SOBRE EL CONCILIO Y SUS REFLEJOS POLÍTICOS EN ESPAÑA.
Apuntes para una historia cultural del tradicionalismo
El profesor Pedro Carlos González Cuevas ha publicado en la revista Razón Española un interesante trabajo titulado «El Concilio Vaticano II en España. Respuestas y consecuencias». Brillan en él la laboriosidad y el prejuicio acostumbrados, junto –en este caso– al insuficiente conocimiento del tema. La combinación de los tres elementos determinan una factura que el lector no avisado pudiera encontrar más que correcta, pero en la que el conocedor descubre de inmediato graves deficiencias tanto en el cuadro general como en los detalles.
Comencemos por decir, de inmediato, que no tiene reparo en divisar el «acontecimiento» conciliar desprovisto de los anteojos del «progresismo». Eso le lleva a reconocer en las primeras líneas, y sin esconder su valencia negativa, el efecto revolucionario que produjo, particularmente en España. Acierta, así, al enfatizar la ruptura producida pese a la (hipotética) intención reformista inicial. Rectius: la intención rupturista del activo bloque progresista, que no triunfó sino de forma limitada en los textos, sí lo hizo de lleno en su interpretación y aplicación. Que las jerarquías, a remolque, confirmaron a medias. Resulta a este respecto honrado por su parte reconocer la acción de los «tecnócratas» en la transformación de una España que iba a quedar, así, preparada para recibir los frutos de concilio, posconcilio y periconcilio.
Las páginas que dedica a la «ofensiva progresista» son útiles en su síntesis, aunque no distinga de modo adecuado el fermento progresista operante desde siempre en la Falange, que se concretó en alguna resonante polémica, de la acción demócrata-cristiana stricto sensu y el aporte «progresista» izquierdizante y aun marxistizante. También es oportuno, como hace, separar en el seno de las reacciones contra esta «ofensiva» un vector conservador (con distintas variantes) de otro tradicional (o tradicionalista). Es en este punto en el que hemos de detenernos, al constituir el eje del artículo, aunque se presenta de manera desordenada, magmática por momentos, dificultando el discernimiento que nos hemos propuesto hacer con estas líneas.
La referencia inicial a Acción Española con que el autor abre el epígrafe parece atinada. Pues, aunque el general Franco impidió su reanudación tras el fin de la guerra, permaneció como un punto de referencia. Por encima de la línea más neta de El Siglo Futuro o Criterio, esto es, de los portavoces del Carlismo durante el período republicano, que tampoco fueron autorizados a reaparecer, Acción Española, gracias a Eugenio Vegas Latapie sobre todo, acertó a modernizar (por lo menos metodológicamente a través del aporte maurrasiano, recibido a beneficio de inventario) el pensamiento tradicional. Añadía además la ventaja operativa, para muchos arribistas, de situarse al margen del legitimismo carlista. De ahí que, tras la guerra, se enarbolara su estandarte por distintas «operaciones» culturales, y políticas, contra el signo liberal –aunque suene a oxímoron– del falangismo, entre las que destacan Arbor (hasta 1953) o Punta Europa (desde 1956).
No es en rigor, por el contrario, el caso de Verbo, al que González Cuevas presta –et pour cause– particular atención. Pero equivocándose en casi todo. Para empezar en su aparición, anterior al Concilio, cuya primera sesión se celebró en el otoño de 1962. Ya que su depósito legal es de 1960, si bien los primeros números (de periodicidad irregular) comenzaron a publicarse en 1961, año en el que se celebró la I Reunión de Amigos de la Ciudad Católica. En segundo lugar, respecto de los fundadores. Menciona, junto a Vegas y Vallet de Goytisolo, a Estanislao Cantero. Que desde bien joven fue uno de sus hombres más destacados, pero no tanto como para haber participado en su puesta en marcha… con once años. Los nombres que cita, a continuación, demuestran que sólo ha ojeado la colección de la revista. El obispo de Cuenca, don José Guerra Campos, escribió una vez en vida, en 1972. La otra colaboración que se encuentra es posterior a su muerte y dedicada a su memoria. Lo mismo pasa con Blas Piñar, cuyo nombre comparece sólo en 1966. Y con el brasileño Plinio Correa de Oliveira, el mismo año, si bien en 1972 se reprodujo otro texto suyo. Colocar a los tres entre los colaboradores más habituales de Verbo es un desatino. Vicente Marrero, que no tuvo demasiada parte en la obra, por lo menos estampó su firma en seis ocasiones. Una menos que Fernández de la Mora, a quien omite, sin embargo, con razón. Insiste también en llamar «Francisco Javier» a Francisco José Fernández de la Cigoña. Álvaro d’Ors, sin duda importante, comienza tardíamente en los años ochenta, lejos del periodo al que se contrae el estudio. La lista ofrecida, además, tampoco exhibe un particular discernimiento, mezclando autores de distintas condiciones. Tampoco es objetiva, para concluir, la caracterización intelectual. Ni Verbo se ha considerado heredera de Acción Española (lo recordó Vallet para tranquilizar a Elías de Tejada, a quien –frente a Gambra– disgustaba la asimilación), ni ha destacado por la nostalgia de tiempos pretéritos (se ha centrado más en el estudio de la filosofía social y la doctrina social de la Iglesia que en la defensa de la monarquía tradicional). Cosas ambas, herencia y nostalgia, que sería más fácil atribuir a la sede en que se ha publicado el artículo que comentamos. Desde el título, Razón Española, bien evocador en su mimetismo, hasta el contenido centrado en la celebración obsesiva del régimen del general Franco.
Tampoco son agudas las presentaciones de otras empresas posteriores que aborda el trabajo analizado, como ¿Qué Pasa?, Fuerza Nueva o Iglesia-Mundo. La primera tuvo más peso del que se le atribuye y de todas estas es quizá la más importante a la hora de hacer un estudio del progresismo en España. Un tanto atrabiliaria, por el estilo que imprimía a sus páginas el director, Joaquín Pérez Madrigal. Fuerza Nueva nació para una cosa (el combate contra el progresismo), pero prontísimo –debido a la personalidad de su fundador– se deslizó a otra (la resurrección imposible e indeseable del Movimiento Nacional). Muchos de los notables que contribuyeron a su fundación se desolidarizaron por ello de modo inmediato. Antes del primer número. Vegas, Vallet o Gambra querían un instrumento de combate que bajase a la arena de lo concreto las grandes ideas de Verbo. Piñar, en cambio, puso el caudillismo (el franquista y el piñarista) por encima de todo. Lo que no quitó para que el mundo en verdad católico y tradicionalista se valiera también de esa tribuna heteróclita. Iglesia-Mundo, para terminar, partía con una hipoteca de nacimiento: ser la longa manus de un sector conservador de los obispos (Guerra Campos, Castán Lacoma, ¿González Martín?…). Es una historia compleja que el autor no conoce suficientemente bien. Y que, en parte, está por historiar.
Decíamos antes que González Cuevas distingue de la reacción tradicionalista otra conservadora. Podría, desde luego, seguirse el respectivo curso dentro de la cultura clerical, con predominio absoluto además de la segunda sobre la primera. Pero no es eso lo buscado en el trabajo. Que se refiere, de un lado, a una «alternativa conservadora secular» (personificada en Gonzalo Fernández de la Mora), y a un «neoconservadurismo católico» (que ejemplifica en la revista Atlántida, aparecida en 1963), de otro. Ha de decirse, para principiar, que Fernández de la Mora formó parte del proyecto Atlántida. Lanzado por el Opus Dei con la intención de hacer olvidar su significación cercana al tradicionalismo durante el decenio anterior, facilitando así su plena inserción en un auroral liberalismo tecnocrático (pero no democrático, imposible a la sazón) al que deseaba transbordarse. Su alma iba a ser Florentino Pérez-Embid, que había tenido importancia no menor en las empresas del período anterior, lo que servía para dulcificar la evolución. Pero Fernández de la Mora no fue ajeno al mismo. Pues era amigo de Pérez-Embid, escribió desde los primeros números en la revista y no puede negársele haber sido el principal teórico de la «tecnocracia». Es verdad que la obra de Fernández de la Mora posee acentos particulares en este asunto, que justifican el calificativo de «secular» que se le atribuye. En todo caso, no parecen reunir la trascendencia ni alcanzar la coherencia que González Cuevas les atribuye. Y es que el signo de la obra del diplomático juanista reconvertido en político franquista no es tan neto como su panegirista expresa. El fondo agnóstico de su alma, que toca al pensamiento, se halla contrapesado por el influjo católico en su formación. El repaso de su ejecutoria pública, además, refleja no pocas contradicciones: hace sus primeras armas en el entorno de Eugenio Vegas, no se hurta a la colaboración con Arbor en el momento de la exaltación del menéndezpelayismo y cuando tiene que entrar a un partido, en los albores de la transición, de los siete que conformarán Alianza Popular lo hace –y presidiéndolo– en el que recoge a algunos restos del tradicionalismo pasado por agua a causa de la dureza de la vida y de los desengaños: Unión Nacional Española (UNE). Figura notable, en medio de sus contradicciones, para el conservadurismo español, no resulta lógico –al hilo de historiar las reacciones al Concilio Vaticano II en España– hacer de él un paradigma, mientras el resto de las posiciones y, en particular, al tradicionalismo, se presentan de modo poco acribioso.
La Esperanza