sociopolítica con el mecanicismo del contrato social. Estas cuatro fracturas se concretan históricamente en una quinta: la Paz de Westfalia, con la que se pone fin a los conflictos en los que la Monarquía Católica hispánica queda derrotada, en su deseo del mantenimiento del viejo orden de la Cristiandad, y supone la ruptura sociológica de la Cristiandad.
Recoger, en estas páginas, algunas notas magisteriales sobre el orden público cristiano puede ser de utilidad para el lector que quiera hacerse una idea de los que la Iglesia ha afirmado sobre el orden público cristiano o, en otras palabras: caminos para la reconstrucción de la Cristiandad.
Afirma León XIII en la encíclica Immortale Dei, que, frente a los intentos de una constitución no cristiana de los Estados, «no se ha encontrado para constituir y gobernar el Estado un sistema superior al que brota espontáneamente (sponte efflorescit) de la doctrina del Evangelio». Así, dice Inscrutabili Dei del mismo pontífice, «la doctrina de Cristo, es, si es observada, la gran salvación del Estado». Por ello, León XII llamaba a todos los cristianos a luchar para que todos los Estados reflejen la concepción cristiana de la vida pública (cf. Immortale Dei) pues la constitución cristiana del Estado, si se examina a fondo: «presenta una gran perfección, de la que carecen los restantes sistemas políticos. Perfección cuyos frutos serían excelentes y variados si cada uno de los dos poderes se mantuvieran dentro de su esfera propia y se aplicase sincera y totalmente al cumplimiento de la obligación y de la misión que le corresponden. De hecho, en la constitución del Estado que hemos desarrollado, lo divino y lo humano quedan repartidos de una manera ordenada y conveniente. Los derechos de los ciudadanos son respetados como derechos inviolables y quedan defendidos bajo el patrocinio de las leyes divinas, naturales y humanas. Los deberes de cada ciudadano son definidos con sabia exactitud y su cumplimiento queda sancionado con oportuna eficacia. Cada ciudadano sabe que, durante el curso incierto y trabajoso de esta mortal peregrinación hacia la patria eterna, tiene a la mano guías seguros para emprender este camino y auxiliadores eficaces para llegar a su fin. Sabe también que tiene a su alcance otros guías y auxiliadores para obtener y conservar su seguridad, su sustento y los demás bienes necesarios de la vida social presente. La sociedad doméstica encuentra su necesaria firmeza en la santidad del matrimonio, uno e indisoluble. Los derechos y los deberes de los cónyuges son regulados con toda justicia y equidad. El honor debido a la mujer es salvaguardado. La autoridad del marido se configura según el modelo de la autoridad de Dios. La patria potestad queda moderada de acuerdo con la dignidad de la esposa y de los hijos. Por último, se provee con acierto a la seguridad, al mantenimiento y a la educación de la prole»(Immortale Dei, 8).
Y por ello, afirma León XII en Inscrutabili Dei, «una forma de civilización que contradiga abiertamente a la santidad de la doctrina y de la legislación de la Iglesia es un mero simulacro de civilización, una palabra huera, carente de contenido específico». Y así, cobra sentido la importancia que atribuye Pío XI en la encíclica Quas Primas a la realeza social de Jesucristo, autoridad que recae y comprende el poder legislativo, el poder judicial y el poder ejecutivo:
«Viniendo ahora a explicar la fuerza y naturaleza de este principado y soberanía de Jesucristo, indicaremos brevemente que contiene una triple potestad, sin la cual apenas se concibe un verdadero y propio principado. Los testimonios, aducidos de las Sagradas Escrituras, acerca del imperio universal de nuestro Redentor, prueban más que suficientemente cuanto hemos dicho; y es dogma, además, de fe católica, que Jesucristo fue dado a los hombres como Redentor, en quien deben confiar, y como legislador a quien deben obedecer. Los santos Evangelios no sólo narran que Cristo legisló, sino que nos lo presentan legislando. En diferentes circunstancias y con diversas expresiones dice el Divino Maestro que quienes guarden sus preceptos demostrarán que le aman y permanecerán en su caridad. El mismo Jesús, al responder a los judíos, que le acusaban de haber violado el sábado con la maravillosa curación del paralítico, afirma que el Padre le había dado la potestad judicial, porque el Padre no juzga a nadie, sino que todo el poder de juzgar se lo dio al Hijo. En lo cual se comprende también su derecho de premiar y castigar a los hombres, aun durante su vida mortal, porque esto no puede separarse de una forma de juicio. Además, debe atribuirse a Jesucristo la potestad llamada ejecutiva, puesto que es necesario que todos obedezcan a su mandato, potestad que a los rebeldes inflige castigos, a los que nadie puede sustraerse» (Quas Primas, 7).
Llegados a este punto, un buen lector se preguntará: ¿qué debemos hacer? ¿qué habrá que inventar? Y dejamos contestar, a Pío X que se vio ante preguntas semejantes por parte del movimiento sillonista en Francia:
«No, venerables hermanos –hay que recordarlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual, en que cada individuo se convierte en doctor y legislador–, no se edificará la ciudad de un modo distinto a como Dios la ha edificado; no se levantará la sociedad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar, ni la ciudad nueva por construir en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la ciudad católica. No se trata más que de instaurarla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques siempre nuevos de la utopía malsana, de la revolución y de la impiedad: omnia instaurare in Christo» (Notre Charge Apostolique, 11).
P. Juan María Latorre, Círculo Sacerdotal Cura Santa Cruz