Totalidad política y monarquía

Jura de S.M.C. Don Fernando VII como Príncipe de Asturias. L. Paret y Alcázar

En un contexto en el cual el principio contractual pone en jaque la salud del orden político, no está de más realizar una apología de la monarquía. En especial subrayando, entre sus muchos atributos positivos, su función consistente en lo que al orden social se refiere.

Las regiones hispanas encuentran entre sí multitdud de diferencias que hacen que la homogeneidad institucional sea inviable, además de problemática. Esta obviedad histórica fundó la necesidad de un sistema que obrase no en contra, sino sobre esa diversidad social, cultural, institucional, etc.

El papel de la monarquía en este marco histórico resultó de enorme importancia, pues enlazaba regiones dispares bajo los estandartes de la misma religión y el mismo rey. Esto sólo es posible por la dimensión y matriz de la forma de gobierno monárquica.

En ella, el rey, encarna el principio del poder personal, haciendo posible una asunción de las circunstancias particulares de los diversos reinos, regiones, comarcas o villas. No es un ente abstracto fundado en códigos positivos o reglamentos comunes: es un hombre que tiene la posibilidad de tomar conciencia de los frentes concretos de sus súbditos. La monarquía no precisa de homogeneidad institucional, ni siquiera en aquellos cuerpos nacidos de la propia monarquía, los cuales, dependiendo de las regiones sobre las que se asentaban, tenían matices diferentes sobre la base de un fin común.

Frente a esta dimensión personal del monarca se levantó la amenazante encarnación del racionalismo político llevado a su apogeo: el Estado moderno.

El absolutismo sentó las bases de un sistema en que el rey ya no articulaba la comunidad política en su estadio superior, sino que era un engranaje más dentro un complejo sistema mecanicista que imposibilitaba el gobierno personal; además, asfixiado por la burocracia paraestatal.

El Estado se presenta como el artificio moderno, la gran maquinaria que anula a la persona real, sustituyéndola por frías leyes que se aplican desde el despacho a cada lugar que se encuentra bajo su jurisdicción. Cuando este modelo se introdujo en España con el Estado liberal, implicó necesariamente que la heterogeneidad que nutría e integraba la Monarquía perdiese el lazo común. Esto produjo, entre otros efectos, separatismos varios que aprovecharon la inquina contra el Estado que laminó sus particularidades, identificando al ente estatal con la comunidad política, aquélla regida por la Monarquía que el propio Estado sustituyó miserablemente.

Miguel Quesada, Círculo Hispalense