Es posible que en Filipinas no haya habido un grupo de carlistas formalmente establecido como círculo durante el siglo XIX, cuando se luchaba por el Rey Legítimo, y la mayoría del clero católico español apoyaba la causa carlista. Pero el carlismo tampoco es ajeno a Filipinas, donde los Ilustrados y el clero conocían la santa Causa contra la revolución.
Este artículo está basado en la novela «Noli Me Tangere» de José Rizal, considerado un héroe por la República Masónica y Revolucionaria de Filipinas. Esta novela, y su secuela «el Filibusterismo» son obras maestras de sofistería y propaganda de la leyenda negra basada en la tergiversación de los hechos, y una promoción del Liberalismo y varias herejías gnósticas
No se trata de hacer aquí una promoción de sus ideas y mucho menos de los principios revolucionarios, sino de destacar que el carlismo no es desconocido para los filipinos. Algunos pasajes de la novela de José Rizal eran una expresión de la Causa católica tradicional y del carlismo.
En concreto, traemos a colación algunos pasajes de «Noli Me Tángere», que ilustran la posición del clero español en la cuestión del porvenir de España. De esta manera, se demuestra el apoyo de la Iglesia Católica a la causa de don Carlos VII.
En el primer capítulo, llamado Una Reunión, donde algunos de la élite de Manila se reunieron en la casa del Capitán Tiago en la calle Anloague en el distrito de Binondo, encontramos la siguiente conversación en la que el teniente isabelino corta al fraile antes de que pudiera revelar el nombre prohibido:
«—¿Qué quiero decir? —repitió fray Dámaso alzando más la voz y encarándose con el teniente.—¡Yo digo lo que yo quiero decir! Yo, yo quiero decir que cuando el cura arroja de su cementerio el cadáver de un hereje, nadie, ni el mismo rey tiene derecho a mezclarse y menos a imponer castigos. Conque un generalito, un generalito Calamidad…
—¡Padre, su excelencia es Vice Real Patrono!—gritó el militar levantándose.
—¡Qué excelencia ni qué Vice Real Patrono!—contestó el franciscano levantándose también.
—En otro tiempo se le hubiera arrastrado escaleras abajo, como lo hicieron una vez las Corporaciones con el impío gobernador Bustamante. ¡Aquellos sí que eran tiempos de fe!
—Le advierto que yo no permito… ¡Su Excelencia representa á S. M. el rey!
—¡Qué rey ni qué Roque! para nosotros no hay más rey que el legítimo-
—¡Alto!—gritó el teniente amenazador y como si se dirigiera a sus soldados;—o retira usted cuanto ha dicho o mañana mismo doy parte a Su Excelencia…
—¡Ande usted ahora mismo, ande usted!—contestó con sarcasmo fray Dámaso, acercándosele con los puños cerrados.—¿Cree usted que porque yo llevo hábito, me faltan?… ¡Ande usted que todavía le presto mi coche! »
Más tarde en el mismo capítulo, después de que la multitud reanudara su charla normal, la llegada de algunos nuevos invitados provoca otra interesante conversación:
—Pero ¿me puede usted decir, señor Laruja, ¿qué tal es el dueño de la casa? —preguntó el joven rubio. —Yo todavía no he sido presentado.
—Dicen que ha salido: yo tampoco le he visto.
—¡Aquí no hay necesidad de presentaciones!
—intervino fray Dámaso. —Santiago es un hombre de buena pasta.
—Un hombre que no ha inventado la pólvora, —añadió Laruja.
—¡También usted, señor de Laruja! —exclamó con meloso reproche doña Victorina, abanicándose. —¿Cómo podía el pobre inventar la pólvora, si, según dicen, la habían ya inventado los chinos siglos hace?
—¿Los chinos? ¿Está usted loca? —exclamó fray Dámaso.
—¡Quite usted! ¡La ha inventado un franciscano, uno de mi orden, fray no sé cuántos Savalls [1] en el siglo… siete!
—¡Un franciscano! —Bueno; ése habrá estado de misionero en China, ese padre Savalls, —replicó la señora, que no dejaba así sus ideas.
—Schwartz querrá usted decir, señora, —repuso fray Sibyla sin mirarla.
—No lo sé; fray Dámaso ha dicho Savalls: ¡yo no hago más que repetir!
—¡Bien! Savalls ó Chevás, ¿qué más da? ¡Por una letra no se queda chino! —replicó malhumorado el franciscano.
—Y en el siglo catorce, no en el siete, —añadió el dominico en tono de correctivo, como para mortificar el orgullo del otro.
—¡Bueno, un siglo más o un siglo menos tampoco le hace dominico!
—¡Hombre, no se enfade V. R.! —dijo el padre Sibyla sonriendo. —Tanto mejor que lo haya inventado él; así les ha ahorrado ese trabajo a sus hermanos.
—Y ¿dice usted, padre Sibyla, que fue eso en el siglo catorce? —preguntó con gran interés doña Victorina; —¿antes o después de Cristo?
Felizmente para el preguntado, dos personajes entraron en la sala».
Incluso viniendo de una novela ficticia y de descripciones exageradas desde el punto de vista de la leyenda negra sobre el clero español, los textos citados, que expresan los pensamientos de un masón y de su logia, también prueban que la única Iglesia verdadera fundada por Cristo sobre la roca de San Pedro estaba de lado de los tradicionalistas.
Juan Carlos Araneta. Círculo Carlista Felipe II de Manila