El partido político VOX ha lanzado una campaña, desde su delegación de Almería, «para que las cruces de nuestros pueblos sean catalogadas como BIC» [bien de interés cultural]. Debemos defender –han dicho– «nuestra cultura y nuestra identidad española».
Se plantea, pues, una medida: la catalogación de las cruces como bienes de interés cultural. Y una razón: la defensa de la cultura y de la identidad española. Un hilo de coherencia las ata.
El recurso a la identidad se confunde con frecuencia con la sociología o con la historia, o mejor, con el sociologismo y el historicismo. España –se piensa– tiene (todavía) una parte importante de su población que está bautizada en la Iglesia Católica. Y su historia está ligada (para bien o para mal) a la de ésta. Así pues, las cruces de nuestros caminos y nuestros pueblos son bienes culturales, que deben defenderse como parte de la identidad española.
Este razonamiento, en un radio mayor, es el que llevó a Juan Pablo II a pedir con insistencia la inclusión en el Tratado constitucional (finalmente fallido) para Europa (2004) de una mención a sus raíces cristianas. Mientras que Valéry Giscard d’Estaing, expresidente de la República francesa y presidente de la Convención redactora del texto, se opuso porque la palabra Dios había asumido –a su juicio– un significado plural (diríase equívoco) en función del credo, creencia o fe de cada uno. Algunos quisieron ver en esta última actitud un reflejo del laicismo (que llaman laicidad) de la Francia revolucionaria y, por consiguiente, la inclusión de Dios en un texto jurídico implicaría dejar en manos de los individuos lo que sólo puede corresponder decidir al Estado. Pero también, bien mirado, es difícil no reconocer una parte de verdad a la afirmación, pues en el seno de la «ideología pluralista», y con la libertad religiosa como eje, la idea de Dios deja de tener un sentido unificador y evidencia contradicciones tan hondas que impiden fundar un ordenamiento jurídico. Si situamos en el mismo plano todas las expresiones humanas y las consideramos igualmente valiosas no puede sino desaparecer la racionalidad, sustituida, si acaso, por la sinceridad. El masón francés venía (por caminos tortuosos) a tener razón contra el papa polaco.
Otro ejemplo, más cercano todavía al caso que hoy nos ocupa, lo tenemos en la polémica sentencia «Lautsi contra Italia» (2011), de la Gran Sala del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Los hechos son sabidos. La señora Lautsi reclamó contra la presencia de los crucifijos en las aulas de las escuelas públicas italianas. Dos resoluciones contrapuestas del Tribunal de Casación y el Consejo de Estado, en conflicto que no pudo resolver el Tribunal Constitucional por tener las normas cuestionadas naturaleza reglamentaria y no legislativa, llevaron a que lo dirimiera una Sección del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Lo hizo en el sentido de considerar el crucifijo un símbolo religioso que, por tanto, podría afectar la libertad religiosa de los niños escolarizados en el sistema estatal y sus familias. No quedó ahí la cosa, pues el Estado italiano tomó la iniciativa de replantear el asunto ante la Gran Sala, junto con otros diez Estados, a los que se sumaron más adelante once más. También participó el Vaticano. La sentencia, esta vez inapelable, concluyó que no se había vulnerado la libertad religiosa, pues el crucifijo era un símbolo cultural. Se logró, así, mantener la presencia de la Cruz en el espacio público, pero a costa de reducirla a un símbolo cultural. ¿No tenían, desde un cierto ángulo, más razón los magistrados secularistas de la Sección que los culturalistas de la Gran Sala?
La libertad religiosa y la laicidad son el cáncer que corroe la vieja civilización cristiana. Cuyos restos se defienden con torpeza cuando se acude a los propios argumentos de quienes esgrimen la piqueta. Sí, la cruz es en España un símbolo cultural y debe defenderse la cultura española. Pero, francamente, se trata de una posición abogadesca, muy débil si no va acompañada de una argumentación más entrañada en la verdad de la religión y de la comunidad política. Pero esas razones más profundas, ¿se corresponden con las del grupo que ha promovido la iniciativa? No lo parece, pues es el liberalismo el que aparece detrás de él. Un liberalismo conservador que quisiera evitar las consecuencias extremas que otros liberales en cambio buscan con afán. Así pues, las no muy buenas razones de la iniciativa se ponen al servicio de una mala causa. Aunque no lo parezca.