La pandemia educativa

EFE

Hace tiempo que la sociedad debería estar en estado de alarma contra los poderes políticos y económicos que avanzan hacia la fase final de desmantelamiento total de la civilización, pero más si cabe en este momento en el que la crisis sanitaria sirve de excusa para una reestructuración económica y social. Entre las instituciones sociales amenazadas con ser destruidas hasta en sus cimientos –si todavía quedasen–está sin duda la institución de la enseñanza. Entre las últimas propuestas de la Ministra de Educación Celaá para la consecución de este objetivo están la ampliación de la enseñanza obligatoria hasta los dieciocho años, la obtención de los títulos de la Enseñanza Secundaria Obligatoria (ESO) y de Bachillerato sin límite de suspensos, y la consecuente “flexibilización” de la prueba de Selectividad para el acceso a la Universidad. Estos despropósitos no son sino la profundización en los males propios de la concepción liberal de la enseñanza, que une en sí las ideas del Estado docente que obliga a una escolarización uniformadora, con el relativismo y finalmente el nihilismo, gracias al cual esa asistencia obligatoria a las escuelas no sirve para nada, excepto para deformar la inteligencia y corromper la voluntad de la juventud.

Decía Enrique Gil Robles que, aunque la idea del Estado docente no pertenecía a la esencia del Estado liberal, éste ha invadido habitualmente la esfera docente de los padres y los órganos naturales que socialmente colaboran con estos en la enseñanza, y ello por su concepción errónea de la sociedad y el poder civil, pero también por el interés práctico de propagar las ideas liberales en la sociedad. Aunque el liberalismo ha aceptado de hecho que el Estado se convierta en educador, es la facción socialista la que se atreve a mostrar abiertamente las implicaciones de este postulado que los liberales puros suelen omitir. Así, por ejemplo, la ministra Celaá no ha tenido problema en decir a las claras que “los hijos no pertenecen a los padres”, que puede interpretarse fácilmente como que “los hijos pertenecen al Estado antes que a la familia”, como decía el artículo 41 del Código soviético de 1927. Sin esta premisa no se entiende el dogma liberal de la enseñanza obligatoria, ni tendrían sentido las amenazas de la ministra hacia los padres que tienen reparos a la hora de enviar a sus hijos a las escuelas en la actual situación pandémica. Los padres se convierten en unos simples representantes del Estado dentro de la familia o meros mediadores con el deber de garantizar la educación estatal e ideológica de sus hijos, de los cuales deben hacer ciudadanos obedientes de los “valores democráticos”. Así se invierte el orden natural, según el cual, el Estado –y sus cuerpos intermedios– deben ser subsidiarios de la familia, y no al revés, como explica Pío XI en la encíclica Divini illius Magistri. Es el Estado el que tiene que colaborar con las familias para la educación de los hijos, y particularmente para completar su educación técnica por las carencias que por sí misma tiene la familia de tiempo y conocimientos. A esto es a lo que se llama propiamente enseñanza o instrucción, que en su misión, el Estado y los cuerpos sociales intermedios deben proteger no poniendo impedimentos para su realización y supliendo allí donde las familias por sí solas no puedan llegar.

Lejos de este principio, no sólo se afirma ahora que el Estado debe enseñar, sino que existe la obligación jurídica de aprender, que la corrompida ley impone entonces coactivamente. Por ello la ministra se permite justificar sus amenazas a los padres que no lleven a sus hijos a las escuelas estatales apelando al derecho a la educación que tienen estos. Confunde así el derecho y el deber moral de educar a los hijos que tienen sólo los padres (y por misión divina la Iglesia), con la obligación jurídica de la enseñanza, que además se identifica también erróneamente con enseñanza estatal y escolarización uniformadora. Es deseable que muchos en una sociedad adquieran diversos grados de instrucción para el bien común, pero pretender que la enseñanza sea obligatoria es un absurdo que lleva a medidas tan arbitrarias como la de fijar una edad concreta hasta la que se extiende dicha obligación –¿por qué no propone la ministra que sea hasta los treinta y así soluciona de manera sencilla el engorroso problema del paro juvenil?–. Tampoco la enseñanza puede ser igual para todos, por las distintas capacidades, funciones sociales y ámbitos geográficos y culturales a los que se debe ajustar. Es inútil frustrar durante años a los jóvenes que no quieren estudiar cuando podrían estar aprendiendo un oficio. Esto lleva a la degradación de la enseñanza, que debe siempre adaptarse a los peores para ser igualitaria, con la consiguiente devaluación de los títulos académicos y perjuicio para los estudiantes más destacados y para los más desfavorecidos económicamente, a los que se impide prosperar por sus méritos.
Con un panorama como el que nos presenta la ministra Celaá de aprobados generales, promoción y obtención de títulos al margen de los méritos académicos, y completa degradación de la enseñanza, ¿qué derecho quiere garantizar obligando y amenazando a los padres para que lleven a los niños a la escuela? Parece evidente que el interés no es ni hacerlos moralmente más virtuosos ni intelectualmente más sabios, sino inocular en ellos eficazmente el virus de la ideología liberal y sus derivaciones posmodernas.

 

Enrique Cuñado, Salamanca (Reino de León).