Cuando hay que decir «no» (I)

Reuters

No son pocos los estudios publicados y difundidos sobre las preocupantes consecuencias de la exposición de niños y adolescentes —pero también de adultos— a los distintos aparatos tecnológicos y sus contenidos.

Son muchos los problemas cognitivos, afectivos o conductuales resultantes del contacto continuo con el mundo virtual. De entrada, se puede citar la hiperestimulación, que afecta a la capacidad de pensar y asimilar lo que se aprende. También son trastornos derivados la ansiedad y la agresividad, que desembocan en la pérdida de empatía y de sensibilidad frente el dolor ajeno. En los juegos violentos exterminar un oponente o «quitarle del camino» puede significar una recompensa en términos de «puntos de vida».

Otras consecuencias relevantes de la sobreutilización de la tecnología se traducen en la búsqueda de satisfacciones inmediatas, pudiendo llegar en último extremo a la exposición y adicción a la pornografía e incluso a la pederastia, concluyendo con la pérdida de interés por la realidad, y el consiguiente aislamiento social y familiar.

Sin embargo, ante la avalancha de las modas tecnológicas que invaden el mercado con sofisticados y variopintos aparatos —con sus aplicativos, redes sociales, juegos electrónicos—, muchos padres se ven anonadados. Esas modas se imponen como verdadera necesidad de consumo, ante la alternativa de que sus hijos y ellos mismos se queden al margen de la cultura dominante y de la sociedad. Y se sorprenden, al cabo de un tiempo, al comprobar cómo van perdiendo a sus hijos, que están más interesados en sus aparatos y amistades virtuales que en pasar auténticos momentos familiares de diálogo, oración y esparcimiento.

Observan la apatía y desinterés de sus hijos frente a todo conocimiento que exija algo de introspección, de reflexión, de discernimiento. Notan cómo crecen ególatras, como si todo y todos tuviesen que responder a sus caprichos momentáneos. Perciben cómo sus hijos padecen de intolerancia a la espera de lo que desean; y cómo, movidos por sus impulsos, no soportan límites que les impidan acceder a lo que desean aquí y ahora.

Pero de todos los problemas relativos a los hijos y su dependencia de la tecnología, quizás el más preocupante sea la irreflexión y la inacción de los padres, que se sienten incapaces de hacer frente a este torbellino que los impide ver lo que es realmente fundamental para sus familias y tomar cartas en el asunto.

¿Qué se puede hacer —preguntarán algunos— si vivimos en la era tecnológica?

En el sacramento del matrimonio, marido y esposa reciben la gracia de fundar un reino —su familia— donde serían una suerte de monarcas bajo la Autoridad Suprema de Dios, de Quien reciben todos los dones para engendrar y educar a los hijos según Sus Leyes y alcanzar su fin, que es la beatitud. Para que este reino alcance su esplendor no es necesario contemporizar con el mundo y sus modas impositivas.

No hay que consentir como un hecho consumado el mal que la tecnología puede causar a los niños y jóvenes. Se puede ofrecer a los hijos múltiples oportunidades para educarlos en el asombro y en la contemplación de la realidad; en la compasión y en el compromiso por el bien de personas de carne y hueso; en la búsqueda y ejercicio de las virtudes cristianas; en la capacidad de escuchar y de dialogar; en la disposición de abrazar verdaderos, elevados y nobles ideales.

Marina Macintyre, Margaritas Hispánicas.