Flexibilidad monárquica y rigidez estatista

Adoración de la Sagrada Forma de Gorkum por Carlos II y su Corte, por Claudio Coello.

Antes de la Revolución, la mayoría de los tratados que se escribían sobre el poder monárquico en realidad se dedicaban a la formulación de consejos morales para la actitud y comportamiento que debía tener un Príncipe en el ejercicio de su potestad suprema. No existe ningún poder superior al Rey en el ámbito de lo temporal; él es la máxima instancia de la comunidad política. Él es el único que puede crear las leyes: «ordenación de la razón al bien común, promulgada por quien tiene el cuidado de la comunidad». Él es el Juez supremo: no caben apelaciones a nadie más por encima de él, y confirma o anula las sentencias de los Jueces y Tribunales, que dictan justicia en su nombre.

Ésta es la razón por la que los tratadistas se dedicaban a establecer simples preceptos morales a los que se debía ajustar un Rey para el correcto gobierno de la comunidad política, con vistas a la finalidad del bien común. Muchos de estos preceptos podían acabar siendo aprobados por Ley por el propio Monarca, pero nunca pasaba su obligación de observarlos de un plano moral o de conciencia a un plano estrictamente jurídico. En realidad, todo pendía de cómo ejercitara la virtud de la prudencia el Monarca cristiano. Todas sus acciones de gobierno debían estar fundadas en el ejercicio de esta primordial virtud moral, y las leyes y la solicitud de consejo a sus vasallos (Consejo Real, Cortes, etc.) se ajustaban también al libre arbitrio del Rey regido por la prudencia, la cual exige ese tipo de medidas para dirigir mejor las acciones del Poder en orden a una mejor consecución del bien común, que constituye el auténtico y verdadero arte de la política. Todo esto vale también para los Reyes legítimos de nuestra actual época revolucionaria, con la diferencia de que sus decisiones de prudencia política están dictadas desde el triste ámbito de la oposición con vistas a la recuperación del poder político efectivo usurpado, y sólo los historiadores podrán juzgar si esas decisiones concretas, tomadas en cada momento, con tal o cual consejo concreto de sus vasallos, fueron o no acertadas.

Esta concepción flexible del poder supremo característica del derecho tradicional español, se contrapone claramente a la de nuestra actual época revolucionaria. La era iniciada en las «Cortes» de Cádiz se caracteriza por un excesivo control y reglamentación del poder político, del cual se desconfía conforme a la sentencia de Acton: «el poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente», negando implícitamente el carácter natural, no ya sólo del poder político de la comunidad, sino incluso de la patria potestad. Esta desconfianza hacia el poder se traduce, en la práctica, en un férreo control del mismo a través de esa rama del «derecho» nuevo, llamada «derecho político», o, más en concreto, «derecho constitucional», pues se trata de reglamentarlo a través de las llamadas «leyes» constitucionales. Los constitucionalistas gaditanos fracasarían en este intento de dominación «jurídica» hacia la Familia Real, razón por la cual tuvieron que recurrir a la usurpación, implantando otra familia más dócil a sus intentos. Es entonces cuando los revolucionarios proceden a extender esta misma dominación reglamentaria al resto de familias españolas: a esta rama del «derecho» nuevo se le denomina «derecho» administrativo. El Gabinete protorrevolucionario de Cea Bermúdez, tras crear el llamado «Ministerio de Fomento» en Noviembre de 1832 (que aglutinaba lo que hoy conocemos como el Ministerio del Interior y el Ministerio de Fomento propiamente dicho), encargó su dirección a Javier de Burgos, auténtico fundador del «derecho» administrativo en suelo español. Resulta curioso el hecho de que este «derecho» omnicontrolador «neutro» y «objetivo» se desarrollara y consolidara fundamentalmente durante los períodos de «Gobierno» revolucionario moderados o conservadores, llegando a su paroxismo en la época de la tecnocracia franquista de los López Rodó y Fernández de la Mora (con sus conocidos lemas sobre el «crepúsculo de las ideologías» y el «Estado de obras»).

El Rey legítimo es responsable de sus actos ante Dios, y debe ejercerlos conforme a la virtud de la prudencia. El Estado que le sustituye, por el contrario, so capa de impedir el «despotismo» del poder político o la extralimitación de cualquier familia española, nos inunda de una monstruosa multitud de ordenanzas a todos los niveles (hacendísticos, laborales, sanitarios, educativos, etc.), y cuya finalidad, en verdad, es la de asegurar la fuerza totalitaria de una minoría oligárquica aupada al imperio.

Félix M.ª Martín Antoniano, Círculo Tradicionalista General Carlos Calderón de Granada.