Pietro Alagiani fue un sacerdote jesuita de origen armenio y nacionalidad italiana que en su libro «Lubianka» narra en primera persona su cautiverio en distintos campos de trabajo (Suzdal, Elábuga) y en varias prisiones soviéticas (Burtiskaia, Vladimir) entre las que destaca la terrible prisión moscovita que da título a su libro, Lubianka, sede del KGB, en la que, según su autor, murió un incontable número de personas. En los chistes de la URSS se decía que era el edificio más alto del mundo porque desde su sótano, aunque no había ventanas, ya se podía ver Siberia con claridad.
Durante la Segunda Guerra Mundial el padre Alagiani había sido destinado como capellán del ejército italiano en el frente oriental. Allí lo apresaron los soviéticos junto con su regimiento en el mes diciembre de 1942. Los miembros del Partido Comunista que estaban al frente de las instituciones del Estado, conocedores de su estancia como misionero en tierras ucranianas y rusas entre 1920 y 1930, fabricaron contra él, con odio a la fe católica, una acusación de «espionaje» por actividades contrarrevolucionarias y por trabajar para un Estado extranjero, entendiendo por tales, respectivamente, su pertenencia a la Compañía de Jesús y la obediencia al Romano Pontífice, a la sazón Jefe de Estado del Vaticano.
Adentrarse en la lectura de «Lubianka» es una oportunidad para ampliar los horizontes, paradójicamente a través de las memorias de un encarcelado y prisionero de guerra. Son los paisajes del espíritu los que se divisan, inmensos, apoyados en este libro. En sus páginas encontraremos a decenas de cautivos a los que el padre Alagiani, con una memoria prodigiosa, puede poner nombre y recordar con afecto paternal sus orígenes y sus historias: polacos, georgianos, ucranianos, estones, lituanos, alemanes, franceses y rusos. A todos les llevaba los sacramentos, instruía o recibía en la Iglesia Católica. A través de ellos nos acercamos a la historia terrible que vivieron sus países durante la primera mitad del pasado siglo.
Pietro Alagiani, un auténtico confesor de la fe, no perdía ni una sola ocasión para el apostolado en aquel infierno de tratos inhumanos, organizados para transformar a los vivos en candidatos al depósito mortuorio. «Quien no tiene al Creador como Padre, no puede tener respeto al prójimo, se vuelve una verdadera fiera, según dicho del poeta pagano homo homini lupus», dice Alagiani, testigo como era de la destrucción moral y psicológica a la que el comunismo soviético reducía a los seres humanos, y a la propia sociedad. Encontraremos descripciones sintéticas de la moral comunista, resumida por Alagiani en los 3 motores del obrar del ciudadano soviético: el primero, temor a un mal material, el segundo el deseo de un bien material y el tercero la preocupación por no caer en desgracia para no sufrir un mal material.
El día 5 de diciembre de 1945 en el campo de Elábuga, celebró Misa por última vez en muchos años de cautiverio. Había consagrado 120 hostias, y desde entonces comulgaba los primeros viernes de mes y llevaba al Santísimo en una bolsa, que defendió de varios intentos de profanación; cuando al fin pudo depositarlo en un Sagrario de una iglesia de Viena el 12 de febrero de 1954, las hostias consagradas estaban intactas.
Después de su liberación, el padre Alagiani dedicó su vida a dar testimonio ante el mundo de la crueldad del comunismo y la destrucción social que se vivía en el «paraíso soviético». Con este fin, fue enviado por sus superiores de la Compañía de Jesús como misionero a Hispanoamérica. En su destino, le asignaron un vehículo y un chófer, que también hacía las veces de enfermero y sacristán, y fueron recorriendo diversos países.
Durante una estancia en Perú, en septiembre de 1963 el padre Alagiani celebraba Misa en la catedral de Arequipa. En el momento de la consagración, un terremoto sacudió la ciudad. Las bóvedas de la catedral temblaban y caían escombros de la techumbre. Todos los fieles huyeron, sólo permanecían en la catedral el sacerdote Alagiani con el Señor sacramentado entre sus manos, y de rodillas, su joven sacristán que le servía como acólito. Al finalizar la Misa, el joven acólito pudo escuchar un «¡bravo, muchacho!», que recordaría en lo sucesivo. Ese acólito era D. José Ramón García Llorente, q.e.p.d, padre de D. José Ramón García Gallardo, Consiliario de la Comunión Tradicionalista.
En aquella misión junto con el Padre Pietro Alagiani para alertar a la población de Hispanoamérica del peligro comunista, y de la necesidad de fidelidad a la fe verdadera, se encendió en el alma del joven sacristán la urgencia de que los pueblos hispánicos, hoy como ayer, se unan en torno a su Tradición religiosa y política. La Tradición de las Españas verdadero baluarte contra los enemigos del pueblo y de su fe.
Ana Herrero, Margaritas Hispánicas.