La transmisión del fuego

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***Publicamos el Sermón de don José Ramón García Gallardo, de la Hermandad Sacerdotal de San Pío X, en el Domingo XI después de Pentecostés. Se podría resumir en esta frase de san Pablo «Tradidi quod et accepi».***

DOMINGO XI DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.

Mis queridos amigos, queridos fieles:

Hoy el Evangelio de san Marcos nos cuenta brevemente el milagro de un sordomudo que recupera el oído y la palabra. Ese gesto se ha perpetuado en el ritual de nuestro Bautismo; esa apertura de los oídos y de nuestra capacidad de escucha sucede cuando el sacerdote repite el gesto de Jesús y dice «epheta quod est ad aperire», pues se pide que escuchemos con atención la Palabra de Dios; puesto que el Verbo se hizo carne, esa Palabra divina debe hacerse carne en nuestra vida. Nuestra fe cristiana es la religión de la Encarnación, del Verbo que nosotros recibimos por la palabra debe encarnarse en una vida cristiana. San Pablo nos dice que, «fides ex auditu» ( Rom X-16) (la fe llega a nuestras almas por la palabra) y «¡ay de mí si no predico la Palabra» ( I Cor IX-16)! Así pues, oídos abiertos y atentos permiten oír la voz de Dios, y aquello que nos dice al oído, ha de ser predicado desde lo alto en los tejados (Mt X,26)

En el ritual del Bautismo también se pide el don del discernimiento; para eso se nos hizo un signo sobre nuestra nariz para que pudiéramos tener el “sensus fidei” católico y discernir si una palabra viene de Dios o viene de otro. Tenemos un ejemplo de discernimiento cuando Nuestro Señor Jesucristo escuchó a san Pedro decir «Tú eres el Hijo de Dios vivo», a lo que Jesús le dijo «bienaventurado, Pedro, porque no ha sido ni la carne ni la sangre la que te lo ha revelado, sino mi Padre que está en los cielos»; (Mt, XVI-16) y cuando ese mismo Pedro en otra ocasión habló para oponerse a que Nuestro Señor Jesucristo fuese a Jerusalén, oponiéndose a su Pasión y su muerte, entonces el mismo Jesús no le llamó «Pedro», sino que le dijo «vade retro Satana»( Mc, VIII-33); en definitiva le estaba diciendo no era del buen espíritu aquello que decía. Nuestro Señor tenía el sentido de discernimiento que debemos aprender nosotros para recibir por nuestra parte esa Palabra que debemos encarnar y transmitir, de aquella otra que debemos rechazar.

Esta Palabra divina ejemplificada en este milagro, significa que para poder hablar antes es necesario haber escuchado. Por desgracia en nuestros días escuchamos demasiados ruidos que no hacen más que aumentar el caos, y con toda esa conmoción no debe resultarles raro que esté el corazón aturdido, pues estamos inmersos en el mundo que acrecienta la ensordecedora cacofonía babilónica.  Imaginaos qué puede decir un sordomudo. ¿alguna vez os habéis encontrado con esas personas que son sordas y mudas, que están encerradas dentro de sí mismas, y que sólo emiten sonidos guturales, como gemidos? Sólo algunas personas que están especialmente atentas pueden traducir esos gemidos y sonidos. Cuando un niño es capaz de escuchar bien, está en condiciones de aprender un idioma: si está en Francia aprenderá y hablará francés, y si está en España hablará español. El que escucha bien, podrá hablar bien. Pero realmente, no se puede hablar si no se puede escuchar. Nuestro Señor nos muestra esto mismo con otro gesto de discernimiento cuando desata la lengua de ese mudo tomando algo de saliva – ¡el Señor no respetaba los gestos barrera del covid!- para que pudiera ponerse a hablar.

Hoy en nuestros tiempos modernos en los que la tecnología parece la panacea de todo y el hombre se cree que está en la cima del progreso porque ha avanzado mucho tecnológicamente, aunque en otros campos sea más bárbaro y salvaje que nunca, se nos ofrece aparatos de alta fidelidad de reproducción de sonido («hi-fi») ¡Ah, si nosotros pudiéramos ser así de fieles en la transmisión de la Tradición! ¿Por qué os hablo ahora de transmitir? Porque junto con ese Evangelio del milagro de la curación del sordomudo, recién hemos leído el principio de la Epístola a los Corintios se nos dice «os recuerdo ese Evangelio que yo os he anunciado y que vosotros habéis recibido en el que debéis reafirmaros, pues por él seréis salvados. Si no permanecéis en las palabras que os he anunciado, habréis creído en vano. Os he transmitido lo que yo he recibido». San Pablo nos deja esta última frase «tradidi quod et accepi», «he transmitido lo que yo he recibido», es un ejemplo de un cristiano que no fue sordo y que tampoco fue mudo. Supo recibir la Palabra de Dios y transmitirla con lealtad.

Este mismo mensaje nos lo da Nuestro Señor Jesucristo en un texto muy importante en el Evangelio de san Juan capítulo 12 versículo 49 (¡vaya! ¡ahora parezco un pastor protestante!) Ese versículo es importante, pero podéis leer todo el capítulo 12 del Evangelio de san Juan, donde el Señor les dice a los fariseos «Yo os he transmitido lo que yo escuché de mi Padre». Él también. Ese «tradidi quod et accepit» es una frase de san Pablo, pero también podemos comprobar cómo Nuestro Señor Jesucristo nos ha transmitido lo que Él había escuchado de su Padre, porque los judíos le decían «tus palabras las dices por Ti mismo, son tus ideas, tu originalidad» pero Jesús les respondió «no, no, mi doctrina no es mía, yo transmito lo que yo he recibido» en el seno de la Trinidad desde toda la eternidad. Esa Palabra es el Verbo hecho carne y ha sido transmitida para nosotros con la fidelidad más perfecta y sublime que podamos imaginar y que toda la tecnología moderna jamás podrá igualar.

Nosotros en este tiempo de Revolución en que se busca una ruptura, un corte con la Tradición debemos permanecer firmes en el espíritu de transmisión. Eso supone excluir todo proyecto personal, todo amor propio, toda idea propia, toda voluntad propia, al recibir la Palabra de Dios para poder transmitir lo que hemos recibido con más fidelidad que nuestros aparatos de sonido y música. La Revolución no sólo quiere que rompamos los vínculos con Dios, con la Santísima Trinidad, sino también con la Iglesia. Escuchamos multitudes de sordos que rugen, y gritan «libertad, libertad» en las cuatro esquinas de Francia. Pero ¿la libertad para hacer qué? ¿Para seguir con la labor revolucionaria al son de la «Marsellesa»? ¿Esa libertad es para seguir siendo contrarios a la Tradición divina que es la Tradición de nuestros padres y de nuestros pueblos, que hizo grandes a las naciones, a los pueblos, a las familias? Libertad. ¿para qué entonces? ¿para rezar? La libertad religiosa ¿para qué? ¿para volverse hacia la Meca? ¿para qué? ¿para adorar a Buda en el Tibet o en Asís? ¿para qué es esta desgraciada libertad religiosa?

Debemos seguir el auténtico sentido filosófico y tomista de la libertad, que nos indica que tiene que ser para seguir la verdad que nos hace libres. Y no esa libertad del pecado, esa libertad que ha convertido en esclavos. Aunque van y dicen ¡libertad para vivir!, es en realidad una libertad de muerte. Esa es una libertad para desvincularnos del orden natural, libertad que se cree que va a realizarse cortándole la cabeza al rey, que cree realizarse en la Revolución que es todo lo contrario al espíritu de la Tradición, que es un espíritu de orden y que da su fuerza vital y dinamiza tanto al Cuerpo Místico como al orden social. Pidamos esta gracia al acercarnos a Nuestro Señor Jesucristo, esa gracia para no ser sordos. Curar a los sordos es un signo de la llegada del Reino de Dios. Nuestro Señor respondió a las preguntas de los discípulos de Juan el Bautista mencionando una serie de signos «los muertos resucitan, los sordos oyen, y se predica el Evangelio a los pobres».(Lc VII-22)

No hay peor sordo que el que no quiere oír. Escuchar puede ser complicado, pues por desgracia, muchas veces nuestros oídos están cerrados a la Palabra, y Dios nos ha hablado de modo diverso, con su diversidad pedagógica admirable, siempre adecuada al «subjecto». A cada uno de nosotros nos habla de un modo adaptado a nuestra condición, como lo hizo otras veces, por ejemplo, en el momento de su Nacimiento; les habló a los Reyes Magos de Oriente con una estrella, y ellos entendieron y obedecieron, le habló al Rey Herodes y entendió muy atravesadamente, pero entendió porque intentó hacer asesinar a ese bebé de quien él pensaba que le iba a quitar su trono en la tierra. Pero también habló con un ejército de ángeles a los pastores en las colinas de Belén que fueron corriendo hasta el portal de Belén donde estaba el Niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Todo el mundo escuchaba, y quería entender.

Pero hay espíritus sordos que no quieren oír ¡Qué sordera la nuestra a veces! Quizá debida en gran parte a los ruidos de la Revolución del mundo moderno que nos tienen aturdidos, hay tantos ruidos de todo tipo y en todos los medios ¡Qué ruido! Y ¡cuánto ruido! Alejaos, poneos a cubierto, como hacía a veces Nuestro Señor cuando se alejaba de la multitud. Alejaos de ese mundo que está inmerso en un ruido que aturde y os vuelve sordos a la Palabra; y en la soledad del desierto, Dios os hablará al corazón (Os II-16) y os dirá esa Palabra de la que tanta necesidad tenéis para encontrar en Ella la salvación de vuestra alma.

Y transmitidla. Recibir la Palabra es un imperativo de todo buen cristiano, recibirla con la humildad y la docilidad de la Santísima Virgen María que escuchó esa Palabra del ángel «y el Verbo se hizo carne»; pues Ella también nos ha transmitido, nos ha dado a su Hijo, el fruto bendito de sus entrañas. Pedidle que esa Palabra venga en nuestros silencios pues está escrito «le conduciré a la soledad le hablaré al corazón». Haced un poco de silencio en vacaciones, aprovechad el tiempo para tener algo de recogimiento y escuchar la Palabra de Nuestro Señor, leyendo el Evangelio, para escuchar la voz de la conciencia que os grita, que os llama a la conversión, a volver sobre vuestros pasos.

Sucede algo curioso: podemos cerrar ojos y boca, pero no podemos cerrar los oídos del mismo modo en que se cierran los ojos y la boca. Los oídos sólo cierran desde el interior, y cuando un corazón está cerrado no se puede escuchar… pocos son los hombres de buena voluntad pues nuestra voluntad no es todo lo buena que debería ser. Recibid la Palabra con humildad y transmitidla con lealtad y fidelidad. El deber de un cristiano es ser buen católico, ser tradicionalista; bueno, nos han colgado esa etiqueta porque así son las cosas en esta sociedad cartesiana. Pero sí, el espíritu católico está imbuido de la Tradición porque la letra mata −fijaos en los protestantes− pero el Espíritu vivifica. Y si perdemos la Tradición perderemos el alma de la Iglesia y de la civilización cristiana porque es el Espíritu santo de la Tradición con mayúscula el que vivifica. No hay otras tradiciones que debamos amar. No las tradiciones de muerte, como las de los judíos y los fariseos, sino esa Tradición que viene del mismo seno de la Trinidad que nos ha enseñado Nuestro Señor Jesucristo, que no nos ha dicho nada que no haya escuchado de su Padre.

Fijaos como esa Revolución opuesta a la Tradición corta por todos los medios posibles la fidelidad que se nos exige a los cristianos. Fijaos, por ejemplo, no sólo cómo esa libertad religiosa crea una ruptura en la propia fe cristiana, sino también en esa oposición revolucionaria a que se transmita patrimonio material, para que, mediante leyes fiscales y medidas impositivas, resulte imposible que se pueda recibir íntegro el patrimonio de los padres. ¡qué decir del patrimonio espiritual! ¡De la herencia inmaterial que nos legaron nuestros mayores! Ahora solo tiene prestigio si la Unesco lo declara patrimonio inmaterial.

Esta sociedad siembra la revuelta y la ruptura y no los lazos que dan vida. La revuelta en los hijos que quieren cortar no específicamente la cabeza de un rey sino la de toda autoridad. Vemos también ese gesto suicida de las esposas que no aplican la doctrina de san Pablo y que cortan la autoridad del padre en el seno de su familia. Incluso en nuestras familias se corta la transmisión, no sólo del patrimonio material sino del espiritual, de las riquezas de nuestros abuelos. Hoy el desafío está en saber transmitir en la familia a hijos y a nietos, para que sean dignos descendientes de aquellos que combatieron contra el liberalismo, contra el modernismo, contra la Revolución en la sociedad y en la Iglesia.

Un día cuando era yo pequeño, mi padre recogió un recorte de un periódico que había guardado mi abuelo. En él se decía que Pablo VI hablaba de que «debemos romper las cadenas de la Tradición». Yo era pequeño y no entendía el alcance. Pero mi padre estaba asombrado, y decía -¡pero esto es muy grave!- Pues hoy el modernismo ha roto la cadena de la Tradición, son las ideas de la Revolución de 1789 que han triunfado y se han instalado en la Iglesia, sembrando el caos, como lo afirman altos jerarcas y lo confirman sus frutos.

¿Qué debemos hacer? Pues retomar la frase de la epístola de hoy, esta misma frase que nuestro querido fundador monseñor Marcel Lefebvre quiso que estuviera escrita sobre su lápida «tradidi quod et accepi» (he transmitido lo que he recibido). El recibió con humildad y además con heroísmo, cuando comprendió la importancia de lo que estaba puesto en juego. Por eso hoy, muchos que no estaban de acuerdo con él le están dando la razón después de la publicación de «Traditiones Custodes». Él escuchó, y recibió con docilidad con espíritu de abnegación y de sacrificio. Lo que más me conmueve en él es que no cayó en la tentación de añadir nada personal, porque siempre está ahí la tentación de la «originalidad» −entre comillas−. Por desgracia, esa originalidad vanidosa, frívola, orgullosa en el fondo ha hecho mella en tantos movimientos conservadores, que en apariencia conservan la Tradición pero que en realidad no supone más que algo exterior, solo por fuera, una cáscara, como un ritual ideológico que no comprende que lo fundamental en la Tradición es la transmisión de ese espíritu que vivifica y se encarna.

Amigos, pesar de que estamos en temporada de vacaciones seguramente hayáis tenido noticia de que en Tokio tienen lugar los Juegos olímpicos. Para participar en ellos muchos deportistas de diversas disciplinas se han preparado durante bastante tiempo. Con un ritual muy particular, por diferentes países han ido llevando el denominado «fuego sagrado» también conocido como «la llama olímpica». La llama olímpica ha viajado por diversos lugares de la tierra, y se ha ido pasando de mano en mano, de uno a otro. Es la llama de los pueblos paganos que responde a una tradición también pagana; pues bien, esa transmisión de la llama debe ser un ejemplo para nosotros que no somos portadores de un fuego pagano, sino del fuego sagrado, de la llama de la Tradición. Debemos transmitirla de unos a otros. La transmisión de un fuego sagrado que no tiene nada que ver con el fuego pagano de los Juegos Olímpicos. Es el fuego sagrado que encendió el Espíritu Santo en el alma de los Apóstoles el día de Pentecostés y en vuestra alma el día que recibisteis el sacramento de la confirmación.

Esta fe y su transmisión es un deber de todo cristiano; san Pablo nos enseña que debemos transmitir, pues tenemos la responsabilidad de multiplicar los talentos. No podemos caer en la tentación maldita de la esterilidad, de negarnos a dar frutos, los frutos que Dios espera. Pero lo vemos a veces en las familias, como no tienen ganas de dar vida en modo egoísta, también lo vemos en la proliferación de la ideología homosexualista que garantiza la esterilidad natural y que la Revolución prolongue su reino de muerte,  son higueras estériles que no multiplican el talento de la vida y, como la higuera, propicios a la maldición. Ni siquiera transmiten la vida natural. Es un espíritu de muerte el que corta de nuestras raíces y nos impide dar frutos. Un árbol sin raíces es un árbol que no da frutos. Un hombre sin las raíces, simplemente vinculado al pasado de una manera meramente arqueológica no puede hacer nada con eso. Es un espíritu que no da frutos, un mal espíritu. 

Queridos amigos, así veis la importancia del milagro del sordomudo del Evangelio de hoy. Pidamos que el dedo de Nuestro Señor nos toque para curarnos de la sordera y que libere nuestra lengua para dar testimonio como lo hizo Él, Nuestro Señor Jesucristo, como lo hizo san Pablo, como lo hizo después monseñor Marcel Lefebvre, para que seamos fieles a ese pilar fundamental de nuestra fe cristiana, con el magisterio, con la Santa Escritura, con la Tradición y ese Espíritu divino presente en la Iglesia y en su historia, y que también está presente en la actualidad y llega a vosotros hoy.

¿Qué vais a hacer con lo que habéis recibido? ¿Son talentos que tenéis escondidos manera cobarde y egoísta o vais a ponerlos al servicio de Dios? Os dejo con esta inquietud de preguntaros hasta qué punto vuestra mala fe os hace sordos y os impide escuchar la Palabra, y de qué manera hoy la transmitimos con fidelidad. No es mucho pedir en estos tiempos de difusión de la tecnología en que hay tantos aparatos de «alta fidelidad», de múltiples marcas. Cuando yo era pequeño había el «walk-man» después llegó el mp3… cada vez buscando más fidelidad. Claro, es eso justamente lo que exige la Iglesia y vosotros esperáis de vuestros pastores, que transmitan el Evangelio con fidelidad sin haceros caer en trampas demagógicas, enseñando y predicando la verdad.

Que Dios nos proteja en estos tiempos de ruido para identificar la Palabra de Dios, aprovechad el tiempo en vacaciones y también usadlo para transmitir ese bagaje que habéis recibido de vuestros padres y abuelos. Aprovechad el tiempo, menos música, menos cascos con ruidos. Hablad con vuestros hijos, contad las historias de familia que forman vuestra identidad y vuestro carácter de familia. Abrid vuestros oídos a la voz que clama en el desierto y recibid la Palabra con humildad y docilidad, para transmitirla con lealtad y fidelidad. Reanimad ese fuego, ese espíritu de familia, de patria, de Iglesia, ese espíritu de la Tradición. Transmitid el fuego sagrado. Al final de la carrera por los estadios de esta tierra, tendréis el Cielo, y no una medalla de oro, de plata o bronce, o una corona de laurel que se marchita.

En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.

Rvdo. Padre. José Ramón García Gallardo, Consiliario de la Comunión Tradicionalista