El ocaso del campo español (I)

L. López Araico

Al finalizar la guerra del 36 en la que murieron cientos de miles de personas, las distintas regiones de la España peninsular tenían una característica común: sus núcleos rurales estaban llenos.

Las escuelas de los pueblos estaban repletas de niños. Mientras, los jóvenes y mayores supervivientes que habían regresado del frente o que no habían sido llamados a filas, se dedicaban mayoritariamente al trabajo en el campo o al desempeño de algún oficio. Una buena parte de estas ocupaciones era continuación de las tareas de sus padres y abuelos.

Aparte de las cosechas perdidas por la guerra, los problemas del campo español eran acuciantes, muchos de ellos endémicos desde las desamortizaciones liberales del siglo XIX. El rendimiento agrícola permitía mantener a la población en los límites de la subsistencia. En los primeros años de posguerra no existía disponibilidad de los excedentes de producción. Estos eran confiscados a través de distintos organismos creados por Ley a tal efecto, con el fin de garantizar la alimentación de los habitantes en las ciudades. El mundo rural socorrió a los núcleos urbanos en un periodo especialmente difícil.

Tras los años más duros de la posguerra, las autoridades del régimen de Francisco Franco centraron su política económica en el desarrollo de las urbes y de determinadas regiones. Las mejoras apenas llegaron a los pueblos, que no fueron una prioridad de la política económica y territorial.

En definitiva, el famoso desarrollo y milagro económico español de los años 50 y 60 no tuvo por objeto las aldeas y villas de España. El mundo rural fue abandonado a su suerte.

Durante esas décadas, la población seguía creciendo a un ritmo fuerte, pero la producción no recibía una remuneración justa y no se cortaron esos abusos. En la mayor parte del ámbito rural no llegaban obras de infraestructura, y en tantos lugares, por no haber, ni siquiera había medicamentos. Cualquier infección podía comprometer la vida de las personas.

En aquellos años, el acceso a la cultura fue muy limitado. Los libros se constituyeron en un auténtico producto de lujo. En palabras de algunos testigos de la época «aquel contraste con el auge de las ciudades no se podía resistir».

FARO/ Margaritas Hispánicas, A. Herrero