Símbolo de multiplicación

Bandera del Tercio de Alburquerque

 

1.- La Comunión en la Santísima Trinidad.

En la Comunión Tradicionalista, que en nuestro tiempo y geografía, debe encarnar lo que siempre, por todos y en todo lugar cree, practicó y predicó la santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, Id teneamus quod ubique, quod semper, quod ab ómnibus creditum est, no solo se espera y se ama, sino que también se profesa una profunda fe en el artículo de nuestro Credo que afirma: «Creo en la Comunión de los Santos». ¡Qué bien lo enseñó San Pablo a los Efesios!: «Hay un solo Cuerpo y un solo Espíritu, así como hay una misma esperanza, a la que habéis sido llamados, de acuerdo con la vocación recibida. Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo. Hay un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, lo penetra todo y está en todo». La coherencia católica obliga y exige creerlo y practicarlo.   

«Que todos sean uno: como Tú, Padre, estás en Mí y yo en Ti, que también ellos sean uno en Nosotros, para que el mundo crea que Tú me enviaste»; rezaba Nuestro Señor a su Padre y Padre nuestro. En los versículos anteriores, San Juan nos relata cómo pedía Jesús por nosotros, diciendo: «Yo les comuniqué tu palabra, y el mundo los odió porque ellos no son del mundo, como tampoco Yo soy del mundo. No te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del Maligno. Ellos no son del mundo, como tampoco Yo soy del mundo». Este fragmento de la oración de Jueves Santo, nos habla de esa unión intratrinitaria que existe entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, invitándonos a participar de ella, y nos advierte tanto de los peligros que acechan a sus discípulos por parte del mundo, como de los ataques de su «príncipe», que no cesa de hacer su labor para llevar a la ruina todo el orden y la armonía de la Creación.

Tendríamos que preguntar a los Santos para escuchar una voz más autorizada sobre el misterio de la unión de las tres Personas Divinas en un solo Dios verdadero, las procesiones internas y sus comunicaciones, que sistemáticamente resume San Atanasio en el símbolo Quicúmque, que comienza así: «Esta es la fe católica: que veneremos a un solo Dios en la Trinidad santísima y a la Trinidad en la unidad. Sin confundir las personas, ni separar la sustancia».

El misterio trinitario es inabarcable, un océano de dimensiones infinitas que nos toca contemplar desde las orillas de nuestra naturaleza. Los Santos han penetrado algo en las latitudes ilimitadas de Dios, adentrándose en sus alturas y profundidades, con sus ojos místicos de águila, pero es probable que nosotros debamos ir y venir con la caracola en la mano, tratando de trasvasar el mar al hoyito de nuestra razón; labor imposible, como se lo dio a entender un ángel a San Agustín.

Que la contemplación del misterio de la Trinidad, nos inspire y conceda la gracia de aspirar a este ideal de Comunión, para que encontremos nuestro lugar y misión dentro de ese plan de amor de Quien nos ha dado el ser con una razón de ser específica que nos trasciende, dentro de la armonía del orden natural y sobrenatural, y librándonos del caos al que nos lleva «El que divide». Que la gracia de ese solo bautismo que nos ha elevado a la dignidad de hijos de Dios divinae consortes naturae, y nos ha hecho herederos del cielo, gracia sublime que ha hecho de nosotros templos vivos de la Trinidad, permanezca y crezca cada día, fortaleciendo su presencia en nuestras vidas y los lazos de Caridad con nuestros prójimos, empezando por los más próximos. Así, unidos a la cepa que nos vivifica y nos permite dar frutos, dentro del Cuerpo Místico de Cristo, entre los miembros de la Iglesia Militante, iremos prolongando la plenitud de la Comunión que gozaremos durante toda la eternidad en el seno de la Trinidad.

 

2.- Separar lo que Dios une y unir lo que Dios separa.

Hubo un instante, allí donde no hay tiempo, en que la más perfecta de todas las creaturas, hasta ese momento, el más inteligente y bello de todos los ángeles, Luzbel, gritó: Non serviam y con su cola arrastró un tercio de las estrellas a lo más profundo del Infierno, y de esta manera, separó para siempre de Dios a los ángeles que lo secundaron, alejándolos de su Amor y su beatitud, hundiéndose con ellos en las cárceles más profundas del Hades. Había pretendido apropiarse, pues lo consideraba un derecho, de esa parcela de gloria que Dios le había otorgado. No había aceptado en su interior lo que San Pablo nos enseñó más tarde: «Todo lo que posees, lo has recibido de Dios».

Ante esta rebelión, un Arcángel, el primer contrarrevolucionario que reivindicó los derechos de Dios, San Miguel, respondió al Non serviam con el grito « ¡¿Quién como Dios?! ». Y desde entonces a Luzbel se le dio un nombre que lo define: Diablo, es decir «el que divide», «el que separa». El primer revolucionario no cesa de implantar su gobierno sobre el mundo, aplicando metódica y sistemáticamente su táctica: «divide y vencerás».

Desde su derrota, no cesa de conspirar contra la obra de Dios. Disfrazado de serpiente, se infiltra en el Paraíso para tentar a la mujer y hacer pecar al primer hombre, logrando que caigan en la tentación, separándolos del amor de Dios, cubriendo de ignominia toda su descendencia, contagiándonos a todos de ese fermento disolvente y disgregante de toda Comunión, que es el fomes peccati.

Fue en ese momento del primer pecado del hombre, cuando Dios estableció la única dicotomía válida, la que existe entre el linaje de la serpiente y el linaje de la Mujer. De ella se extrae como consecuencia que nada tendrán en común Cristo y Belial, ni la luz con las tinieblas; y la conclusión es que no podemos servir a dos señores, pues agradando a uno, al otro se lo disgustará.

El Altísimo separó la luz de las tinieblas, y las llamó noche y día; separó la tierra de las aguas, y el Espíritu que todo lo ordena, puso concierto y armonía en la Creación. Llamando a la vida a nuestros primeros padres, hombre y mujer los creó, y fueron amigos suyos hasta que cometieron el primer pecado. Sin embargo, desde entonces el Enemigo se ha empeñado en separar lo que Dios ha unido y en unir lo que Dios ha separado, con perfidia diabólica de la infernal alquimia: Solve et coagula.

Como consecuencia de ese pecado entró la muerte en el mundo, que causó que el alma se separe del cuerpo y así, con ojos atónitos, los primeros padres vieron en el cadáver de su hijo Abel las terribles consecuencias de su rebeldía. Y al igual que él, ¡¿cuántos hijos han sido y son víctimas de decisiones equivocadas de sus padres?!

A la vista de la separación de los hombres de Dios, a causa del pecado original, la Santísima Trinidad encontró una manera sublime de religar Consigo al hombre caído por el pecado: es la Encarnación del Verbo, por la cual el mismo Hijo de Dios se hace Hombre en el seno de la Virgen Inmaculada. En Ella se realiza el misterio inefable en que las dos naturalezas, la humana y la divina, se unen en la Persona Divina de Nuestro Señor. Es el milagro de la Unión Hipostática. «El que divide», fue vencido por Nuestro Rey y Redentor sobre el leño de la Cruz, donde Nuestro Señor va a desposar la Iglesia y cada una de nuestras almas en unión mística, que será eterna si Dios quiere y nosotros aceptamos; si rechazamos las tentaciones y persecuciones constantes «del que divide», sembrando muerte en los cuerpos y en las almas. Si, como miembros de la Iglesia militante, libramos el buen combate de cada día para que «Venga a nosotros su Reino»; al poner al servicio de Cristo Rey, sin descanso ni mezquindades, todo lo que tenemos y que hemos recibido de Él, mereceremos un día ser parte de la Iglesia triunfante.

 

3.- Las divisiones en la Historia. 

En el transcurso de la Historia, continuó la acción de «El que separa». San Mateo nos narra, en el capítulo XXI de su Evangelio, la parábola de los administradores independentistas. Ya sabemos que negarse a rendir cuentas y pagar la renta lleva consigo la intención de robar, la voluntad de asesinar a los enviados y hasta al mismo Hijo del dueño de la viña, con el fin último de usurpar la propiedad. Está claro que este pasaje evangélico nos habla en primera instancia de lo ocurrido entre el pueblo judío y Nuestro Señor. Pero vemos que esta cruel metodología se ha repetido con harta frecuencia. Si estamos lejos de la autoridad, física o espiritualmente, crece el sentido de independencia, y el disfrute de cierta autonomía, junto con la avaricia, nos conducen a la apropiación indebida de lo que no nos pertenece, pues en realidad somos solo meros administradores. Podemos ver que la tentación de emanciparse de Dios, y del orden por Él establecido, es tan vieja como aquel primer Non serviam.

Todos conocemos el poder de destrucción masiva y las consecuencias devastadoras que causa la bomba atómica en el mundo material. Es lo que la física ha logrado, al inventar armas con un poder de destrucción inconmensurable, que, entre fisiones y fusiones, neutrones y protones, llegan a explotar el núcleo mismo del átomo, con reacciones en cadena. Es un ejemplo terrible de la desintegración de la Comunión que logra «el que divide», sembrando el orgullo en nuestro corazón.

El Diablo, con tozudez de hereje, siguió impulsando sus ideas divisoras: con la separación de Iglesia y Estado, quebró la Unidad católica de los reinos, que les daba fuerza, solidez y vida.

El liberalismo protestante les aportó la herramienta que separó a las almas de la Iglesia y de la Tradición, y cada cual interpretó la letra de la Biblia despreciando el magisterio de la Iglesia. Lutero, con Calvino, Zwinglio y compañía, provocó una ruptura en el corazón y en la unidad espiritual de la Cristiandad.

La Revolución Francesa, en el siglo XVIII, elevando la razón humana al rango de lo divino, la instaló en el altar de la Fe, y sobrevino la ruina de una sociedad que se edificaba sobre la piedra angular, que es Cristo. Una vez emancipada de la Revelación que la ilumina y dignifica, esa Nación, antes cristiana, se vio sumida en la apostasía con la llegada de esos siete demonios más fuertes que los primeros, que la han sumido en un estado peor que el que tuvo en sus épocas paganas, con las trágicas consecuencias sociales que todos conocemos y sufrimos.

En 1793, la Revolución Francesa provocó una fractura política, pues separó al pueblo de su cabeza cuando guillotinó al Rey; en ese abominable regicidio que hizo metástasis en toda la Cristiandad.

No tardaron en llegar los tiempos en que la nefasta hegemonía de la «democracia» afianzó su tiranía, y comenzaron a enfrentarse las gentes, se fundaron los partidos políticos y lucharon los pueblos entre sí, porque despreciaron la advertencia que nos dejó el Divino Maestro: «Todo reino dividido, perecerá». El individuo creyó que con su voto elegía a quien iba a gobernar. Pero, ¿qué obediencia se puede esperar del súbdito de cuyo poder depende el que manda? Ya estaba fundamentada la subversión del orden político, y activada sin frenos la dinámica revolucionaria.

Al desvincularse la doctrina de la praxis, se afianzaron los fascismos y surgieron los caudillos, déspotas y tiranos, imponiéndose por la fuerza allí donde no tenían razón, uniendo voluntades sin el vínculo de la sana doctrina y el fundamento de la verdad. Despreciando el Credo, separaron el bien de la verdad, y sin su luz, engañaron a los pueblos como a borregos y, en rebaños, los llevaron muy lejos. Los voluntarismos, por lo general, carecen del fundamento sólido y claro de la doctrina de siempre, y suelen ser el caldo de cultivo de acciones imprudentes que llevan a la derrota y al fracaso.

Siguieron pasando años, avanzaron los tiempos modernos, y el Diablo, que sabe porque es Diablo, pero sabe más por viejo, continuó ejerciendo su trabajo destructor enfrentando a los patrones con los obreros, a los ricos contra los pobres, a los blancos con los negros, a los hijos con sus padres. Animalizando a los humanos y humanizando a los animales. Ha proseguido disolviendo los vínculos, rompiendo los lazos que conforman la comunidad cristiana y tradicional; los ha reemplazado con un sucedáneo, que no parece otra cosa que la massa damnata de la que nos habla San Agustín, donde todos nos encontramos, confundidos, bien mezclados, amasados, listos para el horno.

Hoy sigue profundizando en su acción deletérea con ideologías de género, enfrentando a las mujeres contra los hombres; incluso va más allá aún, dando estatuto legal a lo que no es ni identidad biológica. Estas ideologías de muerte han privado a muchos de las alegrías y gozos de la fraternidad, porque el hijo único crece y desarrolla con toda libertad su despótico egoísmo, incapacitado para vivir en hermandad, sin saber convivir en familia, que es donde se aprende a vivir en comunidad. Pues la familia es la escuela de la paciencia y el perdón, la prudencia y la caridad. Y no quiero ni mencionar las aberraciones de laboratorio de los aprendices de brujos, que nos quieren arrastrar al transhumanismo, donde la dignidad humana, tantas veces cacareada, va siendo aniquilada sistemáticamente, yendo en contra de la naturaleza y las leyes impuestas por el Creador.

Se ha despojado al Padre de familia de toda autoridad; el odio asesino al Patriarcado está destruyendo el principio constitutivo de toda sociedad. Las legislaciones han abolido la patria potestad, que tanto respetó la Iglesia, la cual tuvo siempre en cuenta el orden natural para construir. Ahora el Estado ha usurpado esa inefable misión y adoctrina a nuestros niños con ideologías perversas; los mantiene secuestrados mientras masacra inocencias. Además, si con el aborto tratan de separar, con el puñal más asesino, a la madre de sus hijos, ¿qué podemos esperar de una sociedad en la cual hay que defender a los hijos de sus madres e impedir que los hijos den «dulce muerte» a sus padres? ¡Apaga y vámonos!

Ahora, en «la nueva normalidad», la tiranía del individualismo se hace inhumana y cruel, pues en ella las personas viven y mueren en la más trágica soledad. ¡Ay del hombre solo! Vae soli!

 

4.- El individualismo, las divisiones y consecuencias.

Como contrapartida a lo que Dios ha ordenado, el Diablo une lo que está separado: une al repudiado con la repudiada, y procura otras uniones contra natura, las cuales nos pide San Pablo que ni siquiera se mencionen entre nosotros. De este modo, hacen causa común, como Herodes y Pilatos, izquierdas y derechas, socialistas y capitalistas, unidos en un mismo objetivo; la destrucción del orden cristiano. Para eso continúan abriendo brechas, con falacias y dialécticas. En escandaloso comercio ecuménico pusieron a Buda sobre el Sagrario; y sobre el mismo atril, junto a la Biblia, colocaron el Corán y el Talmud, lo cual ha sembrado tantísimo caos entre las almas.

Los sacerdotes y misioneros, separando la acción de la contemplación, se volcaron en una frenética acción humanitaria y social, donde la solidaridad reemplazó a la caridad; la misericordia, a la justicia, quedando al final todas bastardeadas. En este mismo sentido, la filantropía soslayó la importancia del destino eterno de las almas. Muchos han sido los jardineros entusiastas que, tratando de llevar el agua a las almas más alejadas, han jalado demasiado la manguera; desprendiéndola del grifo, la desconectaron de la fuente viva de todas las gracias. Deberían recordar que el símbolo del cristiano por excelencia es la Cruz, que está formada por dos líneas, una horizontal y otra vertical; de tal modo que, si perdemos la vertical, que une a Dios con el hombre, no se puede sostener la horizontal que abraza las almas. La secularización de las personas consagradas tiene consecuencias dramáticas. La sal de la tierra pierde su sabor e identidad, dejando a un lado los hábitos que simbolizan la muerte al mundo, del que Nuestro Señor rogaba al Padre, no que los quitara, sino que los preservara. Pero hoy están laicos y sacerdotes todos mezclados, todos revolcados en el mismo lodo. En este sentido, aquí corresponde recordar la unión entre el Altar y el Trono: se pueden distinguir, pero no separar, para ayudar a las almas a alcanzar su fin último.

También, basándose en su individualismo, el hombre separa lo que Dios había unido: legalizando el divorcio, se introdujo la ruptura en muchísimos hogares. No solo se introdujo la división en los matrimonios, sino también en los patrimonios. Disolviendo, con el divorcio, la unidad de los cónyuges y dividiendo el patrimonio, acabaron con la unidad de las familias.

Abandonando el terruño, sus campos y sus pueblos, emigraron a las ciudades a vivir en apartamentos y ya, antes de estar muertos, los guardan en nichos. Dejaron vacía la geografía cuando, tentados y empujados por el sistema liberal, se transformaron en urbanitas anónimos. ¡Vendieron muy cara su libertad…!

En las aglomeraciones urbanas se dificulta el crecimiento espiritual, pues es muy difícil amar al vecino a quien ni siquiera se conoce. Viviendo en la polis, con tintes babilónicos de caos y confusión, y rotos los nexos sociales comunitarios, a los hombres les queda una única ficción política: la de votar. Hacinados en las urbes, son persuadidos de que no cabemos en la tierra, que somos muchos y salimos sobrando. La ideología ecologista les convence de que destruyen el Planeta, cuando en realidad han abandonado los campos. Y a los que heroicamente se han quedado, desde sus oficinas, los tecnócratas arbitrarios les enseñan cómo deben tratar a la naturaleza. Para poder vivir en la tierra se necesita la ayuda del prójimo, lo que fortalece los lazos humanos; porque la tierra devora al que vive solo, salvo que sea anacoreta. La vida en la ciudad, que es la composición de lugar ideal para que se agigante ese monstruo que es el individualismo, le viene bien al Sistema, que prefiere mantener al urbanita en la burbuja de la civilización artificial, imperio de la vanidad, donde el funcionario come, aunque la tarea esté mal hecha; pero, en cambio, el campesino se muere de hambre si pierde la cosecha. En las grandes ciudades es muy difícil conocer la verdad sin el fundamento de la realidad vital.

Con leyes que fueron utilizadas como un arma jurídica, los ingleses impusieron a los irlandeses católicos la obligación de dividir en partes iguales los patrimonios hereditarios, a fin de garantizar la extinción de esos hombres que tomaban su vigor del clan que los hacía fuertes, dignos de temor y respeto. Esto es lo que se ha ido imponiendo globalmente y, desgraciadamente, ya es lo habitual. Negando la diferencia entre la justicia conmutativa y la distributiva, las riquezas, que eran el patrimonio de las familias, pasaron a ser propiedad privada, y entonces las divisas dividieron ese patrimonio que sustentaba la unidad vital familiar. Para colmo de desgracias, siempre quedará alguno que se sintió agraviado en el reparto y, avaro y rencoroso, perderá la silla de la abuela, el florero de porcelana y, lo más triste, a su hermano.

Recordemos la escena bíblica en la que dos madres se disputan al hijo vivo, y Salomón, maestro de justicia por su discernimiento, sabe que el mal espíritu está en aquella que quiere la mitad del niño, pues no tiene corazón de madre. En su sabiduría, deduce que la verdadera madre es la que está dispuesta a perder el hijo, antes que su hijo pierda la vida. ¿Cuántas divisiones mortales se dan en todos los ámbitos cuando el individualismo hipócrita y egoísta se disfraza de justicia? Desgraciadamente, no siempre tenemos la sabiduría de Salomón para salvar la situación, ni la noble generosidad del corazón de esa madre.

Cuando las divisas son adjudicadas, las familias y los pueblos quedan en la ruina, a merced de la avaricia del enemigo, que se apropia del botín; y quienes eran señores, gozando de libertad en su geografía, terminan esclavizados para servicio de un tirano. La igualdad revolucionaria despojó a los pueblos de la monarquía y, aboliendo la primogenitura, impuso la democracia igualitaria, que desintegró la familia con la utopía de una fraternidad, igualmente revolucionaria. Al dividirse el patrimonio entre varios hijos, se debilitaron y fueron vulnerables, como aquellos reinos que perdieron su fuerza y esplendor al ser divididos por un padre. Las tormentas del modernismo y las pasiones huracanadas vinieron, con su violencia, no solo a quebrar las ramas del árbol genealógico que se proyectaban hacia el mañana, sino que también fueron a cortar las raíces vivificantes que lo afianzaban en el ayer. Las arrancaron de cuajo, las dejaron tiradas, secas e inertes, y solo son aptas para dar abrigo a alimañas y sabandijas, o ser pasto de las llamas.

El liberalismo no solo disolvió el patrimonio de las familias y de los apellidos por medio de instrumentos «legales» y argumentos estatales, convirtiéndolo en propiedades privadas de un solo nombre, sino que también, con las inicuas y sucesivas desamortizaciones, confiscó el patrimonio de las familias religiosas, que son las formadas con vínculos espirituales. Este patrimonio eclesiástico se había acrecentado con la sucesión de las generaciones gracias a las donaciones de los fieles y a una correcta administración. Se trataba de un conjunto de bienes indispensable para sostener el clero y el culto, las iglesias y obras pías, para educar y cuidar enfermos, velar sobre el huérfano y la viuda, con la consecuente influencia social sobre los beneficiados y la edificación de la feligresía. Los desamortizadores liberales además de actuar movidos por la avaricia pensando en el valor monetario de los bienes eclesiásticos, estuvieron sobre todo impulsados por la codicia de la influencia y poder espiritual que la Iglesia ejercía sobre la comunidad cristiana. El ascendente y la autoridad moral y espiritual que ejercía la Iglesia fue usurpada desde entonces por ese ente etéreo y deletéreo llamado Estado que, con aire de perdona vidas va borrando cruelmente su presencia al reducir cada vez más sus fuentes de subsistencia. La masonería no solo despojó al Vaticano de toda implantación territorial, sino también a los monasterios y parroquias, con el sofisma de que su influencia debe ser solamente espiritual. Resulta muy triste constatar que el liberalismo ha logrado que los eclesiásticos lo tengan aceptado y muy asumido.

Tomando como referencia las naciones, que magnifican las consecuencias de las disgregaciones familiares, encontramos un ejemplo muy elocuente en las dos Américas, la del Norte y la del Sur. Podemos ver cómo en la Hispanidad, donde el alma era católica, apostólica y romana, las intenciones masónicas y las ideas liberales llevaron el fermento independentista, desmembrando el cuerpo que sustentaba el alma. Pero más al Norte, los hijos de las tinieblas, más astutos que los hijos de la luz, fundaron los Estados Unidos, éstos sí muy unidos, y de esa manera, eficaces instrumentos del liberalismo, sin límites en su intervencionismo, expandieron la influencia deletérea de las sectas y las logias por la América Hispana y Católica.

Inmersos como estamos en el mundo, penetrados de su espíritu liberal, la sal de la tierra pierde su sabor e identidad; el individualismo, con que «El que divide» nos segrega de las comuniones naturales y sobrenaturales, tiene carta de ciudadanía, puesto que está apoyado y amparado por leyes inicuas. Ese individualismo tiene múltiples caras y variadas manifestaciones, sustentadas por las pasiones desordenadas: El orgullo, raíz común de la vanidad; el egoísmo, el amor propio, el criterio propio, la voluntad propia, el propio interés. En el origen de todos y cada uno está siempre la soberbia del Non serviam, que trae consigo la destrucción ontológica de la propia persona, pues, por naturaleza, el hombre es, como lo define Aristóteles, un animal político. Como resultado lógico y natural del amor a sí mismo hasta el desprecio de Dios, el hombre encuentra en el pecado su ruina como castigo.

Colmados de vanidad y fiados en el criterio propio, despreciamos el legado de nuestros mayores; aunque, sobre las bases y fundamentos de maestros y doctores que nos precedieron, tengamos la posibilidad de ver más lejos desde más arriba. Además, el que es maestro de sí mismo, se hace discípulo de un idiota. Un error que nunca cometen los que cultivan muchas ciencias es el de despreciar los avances que lograron sus predecesores; sin embargo, en las ciencias del alma, surgen innovadores que creen que puede haber algo nuevo bajo el sol, y que ellos, ex nihilo, han descubierto la piedra filosofal que los conducirá al éxito, aunque no sea otra cosa más que un espejismo. Están perdidos y perecerán en un desierto, donde no dejan de girar en círculos viciosos, sin jamás salir del laberinto.

El espíritu emancipador de la revolución ha calado muy hondo en nuestros jóvenes, que, sin tomar en cuenta las obligaciones del cuarto mandamiento, deshonran a sus padres y, bajo la influencia de las pasiones ardientes de la adolescencia; son rebeldes sin causa, tiranos y déspotas, que rechazan ser educados y responden a las correcciones paternas con un «¡no te metas!»

Los millenials contemporáneos, hijos de la igualdad y la fraternidad, en nombre de la libertad no reconocen autoridad alguna; despreciando toda jerarquía, multiplican las iniciativas autónomas y anárquicas, porque tienen tirria al desarrollo de estructuras orgánicas que puedan coartar su ambición personal. Presuntuosamente se autoerigen en fundadores de congregaciones, agrupaciones y movimientos, porque prefieren ser cabeza de ratón, antes que la cola del león. Instrumentalizan maquiavélicamente lo que sea: la Causa y hasta al mismo Espíritu Santo. Desprovistos de toda prudencia y consejo, acceden temerariamente a puestos de responsabilidad sin estar ni llamados ni capacitados. Y se les sigue, apoya y vota, siendo que deberíamos saber que su elección no es de fiar, porque «no es bueno el que a sí mismo se recomienda». Carentes del llamado, de las virtudes y gracias de estado, necesarias para cumplir tan delicada misión, llevan al fracaso muchas existencias y, por supuesto, actúan en desmedro del bien común. En definitiva, esto es un síntoma de una gran irresponsabilidad, pues, empuñando una bandera común, sirven realmente a una causa particular, que durará lo que se mantenga su arranque compulsivo e irresponsable. Suelen tener una existencia efímera y dejan como resultado, en sus prosélitos, la decepción y el escepticismo. Embaucan a sus prójimos, a quienes inmolan en beneficio de sus propósitos personales y particulares. Estos millenials y quienes así actúan, hacen risibles los principios, y empañan torpemente los más puros ideales. Sus secuaces son incautos perezosos que descansan cuando abdican de su voluntad y renuncian al discernimiento, porque dejan que los otros decidan e impongan sus criterios. Se mantienen al margen del influjo vivificante, mutuo y dinámico de la Comunión.

Esta situación social descrita nos llevará ineluctablemente a una guerra de todos contra todos, devorándonos mutuamente por egoísmos famélicos, dentro de un frenético combate por la supervivencia individual; sumidos en la desesperación, al vernos despojados incluso de lo vital, indispensable y necesario, que nos permita subsistir. Un «sálvese quien pueda» universal. No olvidemos que «El que divide», es el príncipe de este mundo y, además de padre de la mentira, es homicida desde el principio, y quiere implantar su reino de muerte no solo en las almas, sino también acabando con la vida de los cuerpos. Y cuando no quede de esta sociedad piedra sobre piedra, como católicos, no podremos siquiera ir a llorar y lamentarnos a los muros de la ruina. De hecho, aún estamos a tiempo de combatir este individualismo deletéreo, y en ello nos va la vida.

 

5.- Galería de retratos.

En estos tiempos en que los oídos se inclinan a las fábulas, el precio político que tiene decir aquello que no se quiere oír es muy alto. Mientras se escriba o predique, aunque sea demagógicamente, aquello que agrada, ponen al escritor por las nubes, allá por los cuernos de la luna; pero, como se predique opportune et importune, se cierran los corazones y revuelven las entrañas, enterrando al predicador bajo mil montañas.

Aplicando la máxima de Horacio castigat ridendo mores, os invito a dar un paseo a través de una galería de retratos del individualismo que nos es familiar. Que la contemplación sucinta de las ridiculeces que conlleva, nos anime a vigilar nuestros defectos para multiplicar mejor los talentos; porque, aunque el ridículo no mata, hace mucho daño. Que su lectura nos ayude a discernir de qué manera «El que divide» realiza su labor en nosotros, y nos decidamos a luchar contra él, a adquirir un mayor sentido de pertenencia, fortaleciendo la Comunión que nos hace comunidad.

Pongamos en sordina el espíritu de contradicción, el egoísmo individualista en sus distintas manifestaciones: protestantes prácticos, murmuradores de la queja perpetua, perezosos irredentos de las críticas acervas; agrios de celo amargo, ácidos corrosivos de los vínculos de la sangre y el espíritu; de las iniciativas frívolas, múltiples y dispersas.

Los quejicas, que exigen todo y no dan nada; sanguijuelas chupasangres de vitalidad y energías. Chantajistas profesionales con aire de ofendidos y actitud de despechados. Maestros de sí mismos, audaces ignorantes que a todo se atreven, incluso a sentar cátedra. Nunca obedecen y siempre mandan.

En depresión perpetua tenemos a los del aire mohíno, apagando entusiasmos, absortos en sí mismos, hundidos en lo más profundo del pozo de su ombligo. Eternos agraviados de rancios rencores. Los flemáticos con sangre de horchata que, si el hermano les pide que caminen con él una milla, nunca harán dos, porque nacieron cansados.

Los de las cóleras caprichosas de malcriados contrariados. Activistas frenéticos que, cual rueda de molino, agitan los vientos, pero no van a ninguna parte. Impetuosos, agitados, ya que solo es urgente aquello que les concierne. Mientras a todas sus exigencias se responda con un sí, son un encanto, pero apenas encuentran un no como obstáculo, se transforma en pantera, el gato. Los del ego exaltado y autoestima desorbitada, carentes de humildad y reacios a la humillación, inasequibles a la corrección.

Vanidosos sublimes, excéntricos ridículos, persuadidos de ser originales, sin tener en cuenta que el verdaderamente original será aquel que es fiel y leal a sus orígenes. Cursis acicalados en pose de retrato. Narcisos fascinados con su imagen, encantados de conocerse, incólumes a toda crítica de lesa individualidad. Ante el prurito de ser hijos de nuestro tiempo y estar a la moda, no debemos olvidar que somos seres eternos.

Vampiros que, con morboso deleite, hincan sus colmillos en sangre inocente; envueltos en sombras, huyen de la luz, que aborrecen. La odian porque los ilumina, encandila y obnubila. Los del insulto tabernario y la injuria procaz. Mediocres resentidos, de la envidia infatigable y el rencor sin reposo hacia quienes ponen la luz sobre el celemín y brillan con luz propia.

Capillitas y beatos de mirar extasiado, de porte afeminado, rezar engolado y puntillas rococó. Devotos exteriores de botas bien lustradas. Prosélitos deslumbrados por el boato de parafernalias arcaicas de ceremonias iniciáticas. Paraclérigos, con más humo que un turíbulo.

No distinguen la Eucaristía del pan cotidiano, pero se acercan a comulgar con semblante arrobado: de rodillas, de pie y hasta en la mano, pretenden estar en Comunión con lo más alto sin estar en paz con su hermano. Vivir en comunión de caridad es precepto, mandato eterno y nuevo, de practicar el amor que profesamos al Invisible, dándole una mano de perdón y apoyo al que tenemos al lado.

Estrategas de bar, atrincherados detrás de la barra, que, con un par de copas, lloran derrotas y celebran victorias. Apoltronados en el sofá, con un whisky en la mano y tras los humos del puro, fabulan sobre el pasado, deliran sobre el presente y vaticinan el futuro; le dan mucha importancia al número de destilados que pueda tener el líquido de sus vasos, pero cuando se trata de saciar la sed de verdad de sus inteligencias, se abrevan en las corrientes turbias y en fuentes contaminadas.

Administradores infieles, tahúres de las cartas marcadas, traidores de beso en la mejilla y puñalada en la espalda, cuya lealtad fluctúa y oscila al ritmo de la Bolsa de valores. Menos leales que un gato. Moluscos invertebrados, sin principios, deberes ni obligaciones. Admiran de lejos la filosofía y tienen la veleidad de alcanzar el tercer grado de abstracción; pero, como donde está su tesoro tienen el corazón, están anclados en el segundo; son calculadores matemáticos, pues las cosas valen si tienen un precio, aunque sea el de treinta monedas de plata.

Cantamañanas que rehúyen la compañía de sabios y ancianos y, en la continuidad de la cadena de la Tradición, son eslabones desenganchados del inmediato anterior. Machos machotes, matones del celuloide, de fina y suave piel, les pica un mosquito y lloran tres días con sus noches. Los de mucha pólvora y poca mecha, los que siempre prometen y nunca cumplen, son petardos que no explotan ni siquiera en Nochevieja.

Matacandelas apagando inteligencias, mitradas o con bonete, van extinguiendo mechas que aún humean y quebrando cañas cascadas, pues son tan débiles, que no pueden con las enteras. Los espíritus sectarios que cuelan los mosquitos y se tragan el camello, los que andan buscando la paja en el ojo ajeno y, ¿la viga? –Bien, gracias.

Producto acabado de nuestra sociedad de consumo son los del devorar angurriento de los productos más santos, sublimes y sagrados; eternos clientes a quienes su individualismo lleva a considerar la Comunión como un mercado. A estos tales no les convencen las razones, pero el marketing les seduce. Veletas fluctuantes, que apuntan siempre a su propio interés. Desleales e inconstantes, que en el juicio final verán con asombro cómo serán juzgados por rameras y publicanos, que, aunque en comercios reprobables, tenían vergüenza.

Patriotas de pantomima, ciudadanos de una patria embalsamada, muerta pero enterita, sin el alma cristiana de la Unidad Católica, que en una Patria Cristiana le conceden a la concubina el mismo estatuto de la legítima, a Agar los mismos derechos de Sara. Con mucho barullo vociferan proclamas contra los agarenos, pero a la hora de la verdad de católicos, nada.

Sabandijas de las sombras, miopes como topos, nocturnos como lechuzas, huidizos como ratas, recelosos de la luz, huyen de la verdad y merodean por las tinieblas de la ignorancia. «La Luz vino hasta ellos, pero no la recibieron». Nautas entre las brumas de la historia, con una brújula clavada en un norte, meca del individualismo: «Yankilandia». La Providencia les ha abierto las ventanas hacia horizontes de grandeza, intelectuales y morales, pero las cierran a cal y canto, para seguir durmiendo la siesta en la penumbra.

Pesimistas, derrotistas, entreguistas, fatalistas, que, sin llevar aun puesta la chilaba, tienen el espíritu islamizado; antes que sople el simún, ya esperan que llegue para sepultarlos vivos; mirando hacia la Meca, ya están postrados. Opas y Don Julianes, tan lejos de los Numantinos que entregaron la sangre antes que las llaves. Ante este panorama, no debería extrañarnos el encontrarnos invadidos.

Es una leyenda que los avestruces, ante el peligro, entierran su cabeza en la arena; pero, que hay católicos comunitaristas, es una realidad. Ellos dicen que, para ser buenos, necesitan privacidad. ¿Privacidad? ¡Cuando somos «un espectáculo para el mundo, para los ángeles y los hombres»! Se cortan, aíslan y sectarizan porque quieren vivir tranquilos como cristianos en una burbuja. Creo que sería mejor irnos preparando a morir como valientes católicos.

Catastrofistas apocalípticos que van multiplicando sus penas y dividiendo nuestras alegrías. Perezosos y egoístas, anhelando veleidades, que no dan un centavo ni mueven un dedo; ya en tiempos de Carlos VII se les llamó «ojalateros».

Misántropos cibernéticos, de la atrofiada empatía. Tránsfugas huidizos de pasado oscuro y tenebroso futuro, personalidades opacas que van por la vida detrás de vidrios tintados. Recelosos y distantes, tal vez con razón, no se fían ni de sí mismos, inevitablemente condenados por desconfiados. Hoscos y taciturnos, que, de tanto buscarse, se terminan encontrando; pero, entonces, decepcionados, se quedan muy tristes, porque son incapaces de reírse de sí mismos.

La paradoja del individualista es que, pensando siempre en sí mismo, leyendo estas líneas, haciendo los frecuentes juicios temerarios, ahora piensa en los demás.

Mientras no llegue la hora de la cosecha, aún no podemos separar el trigo de la cizaña, que se ocupó el enemigo de mezclar. Debemos tener paciencia y saber esperar. Ya llegará la hora en que el Segador guardará el trigo en su granero y mandará quemar toda la cizaña. 

Cada cual sabrá de qué pie cojea y dónde le aprieta el zapato, y, si le cae el guante, que se lo chante. Que el Espíritu Santo nos ayude a conocernos a nosotros mismos y a encontrar nuestro lugar dentro de la armonía querida por el Creador, fundada sobre la humildad; identificar nuestro defecto, que, aunque errar es humano, perseverar es diabólico. Que Él nos ayude a una mayor abnegación del «yo», para participar en la construcción de la Ciudad de Dios.

6.- Permanecer en Comunión.

Todos hemos recibido un solo bautismo que nos hace miembros del Cuerpo Místico. En estas horas de pasión Eclesial, semejantes a aquellas en las que hirieron al Pastor y se dispersaron las ovejas, debemos evitar la disgregación permaneciendo en Comunión, a la espera de la Resurrección de la Iglesia. Evitemos la tentación de dispersarnos y volver al rancho, como los discípulos de Emaús, cabizbajos, derrotados y vencidos. Sabemos y creemos que las puertas del infierno no prevalecerán contra Ella, aunque algunos pongan ahora una lápida sobre el sepulcro. Sin embargo, la Iglesia es una institución divina, que hoy sufre las terribles consecuencias de su conformación humana: «bienaventurados los que no se escandalicen de Mí». Mientras tanto, desde el altar siguen fluyendo las gracias que regarán el valle de las espinas.

Que en esta Cuaresma aprendamos a mortificar nuestro amor propio, así como las ideas y acciones, sentimientos y actitudes que de él se derivan, y que el Dios que colma de bienes a los humildes, a quienes recibimos con sencillez el legado precioso que constituye la riquísima herencia de la Tradición, nos conceda la gracia de saber trasmitir, con lealtad y responsabilidad, «porque los que no están Conmigo, desparraman»; pues sabemos bien que la fe sin obras es muerta, así como las obras sin la fe son inútiles y, si el Señor no construye, en vano se fatigan los obreros. Morir a nosotros mismos implica trabajar para la mayor gloria de Dios desde nuestra humildad.

En el Catecismo aprendimos que al final de nuestra vida seremos juzgados en el juicio particular y, con la gracia de Dios, esperamos escuchar esta sentencia: «Siervo bueno y fiel, porque fuiste fiel en lo poco, serás fiel en lo mucho, entra en el reino de Dios». Pero no debemos olvidar que al final de la Historia seremos juzgados en el Juicio Universal como miembros de un Cuerpo, donde se pondrá, ante nuestros ojos y delante de los demás, nuestra fidelidad en relación con toda la Historia y no solo con nuestra generación contemporánea.

Los católicos somos parte de un plan de amor eterno que escapa a nuestra breve dimensión temporal; somos piedras vivas de una catedral que tal vez esté en los cimientos y nunca podremos ver acabada. Quizá no estaremos vivos para contemplar cómo coronarán las agujas el magnífico edificio de la Ciudad de Dios, que se construye con la base del amor a Él hasta el desprecio de sí mismo. Dios quiera que seamos piedras y no adobes, que el tiempo y la intemperie disuelven y convierten en polvo.

Edifiquemos sobre la Piedra Angular, ya que nuestra existencia tiene dimensiones eternas, que superan la inmediatez absoluta en la que nos aísla el orgullo, con su maldito individualismo. Nuestro Señor nos dio ejemplo de humildad haciéndose hombre, en todo semejante a nosotros salvo en el pecado; con un acto de amor inconmensurable llevó su abnegación por nosotros hasta el exceso de la Cruz, para que nuestra persona humana pueda alcanzar la comunión divina, que debería ser nuestro constante anhelo. «Charitas Christi urget nos»: ¡no podemos imaginar hasta dónde puede Dios exaltar al que se humilla! Debemos curarnos de la miopía: nuestra mirada carnal, corta, estrecha, egoísta y mezquina, a sabiendas de que nuestra existencia tiene perspectivas eternas y divinas.

«Venga a nosotros tu Reino», no puede ser solamente una expresión de deseo: Él ya ha triunfado sobre la muerte y, como quiere hacernos partícipes de su triunfo, nos invita a librar el buen combate, pues, sin mérito de nuestra parte, no podremos alegrarnos en la Gloria de la eterna victoria. Él ya no necesita vencer: ya venció. Lo que ahora anhela su amor es conquistar nuestro corazón y que, ahora o nunca, pues aún tenemos tiempo, hagamos los méritos necesarios.  Tenemos que reconquistar palmo a palmo el mundo entero, la sociedad completa, para Cristo Rey. Es nuestro deber orar, trabajar y luchar para sacar del caos en el cual «El que todo divide» ha hundido al Reino de Dios. Esto no se logra sin la abnegación del “yo”.  Tenemos que aprender a conjugar los verbos en plural, y no dejarnos encandilar por beneficios inmediatos, con los que el mundo soborna a sus enemigos. El Reino de Cristo se afianzará en la medida que trabajemos con todas nuestras fuerzas y con su gracia, en pro de ese bien común, natural y sobrenatural, que es el verdadero y supremo beneficio, a fin de que la súplica «venga a nosotros tu Reino» sea haga realidad.

No caigamos en las tentaciones del individualismo, y de esas autonomías anárquicas que solo contribuyen a acrecentar el caos en que estamos inmersos. La cruz que Nuestro Señor nos invita a abrazar cada día es el símbolo que suma: abneguemos nuestros individualismos que dividen.

Que el símbolo de la Cruz de San Andrés, con todo lo que significa para los Tradicionalistas, que representa en aritmética el signo de multiplicar, nos lleve precisamente a acrecentar y multiplicar nuestras menguadas fuerzas, los exiguos medios, nuestras mermadas tropas y nuestros escasos méritos, con la misma gracia divina con que un día Nuestro Señor multiplicó panes y peces.  Que no caigamos en las trampas del que todo lo divide, desparrama y destruye. Que podamos vivir con el mismo fervor que llevó a San Pablo a exclamar: ¡Nada me podrá separar del amor de Cristo! Así seremos piedras vivas, que no adobes, cimentados sobre la Piedra Angular, unidos en Comunión de cristianos, instaurare omnia in Christo.

Rvdo. P. don José Ramón García Gallardo, Consiliario de la Comunión Tradicionalista.