La precaución de Magín Ferrer

María de Molina presenta a su hijo Fernando IV a las Cortes de Castilla, Antonio Gisbert

Magín Ferrer esclarece el verdadero sentido de las instituciones y estructuras jurídicas. Éste se desprende y se induce a partir de nuestros varios cuerpos u ordenamientos legales históricos, formados a lo largo de nuestro multisecular régimen monárquico.

Conviene tener presente las precauciones de que nos advierte el doctor Ferrer en una acotación de su magna obra Las Leyes Fundamentales de la Monarquía Española (Tomo I, 1843). Ahí carga contra aquellos revolucionarios moderados que, cogiendo el testigo de los ilustrados del último tercio del siglo XVIII que promovieron la nueva ciencia del «derecho público», trataban de hacer pasar de matute sus teorías políticas revolucionarias como si fueran la auténtica interpretación de nuestros códigos jurídico-legales en materia sociopolítica, mediante un nuevo lenguaje diseñado al efecto.

Esta característica embaucadora es la que hacía a los revolucionarios moderados infinitamente más peligrosos que los revolucionarios exaltados rupturistas y defensores de la Constitución gaditana. Aunque Magín Ferrer centra su crítica en la figura de Francisco Martínez Marina (uno de los autores paradigmáticos fundadores de esta táctica revolucionaria sibilina), establece también criterios de carácter general en esta nota, que merece la pena citar en toda su extensión:

«Debe tenerse presente que este publicista de mala fe [Martínez Marina], según el sistema adoptado en las escuelas filosófica y jansenística, cuando escribió el Ensayo histórico-crítico, publicado en 1808, dijo todo lo contrario de lo que publicó en su Teoría [de las Cortes] en 1813. Entonces decía que “Por principios fundamentales de la constitución política de estos reinos, los monarcas eran únicos señores, jueces natos de todas las causas, a quienes solamente competía la suprema autoridad y jurisdicción civil y criminal” (Núm. 47). Que “la facultad de hacer nuevas leyes, sancionar, modificar, enmendar y aun renovar las antiguas, fue una prerrogativa tan característica de nuestros monarcas, como propio de los vasallos respetarlas y obedecerlas” (Núm. 48). Que “a esta prerrogativa de supremos legisladores añadían la de ser árbitros en la guerra y en la paz, la de imponer contribuciones, y exigir de sus vasallos los auxilios pecuniarios que justamente fuesen necesarios para su subsistencia, conservar el decoro debido a la majestad, y subvenir a las necesidades públicas” (Núm. 50). Y entonces decía la verdad, porque realmente sus aserciones eran conformes con los documentos que citaba. Pero en su Teoría, citando los mismos documentos, u otros idénticos a aquéllos, asegura falsa e inconsecuentemente todo lo contrario. Y es que entonces a los filósofos y a los jansenistas les convenía halagar al Rey para hacerle servir de instrumento en el plan de deprimir la Iglesia y abatir la Grandeza. Y en 1813, puesto el Gobierno en manos de los sectarios, y creyendo que ya no había que temer la justicia del Soberano, se persuadieron que era llegado el tiempo de dar el golpe a los Reyes que no supieron ver el precipicio al cual les condujeron los consejos de las capacidades, en cuyas manos se habían entregado. Aquí debo prevenir a mis lectores contra el lenguaje maliciosamente inventado por los escritores filósofos del tiempo de Carlos III, sagazmente empleado por Marina en su Teoría, generalmente adoptado hasta por escritores de buena fe; y que tal vez ha sido la causa principal de que muchos cayesen en el lazo que tan fementidamente supo armar el autor de dicha Teoría con los nombres de Nación, representantes del pueblo, grandes juntas del reino, libertad nacional, derechos del pueblo, etc. No: ni en tiempo de la Monarquía goda, ni en los siglos posteriores, se usó tal lenguaje en las leyes, ni en las Cortes, ni en los actos del Gobierno, ni por los escritores públicos, ni por los Procuradores cuando defendían los fueros del Reino o de las ciudades. El haber aplicado un lenguaje nuevo a los hechos, a las leyes y a las costumbres antiguas, ha sido un ardid infernal para preocupar el espíritu de los lectores en favor de los principios demagógicos, y se ha logrado que muchos los creyesen autorizados por las antiguas leyes fundamentales, no por convencimiento de las falsas pruebas que se les presentaban, sino por la alucinación de un lenguaje capcioso con que se les deslumbraba. Tengan presente esta observación los que hayan de escribir sobre materias concernientes a la Monarquía española, si quieren desarraigar el fatal error del espíritu de los incautos, y preservar de él a los que aún no han sido contagiados con las funestas doctrinas de los demagogos».

Félix M. Martín Antoniano, Círculo Tradicionalista General Calderón de Granada